Revuelos. David Sergio Ricardo Pavlov

Revuelos - David Sergio Ricardo Pavlov


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1986, entre otras, la ruta desde el Aeroparque Metropolitano hasta la ciudad de Ushuaia. Operado con el jet bimotor Fokker F28 y personal de cabina (auxiliares de a bordo) pertenecientes a la empresa estatal, Aerolíneas Argentinas comercializó el vuelo AR 652.

      Por primera vez en su historia, la compañía utilizaría ese avión para llegar a la capital fueguina.

      Conseguir pasajes, la otra cuestión

      En la década de 1980 las reservas se efectuaban básicamente por cuatro canales: el telefónico, a través de agencia de viajes, en las oficinas o sucursales de Aerolíneas Argentinas y en los aeropuertos. No existían los 0800, líneas gratuitas, ni tampoco la compra a través de Internet.

      La línea telefónica ofrecía la posibilidad de comunicarse directamente con la aerolínea desde la casa, pero las demoras para ser atendido demandaban extrema paciencia. Mucha gente necesitaba volver a volar.

      Ni bien se divulgó la noticia, insistencia mediante, conseguí un pasaje para viajar a Ushuaia, justo para el día en que se reiniciaban algunos vuelos.

      La reserva generada con un código alfanumérico de seis caracteres ya estaba en mi poder. Bajo ningún punto de vista iba a desperdiciar días de vacaciones ni tampoco desaprovechar la posibilidad de viajar.

      “Todas las mañanas salimos a tomar aire fresco.” “Aerolíneas Argentinas lo lleva a Ushuaia o a Río Grande en vuelos diarios. Un servicio que conecta a Tierra del Fuego con el resto del país. Con la flota más moderna y numerosa. Consulte a su agente de viajes o llámenos. Informes 393-5XXX.”

      Era la publicidad ochentosa de Aerolíneas Argentinas para promocionar sus vuelos regulares al entonces Territorio Nacional de la Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur. Los realizaban aviones Boeing 737-200 que despegaban desde el Aeroparque Jorge Newbery, muy temprano por la mañana. A ese avión se lo llamaba la “Chancha”, por su aspecto regordete y también el “Lechero”, ya que alternaba, según los requerimientos, escalas en varias ciudades del sur argentino: Bahía Blanca, Trelew, Comodoro Rivadavia, Río Gallegos y Río Grande.

      ¡A bordo!

      Pero ese 13 de julio no me tocaría volar en el 737, sino en el Fokker F28. A las seis de la mañana, aproximadamente, embarqué en el avión matrícula LV-LOA, cuya configuración era igual que la de la “Chancha”, es decir tres asientos a la izquierda, pasillo central y tres asientos del lado derecho.

      Era un aparato extremadamente corto, con capacidad acorde a esa longitud. Apenas sesenta y cinco plazas. La disposición de sus dos motores en el fondo y la gran proporción de las alas, respecto al largo del fuselaje, determinaban que los pasajeros ubicados en la parte media y posterior del avión, poco pudieran observar a través de las ventanillas. En cambio, quienes viajaban en un Boeing 737-200 podían ser testigos, cuando el avión frenaba, del rebatimiento de la carcasa trasera de la turbina que actuaba como un estruendoso freno aerodinámico. En otras palabras, poseía un sistema de reversores que invierte el flujo de aire aumentando la capacidad de frenado. Esta tecnología no era visible ni tampoco tan audible, pero sobre todo… no estaba disponible en el Fokker F28.

      “We Are the Champions”, el famoso tema de Queen ejecutado por la orquesta de Caravelli, era el tipo de música de fondo que se escuchaba a bordo en los años setenta y ochenta cuando el avión se encontraba en plataforma. Mi asiento, el 3C, estaba bien adelante y al lado del pasillo. No existían, en ese entonces, mamparas que dividieran las cabinas de clase turista y ejecutiva; tampoco había otro entretenimiento más allá de la lectura.

      El vuelo despegó en horario. Habían pasado varios días sin servicios y sin embargo solo cincuenta y nueve de las sesenta y cinco plazas estaban ocupadas ese domingo. Estimábamos llegar a destino aproximadamente a las once, previa escala de reabastecimiento en Río Gallegos. La autonomía del aparato no permitía el vuelo directo a Ushuaia. Aerolíneas Argentinas sabía muy bien que ese era un avión para efectuar trayectos de corta y media distancia. Sus rutas a Punta del Este, la Mesopotamia, Viedma, San Luis y algunas ciudades de la provincia de Buenos Aires –sobre todo Villa Gesell en verano– lo confirmaban.

      Explotar comercialmente este tipo de aeronave no era conveniente. Transportar pocos pasajeros en una nave pequeña, empleando muchas horas del día entre la ida y la vuelta, no podía ser redituable. Por eso, entre otros aspectos, Aerolíneas Argentinas nunca lo había llevado a Ushuaia. Hasta ese día…

      Escala en Río Gallegos

      Lo cierto es que los pasajeros estábamos volando y disfrutábamos de un servicio de desayuno que no era opulento pero resultaba mucho más amigable que los que hoy ofrecen algunas líneas aéreas. El vuelo era estable, sin contratiempos. Y transcurridas dos horas y media de viaje, el comandante anunció que en minutos arribaríamos a nuestra primera escala.

      “Señores pasajeros, bienvenidos al aeropuerto de Río Gallegos. Estimamos la duración de esta escala en aproximadamente treinta minutos. Les solicitamos permanecer a bordo.” Era el tiempo que usualmente se empleaba en las escalas para el descenso y ascenso de pasajeros, carga de combustible y limpieza de la aeronave. Por suerte no había que salir de la aeronave.

      Pero a los pocos minutos hubo nuevos anuncios.

      “Señores pasajeros, informamos a ustedes que debido a las condiciones meteorológicas en la ciudad de Ushuaia, permaneceremos en esta escala por un tiempo indeterminado. Solicitamos que desciendan de la aeronave y aguarden en la terminal a la espera de novedades.”

      Recordando

      No era la primera vez que debería permanecer en este aeropuerto dotado de una las mejores pistas del país, pero con instalaciones que dejaban mucho que desear. En efecto, el único lugar para ver el tiempo pasar durante esa espera indefinida, era una humilde cafetería. Ahí mismo, allá por los años sesenta, aguardaba con mis familiares el obligado cambio de avión que nos llevaría a Ushuaia. La tediosa transición entre el plácido vuelo del Jet (Comet) al turbohélice (Avro) se hacía tras varias horas de frío, entre frazadas, valijas y el imborrable recuerdo de un intragable postre hecho con sémola, azúcar y leche, rociado con un ordinario vino tinto.

      Quizá, como ningún aeropuerto argentino, el de la capital santacruceña tenía el privilegio de constituir, desde los años sesenta y hasta entrados los noventa, lo que en la actualidad se definiría como un “hub”, es decir un centro estratégico de interconexiones aéreas, nacionales e internacionales.

      Su extensa pista podía recibir máquinas de cualquier envergadura y porte; por ello “Gallegos” fue desde hace mucho tiempo anfitrión de los elegantes Comet IV, el Caravelle y más adelante y con mucho orgullo, escala obligada del reabastecimiento del Boeing 747, que realizaba el vuelo transpolar desde Ezeiza hacia Oceanía y viceversa. Más adelante recibiría a los 707 de LADE y de Aerolíneas Argentinas, naves que continuarían su viaje hacia el aeropuerto de Río Grande.

      Por otra parte, el trimotor Boeing 727-200 de la empresa estatal sería el otro avión que recalaría de madrugada, un par de veces a la semana: se trataba de los “vuelos nocturnos” que despegaban del Aeroparque Jorge Newbery a las diez de la noche, con destino final Río Grande; servicios muy convenientes porque la tarifa tenía un cuarenta por ciento de descuento sobre el valor normal y no incluía comidas a bordo.

      Mientras pensaba en esas historias, se anunció el fin de la incertidumbre y el comienzo del nerviosismo. Los altoparlantes emitieron la orden de embarco y luego de tres horas de espera, debíamos volver a la aeronave. Esa sería una de las últimas veces que despegué de tierra santacruceña. La inauguración de los aeropuertos internacionales de Ushuaia y Calafate (provincia de Santa Cruz), más adelante, haría innecesaria la escala en “Gallegos”.

      En vuelo, otra vez

      Nadie que hubiera vivido la experiencia de aterrizar en la Base Aeronaval Ushuaia podía estar absolutamente tranquilo ante lo que le esperaba. Y nadie estaba exento de sufrir un proceso de somatizaciones que el cuerpo humano experimentaba y se asociaba, curiosamente, con cada una de las fases del vuelo. Las axilas se humedecían una vez que, luego de atravesar el Lago Fagnano, comenzaban las primeras maniobras de descenso. Los rostros


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