Revuelos. David Sergio Ricardo Pavlov

Revuelos - David Sergio Ricardo Pavlov


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el pánico que genera el interminable rodeo de aproximación que no podía eludir un pavoroso vuelo rasante por la ciudad, para que después, de golpe, apareciera la pista y al impactar el tren de aterrizaje contra el pavimento, todo el cuerpo humano acusara distensión abdominal, irreprimibles gases y por qué no, una contenida diarrea.

      Aun cuando un vuelo no hubiera tenido sobresaltos, hasta que el avión no frenara por completo no había modo de relajarse. Conservar la calma y la frialdad era solo admisible para los pilotos, quienes deberían resolver la difícil ecuación planteada a través de tres incógnitas muy variables, muy dinámicas: velocidad, tiempo y distancia. La resolución correcta era casi siempre una constante expresada en el sistema métrico decimal. En términos más coloquiales, la respuesta concreta a dicha ecuación estaba determinada por la cantidad de centímetros que faltaban para que la nave llegara exitosamente al fin de la pista.

      Y hablando de cálculos, el vuelo desde Río Gallegos hasta Ushuaia podía demorar en un jet entre cincuenta minutos y poco más de una hora, según las condiciones meteorológicas. Un cielo nuboso no implicaba un viaje turbulento, de hecho hasta ese momento el vuelo era muy tranquilo. Los promedios de duración del viaje se estaban cumpliendo de acuerdo a los valores habituales para esa ruta. Cada minuto, cada segundo trascurrido significaba menor tiempo de sufrimiento a bordo –y eso era oro–, porque observar la inconmensurable belleza del paisaje fueguino desde el aire es un privilegio, pero disfrutarla con los pies sobre la tierra, una bendición. Aunque fuera una percepción sensitiva y alejada de todo tecnicismo, me gustaba ese tipo de avión porque al tener los motores ubicados atrás, hacia ambos lados del fuselaje, la cabina se tornaba más silenciosa, además de que liberaba a los planos de vuelo de obstáculos, generando un viaje más estable, más confortable.

      Por fin el esperado anuncio se hizo oír. “Señores pasajeros, su atención por favor, informamos a ustedes que en minutos aterrizaremos en la ciudad de Ushuaia. Rogamos ajustar sus cinturones de seguridad y… no fumar.”

      Como mi asiento daba al pasillo no podía observar hacia abajo. Tampoco mucho más allá del horizonte; las formaciones nubosas lo impedían. Afortunadamente las amenazas de un vuelo agitado se iban disipando conforme el avión realizaba los giros habituales para el aterrizaje. Era lo que en términos aeronáuticos se conoce como virajes de aproximación. Esta serie de rodeos formaban parte de un protocolo, de una secuencia de procedimientos estandarizados para aterrizar en el viejo aeropuerto de la ciudad, rodeo que implicaba una gran vuelta por el Canal, el cordón montañoso y la ciudad, graduando la velocidad de descenso y la altitud de manera paulatina.

      Esta interminable vuelta, angustiante y plena de tensión, ¿podía ser más acotada, más directa?

      A sufrir, pero recordando

      La respuesta, afirmativa la vivencié unos años atrás, a bordo de un bimotor Fokker F27 de la Fuerza Aérea Argentina, cuando procedente de la ciudad de Río Grande, el piloto militar, fuera de todo protocolo, inicia el descenso directo y sin rodeos desde el sector montañoso, hacia la pista.

      Maniobra osada si las hay.

      Montada para el disfrute de los espectadores de un show aéreo pero no para los pasajeros que nos sujetábamos a los apoyabrazos del asiento como si fuera la baranda de un tobogán que desciende a un precipicio sin fin. Fue una operación sorpresiva, arrebatada, que demostró que la ley de gravedad se aplicaba a la nave que descendía vertiginosamente, pero no a los estómagos y vísceras que venciendo su inercia, presionaban nuestros esófagos y cuerdas vocales, ahogando toda posibilidad de que los pasajeros emitiéramos sonido alguno.

      ¿Volvería a ser pasajero de un vuelo cuya operación evadiera otra vez ciertos protocolos?

      A punto de aterrizar

      En otro giro inesperado, el avión se aleja de la cadena montañosa que rodea a Ushuaia y sobrevuela el Canal Beagle, para iniciar la etapa de aproximación final desde el sur hacia el norte por la cabecera identificada como 34, la que geográficamente está opuesta a la ciudad, la más alejada (ver gráfico 1). Fue una aproximación suave, relajada, liberada de tensionantes turbulencias y ráfagas cortantes. Se auguraba un aterrizaje exitoso, ya que no se percibían inquietantes alteraciones meteorológicas. A pesar de la densa masa nubosa, no hubo necesidad de operar bajo mínimos; los pilotos contaban con la seguridad extra que otorgaba volar con visibilidad, sin instrumentos. Llegaba el ansiado momento: un toque suave y en pocos minutos estaríamos abandonando el avión.

      Pero algo ocurrió.

      A volar de nuevo

      Una drástica aceleración impone potencia máxima a los motores para que el Fokker incremente la velocidad y la nave regrese, urgente, al aire. De pronto, a mi izquierda, veo pasar todas las instalaciones del aeropuerto, el Canal, la ciudad y las montañas, que desaparecían a medida que el avión, presuroso, ascendía.

      Silenciosos, angustiados, inquietos, la mayoría de los pasajeros experimentamos por primera vez una maniobra de escape (go around). Rutinaria, quizá, para un piloto adiestrado, pero no para las personas cuyos alientos se agriaron en una atmósfera cargada de enigmática tensión. ¿Quién puede mantener la sangre fría en momentos como ese?

      Ojalá los pilotos puedan, pensé en ese momento.

      Todavía faltaba padecer ese segundo intento de aproximación. En pocos minutos todos los sonidos que un avión genera al despegar y al aterrizar se manifestaron a bordo.

      Decolaje: rugido de aceleración, retracción de tren, contracción de slats.

      Descenso: disminución de velocidad, repliegue de flaps y tren abajo.

      Ardua tarea para quienes se encontraban en el cockpit. Todo allí adentro exigía absoluta precisión, concentración y decisión; no era momento para titubeos. Mientras tanto, en la cabina, los cinturones de seguridad apretujaban más que nunca los cuerpos de los tiesos pasajeros, que hasta ese momento protagonizamos sin querer, una película de suspenso. Pero todos, sin embargo, temíamos que este filme se convirtiera en uno de terror, cuyo monstruo no era una horripilante masa informe de cuerpo ceruminoso sino una superficie rectangular tan dura como el pavimento y tan limitada como la vida misma.

      Y apenas faltaban milimétricos segundos.

      Nuevamente la nariz del avión se dirige a la cabecera 34. La fase final del vuelo era lo suficientemente estable para que los comandantes no se distrajeran con imprevistas turbulencias y se concentraran en la pista, que ya estaba siendo acariciada por los neumáticos de la nave. A diferencia del primer intento, este segundo frenado parecía asegurado. Pero el avión se desplazaba a mucha velocidad hacia el otro extremo, hacia la cabecera 16. ¡El avión debía necesariamente detener su marcha! No había más que agua helada al finalizar el hormigón. Un terraplén sería la catapulta para enviarnos junto a las siempre hambrientas centollas del Canal.

      A mi izquierda observé que el hangar principal, el edificio de la Base Aeronaval, el área de estacionamiento, la terminal de pasajeros y el hangar del Aeroclub desaparecían de la vista muy rápidamente. El asiento del medio estaba vacío y en el de la ventanilla se ubicaba un adolescente que viajaba por primera vez en avión. Como si fuera una filmación en cámara rápida, al ver pasar todas esas instalaciones y con la seguridad de entender lo que ocurría, le dije al joven: “¡nos vamos al agua!”.

      Nunca supe si pudo entender lo que le expresé, lo cierto es que el avión todavía no frenaba y a la altura del quincho del Aeroclub se sintió un giro y un derrape. El Fokker se detuvo pero quedó en una posición incómoda. A partir de este momento todo sucedió en una secuencia de microsegundos. En primer lugar los pilotos apagaron los motores y se produjo de golpe un silencio sepulcral. Al estar sentado en la ubicación delantera veo que una de las tripulantes, presa de una crisis nerviosa, comienza a llorar. Empieza el griterío y el llanto de otras mujeres y niños. Desde el fondo de la nave se escuchó, de modo vehemente, una orden para mantener la calma.

      Evacuación de emergencia

      Solo se abrió la puerta delantera del lado izquierdo, ya que la que estaba situada sobre el ala había generado un vacío difícil de superar: el avión quedó colgado, con la trompa hacia abajo y el timón


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