Revuelos. David Sergio Ricardo Pavlov

Revuelos - David Sergio Ricardo Pavlov


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Sufrió en su tabique nasal tal contusión, que le provocó una hemorragia que ni el pañuelo de su elegante uniforme pudo atenuar.

      Cada centímetro recorrido en la interminable carrera de frenado adicionaba espantosos ruidos y crujidos, y dejaba en la pista, a su vez, restos de caucho y piezas metálicas. Entre tanto, a bordo, las manos de los tensos pasajeros se aferraban a los escuálidos apoyabrazos, como si fueran las garras de la más hambrienta ave rapaz sujetando una jugosa presa.

      Una parte del tren de aterrizaje izquierdo, que había sufrido la pérdida de una de las cuatro ruedas en el decolaje del aeropuerto cubano, comenzaba a colapsarse por el estallido de los otros tres neumáticos que no resistieron la presión conjunta, el esfuerzo compartido. Una de las compuertas inferiores, ubicada bajo la panza del fuselaje, primero se desprendió atascándose en el sistema de amortiguación y luego, como si fuera un proyectil, se disparó dañando un estabilizador del ala. Todo el tren se desintegró en mil pedazos y se desmoronó en centésimas de segundos. El Jumbo ya no tenía quince ruedas como había expresado la auxiliar; ahora, desequilibrado y desviándose del eje de la pista, trataba de frenar con doce y, peor aún, con un motor que rozaba el pavimento y comenzaba a arder.

      Hacia ambos lados del fuselaje se observaba, en alocada carrera, a los bomberos, ambulancias y otros vehículos escoltando al 747 que, ladeado, no terminaba de frenar, abandonando a su paso fragmentos de amortiguadores, llantas, neumáticos y piezas de todo tipo que querían seguir volando fuera de su nave nodriza, pero ahora impulsadas por los calientes chorros de aire de las turbinas.

      Daiana inclinó su cuerpo y su cabeza hacia el asiento delantero y me ayudó presionando mi espalda con su mano izquierda, para que ambos podamos cumplir la postura que la emergencia requiere. Mi pierna, mejor dicho la insoportable calza de yeso, no estaba apoyada sobre el piso, sino sobre dos maletines prismáticos –los que de modo habitual usan las tripulaciones– fijados convenientemente, para no estresar todavía más mi columna vertebral.

      Los pasajeros que se encontraban en el sector delantero y en el piso superior del Jumbo conservaban la calma y, más allá de la tensión, permanecían en silencio. Desde ya, no estaban enterados de lo que sucedía tras las alas o, en otras palabras, de lo que observaban los pasajeros situados en la parte posterior izquierda del 747: un verdadero festival de esquirlas, chispas y humo. Se había desatado el fuego, pero también el pánico y, si bien el avión iba ralentizando su marcha, el coro de atormentados gritos puso en severo riesgo la posibilidad de que la evacuación fuera ordenada. De todos modos, esta nueva crisis no impidió que por los altavoces la tripulación emitiera el último mensaje:

      Su atención por favor. Cuando el avión se detenga solo deben abrirse las puertas de emergencia del lado derecho y la primera salida delantera izquierda. Los pasajeros situados en las salidas de emergencia están obligados a colaborar con la tripulación y asistir a las personas con dificultades. Todos deberán dejar objetos y calzados con puntas o tacos antes de deslizarse por el tobogán. Rogamos conservar la calma y esperar la indicación de apertura. Los pasajeros situados en el costado izquierdo de la aeronave no deberán abrir las puertas de emergencia debido a la presencia de fuego en el sector del ala y objetos cortantes en la pista. Personal de seguridad, en tierra, se encuentra preparado para socorrerlos de manera inmediata.

      La máquina, ligeramente despistada, detuvo su marcha al fin. El ígneo fue controlado por la espuma esparcida sobre el hormigón, por la eficiencia de los bomberos y sobre todo porque el fuego del motor, que se arrastró por varios metros, se fue extinguiendo gracias al lodo y al césped mojado. La envergadura del ala era tal, que al invadir el área parquizada, la despedazada turbina originó en su recorrido un extenso y profundo surco, llevándose consigo todo lo que en su paso había: ayudas visuales, paneles, indicadores de viento, dispositivos de señalización, lámparas, etcétera.

      “Señores pasajeros, esperamos que hayan disfrutado del vuelo y deseamos contar, pronto, con vuestra presencia a bordo.” Desde luego ese no fue el último saludo. Hubiera sido deseable. La última orden del comandante fue impartida:

      Tripulación, accionar puertas y salidas de emergencia. Señores pasajeros, el fuego se pudo controlar, por favor abandonar la nave con calma.

      Si bien los motores fueron apagados, los estruendos continuarían. Pero esta vez no eran generados por las turbinas, sino por los toboganes que, a medida que se desplegaban, se inflaban de modo explosivo y se extendían como la pegajosa y retráctil lengua de un camaleón.

      La evacuación no estuvo exenta de empujones, discusiones, gritos y tropiezos. Daiana y yo fuimos testigos del egoísmo de algunos pasajeros que, llevando a cuestas su pesado equipaje de mano, dañaron e inutilizaron el único tobogán izquierdo disponible: el delantero. Justamente era el que, al estar más cerca del suelo por la inclinación del avión, ofrecía menos riesgos al momento de mi eventual deslizamiento. Descartado dicho tobogán por la tripulación, continuaron emitiendo la enfática para que el resto de los pasajeros evacúe la nave solo por el lado derecho, sin llevar objetos que obstaculizaran el tránsito por los estrechos pasillos. También hubo emotivos gestos de solidaridad de personas que se ofrecían a ayudarme cuando observaban los vendajes en mi cabeza y el yeso en mi pierna. Pero el jefe de cabina asumió esa responsabilidad y, en consecuencia, no permitió que otros pasajeros se quedaran adentro del avión para asistirme.

      De pronto, toda la tripulación, Daiana y yo, quedamos a solas. Atónitos, contemplamos en sugestivo silencio el panorama desolador de un avión vacío. Un caos petrificado. Una imagen surrealista. Un desparramo de máscaras de oxígeno, maletas, asientos rebatidos y basura es la impronta congelada del abandono y el afiche de una película de cine catástrofe.

      El comandante ordenó al personal de tierra que desprendiera urgente el primer tobogán delantero derecho, solicitando a su vez, a las autoridades aeroportuarias, que se acercara de inmediato a la puerta del avión algún camión de servicio de catering con una silla de ruedas. Atravesando el espacio del galley central, con la ayuda de mis muletas, de Daiana y un tripulante, me acerqué a la salida y observé cómo el contenedor del vehículo se elevaba gracias a la acción de su tijera hidráulica.

      Sería este uno de los tantos camiones cargados con comidas que no pudieron abastecer a los vuelos que fueron desviados y derivados a otros aeropuertos debido a que el aterrizaje de emergencia de nuestro avión dejó inoperable la pista de modo transitorio. Así, entre carros y aromas gourmet, abandonamos la nave rumbo a una terminal acondicionada para acoger a los pasajeros que descendimos del Jumbo de ese modo tan particular.

      Todas las mangas estaban ocupadas por aviones varados y no había forma de que los pasajeros ingresáramos a las instalaciones del aeropuerto y al país del modo habitual; por ello las autoridades habilitaron una sala ubicada en planta baja, en donde los evacuados llegamos en tandas a través de los micros apostados cerca de los toboganes de la aeronave.

      No había control aduanero. La verificación migratoria consistía en sellar rápidamente, y sin más trámite, el pasaporte. Antes de recoger el equipaje, los cientos de personas, cansadas pero felices de estar en el continente, recibieron un refrigerio descartado del servicio de catering de las distintas aerolíneas que habían cancelado sus vuelos por el percance. En un mostrador con funcionarios de varias compañías aéreas se asesoraba y resolvían los inconvenientes de los pasajeros afectados por el huracán. También, un servicio médico se encargaría de chequear el estado de salud de los individuos que se vieron afectados por contusiones y crisis nerviosas, en las diferentes fases del vuelo.

      Mi regreso a la Argentina estaba programado para veinticuatro horas más tarde. Daiana se quedaría conmigo en Panamá, y retornaría a Canadá un día después. Ambos debíamos rehabilitarnos. Ella del habla, y yo de mis lesiones.

      XIII

      El Airbus 380 que despegó de La Habana, y que debía aterrizar también en Panamá, fue derivado al aeropuerto El Dorado, en Bogotá, Colombia. No fue un viaje placentero para los más de ochocientos pasajeros que iban a bordo. Dos de ellos fallecieron por ataques cardíacos cuando el avión atravesaba turbulencias severas.

      El viejo 747 que debía volar a Houston, Estados Unidos, rompió su tren delantero en la carrera de despegue desde el Aeropuerto Jose Martí,


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