Revuelos. David Sergio Ricardo Pavlov

Revuelos - David Sergio Ricardo Pavlov


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aplican en cualquier aeropuerto del mundo, resultaron bastante laxos y expeditivos. Del mismo modo, los funcionarios de migración cubana –que indagan en forma tediosa al pasajero desde unas herméticas casetas con vidrios blindados y un arcaico y ruidoso sistema electromecánico que abre la portezuela para que el pasajero pueda avanzar o no– trabajaron esta vez junto a los empleados de las líneas aéreas en los mostradores de check in, no solo controlando y sellando los pasaportes, sino colaborando en la entrega de las respectivas tarjetas de embarque.

      Con el boarding pass en mano, y sin el peso del equipaje registrado, por fin se avanzaba hacia la sala de preembarque, que de a poco se iba atestando. No había forma de entretenimiento alguno. Solo un típico free shop aeroportuario que olía a tabaco y perfume francés que, desmantelado, constituyó un alivio; un verdadero oasis en el más infernal de los desiertos. Sucedió que el local, convertido temporalmente en un puesto de refrigerio, ofrecía gratis bebidas frías, galletas, dulces y café.

      Pero por sobre todo, lo auspicioso era ver tras los ventanales, mangas mediante, la joroba típica del Jumbo y el imponente fuselaje de un Airbus 380. Las intensas lluvias no impidieron visualizar la pista y el aterrizaje de un 747 que dejaba atrás una impresionante estela de agua que se desplegó y alzó brillante como la cola de un pavo real. Los otros tres aviones, entre tanto, estaban apostados en la ciudad de Varadero, a escasos minutos de vuelo del Aeropuerto José Martí, aguardando instrucciones para despegar en forma inmediata una vez producida la partida de al menos dos de las gigantes naves que iniciaban, en este preciso momento, el anhelado embarque.

      Los aviones conectados a las dos únicas mangas operativas, serían los que en primer lugar volarían hasta el aeropuerto de Tocumén, en Panamá. Comenzaba entonces la evacuación de los pasajeros que tenían designada la letra C y D. La trayectoria de estos vuelos debería ser hacia el suroeste; sin embargo, la posición de un frente ciclónico –con mucha actividad sobre una importante área del Golfo de México– obligaría a que el despegue y el rumbo se modificaran hacia el norte para, luego, virar hacia el suroeste.

      Entre tanto, los pasajeros que se dirigirían a los Estados Unidos deberían acceder al Jumbo recién aterrizado que todavía estaba carreteando y aguardar el aterrizaje del segundo Airbus 380. Los restantes vuelos embarcarían y despegarían según el orden alfabético preestablecido.

      Los aviones de fuselaje ancho, de doble piso y pasillo, permitían el acceso a la aeronave de manera fluida y sin interrupciones de los pasajeros que ya tenían asignados sus asientos. Se iniciaba así la descongestión de la sala de preembarque y del conglomerado de personas que hacía filas frente a los mostradores de check in.

      VII

      A bordo, el aire acondicionado del Jumbo generaba un confort transitorio, pero no lograba contener la angustia de los individuos que no disimulaban los nervios de un despegue amenazado por severas turbulencias. Algunas personas optaban por cerrar las persianas de las ventanillas, solo para no observar los temibles y tenebrosos relámpagos. La tripulación, a sabiendas de que no utilizarían los típicos carros para el servicio de a bordo, entregó a los pasajeros, a medida que se iban acomodando, un servicio de catering donado por todas las compañías aéreas que conformaron las alianzas, que constaba de golosinas, sándwiches, bebidas y toallas refrescantes.

      El interior del 747/300 olía a combustible, pero sobre todo a viejo. El aparato ya tenía su certificado de defunción emitido en algún escritorio de Las Vegas porque había cumplido más de treinta y cinco años de servicio y acumulaba una cifra cercana a cuarenta mil ciclos. A pesar de su nobleza, había sido condenado a la pena máxima y puesto a merced de los ávidos buitres del cementerio aeronáutico sito en el desierto. Los paneles amarillentados, las ventanillas rayadas, las alfombras gastadas y los multicolores cinturones de seguridad, denotaban permanentes sustituciones de tapizados y asientos cuyos apoyabrazos poseían, todavía, las pequeñas cajuelas metálicas que oficiaban de ceniceros. En los tabiques centrales, justo detrás de la batería de sanitarios, se observaban cables sueltos, pequeñas perforaciones y antiestéticos parches. No había monitores ni pantallas de proyección; tampoco funcionaban los galleys (zonas de cocinas y calentadores); todo había sido desmantelado, ya que una de las políticas de la low cost japonesa era: nada para preparar, nada para servir, nada para mostrar.

      Pasada la medianoche, la manga comenzó a replegarse y se cerraron por fin las puertas del Jumbo. Apenas finalizaron, por parte de la tripulación, las demostraciones de seguridad, el capitán de la nave transmitió el saludo de bienvenida. Con muy poco tino comunicó a los tensos y agobiados pasajeros que el despegue se haría bajo condiciones meteorológicas adversas debido a la permanencia de un sistema de baja presión con perturbaciones en la atmósfera y a la presencia de tormentas eléctricas desorganizadas. Seguidamente, y por cuestiones de seguridad, como es norma en vuelos nocturnos, las luces de la cabina se apagaron de modo gradual, incrementándose al mismo tiempo la intranquilidad de los viajeros que ya palpitaban las vibraciones y el rugir inconfundible del cuatrimotor.

      En rodaje hacia la cabecera, a través de la hilera de ventanillas situadas a la izquierda de la nave, se podía ver la manga que había sido derribada por el temporal, junto a una aparatosa grúa que intentaba reincorporarla. Unos cuantos metros más adelante, fuera de la terminal, yacía parqueado un viejo Ilyushin II-62, en cuyo interior funcionaba una discreta cafetería. Hacia la derecha del avión, la lluvia sobre las ventanillas, esfumaba el universo de luces multicolores de las instalaciones aeroportuarias de la pista y del otro Jumbo que, a paso lento, se acercaba a la terminal.

      Toda observación era válida, con tal de distraerse y no recordar las “sinceras” palabras del comandante. De todos modos, ya no había nada que hacer. Una inquietante sensación de frío y calor perforaba las entrañas. El avión llegó a la cabecera y alineó no solo la nariz, sino, al unísono, la estruendosa potencia de sus cuatro motores. Antes de iniciar la carrera de despegue, toda la estructura del avión se estremeció e hizo trepidar los paneles interiores del fuselaje. El empuje de las turbinas golpeó hacia atrás la cabeza de los pasajeros contra los desvencijados asientos. La máquina, en pesada arremetida, luchó contra la gravedad y la violencia de la naturaleza que pretendía desviar con vientos cruzados el rumbo establecido por el eje de la pista, que se acortaba peligrosamente en cada latido del corazón. El sordo tronar de los motores no apaciguaba el horrible chasquido proveniente de las alas que al ascender se sacudían y retorcían como los estómagos de algunos pasajeros que ya habían comenzado a vomitar. Los relámpagos iluminaban con flashes mortales la cabina, pero sobre todo los rostros pálidos, violáceos, horrorizados. El repliegue del tren de aterrizaje provocó tal estruendo que hizo estremecer el piso de la aeronave y atragantar, al mismo tiempo, el más aterrorizado grito humano de desesperación. La nave, sometida como nunca a los esfuerzos de los vientos cortantes, pavorosa se inclinaba hacia un lado y hacia el otro, como un látigo que se azota sin dirección, aplastando los cuerpos de los pasajeros contra el asiento con una demoníaca fuerza centrífuga que presionaba y empujaba en cada desplome, en cada corriente descendente, al abismo del infierno.

      El avión se contorsionaba y soportaba el combate desigual entre la máquina y la naturaleza, sometiendo cada una de sus partes por enésima vez, a los mecanismos de presurización y despresurización, tensionando sus componentes al límite del desgaste y de su vida útil, a una fatiga de materiales que amenazaba engendrar en el aire una explosión de dolor y muerte.

      En el interior de la nave flotaban optimistas sueños y rezos para que la pesadilla se acabara, pero esos deseos se disipaban ante la realidad del caos, de los pestilentes olores y fluidos de los pasajeros descompuestos y de las puertas de los portaequipajes superiores que, tras los violentos embates, se abrieron y flamearon acompañando el movimiento de las alas, como si fueran pájaros de plástico que quisieran tomar vida propia y, espantados, huir volando de la aeronave.

      Finalmente, este vuelo convertido en un martirio, sumido en una fase diferente, logró alcanzar la altitud de crucero necesaria para que la tripulación pudiera ayudar, asistir y consolar a decenas de personas alteradas y desmayadas. El comandante anunció que las condiciones meteorológicas serían óptimas para lo que restaba del vuelo, aunque no descartaba problemas técnicos en la nave al momento del aterrizaje en la ciudad de Panamá.

      Poco interesó


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