Inclusiones. Nicolas Bourriuad
por Aristóteles (hylé, la materia pasiva, que recibe a morphé, una forma activa) y ha sido prolongada en todos lados, sobre todo en la estética de Schiller, para quien la forma representa el “principio espiritual” que viene a trabajar y a ordenar el material “amorfo”. Aunque hoy esta dualidad nos parece obvia, también se la puede percibir como el más sutil y el más pernicioso de los condicionamientos, como la contribución del arte al pensamiento binario sobre el cual se ha fundado la mecánica occidental de la dominación del mundo. ¿Dónde está la gallina, dónde está el huevo? ¿Cuál es la causa primera de esta cadena de oposiciones que ha terminado estructurando la casi totalidad de la vida humana y a la que los actuales trastornos climáticos nos obligan a responder disolviendo estas oposiciones con una visión relacional e inclusiva del mundo? Lo que aparece con claridad es que la materia, la “naturaleza” descalificada como “entorno”, la mujer, el salvaje, el pobre y todos los individuos fuera de norma deben someterse a la voluntad del principio activo, aceptar esta condición de soporte donde vienen a estamparse el adoctrinamiento y la sujeción. El hylé y la morphé, he aquí la fórmula algebraica del sometimiento inscripta desde hace dos mil años en la teoría del arte occidental.
¿Cuál es el efecto mayor del antropoceno, si no esta toma de conciencia? Nos corresponde a nosotros, después de haber reducido el mundo al estado de un gran almacén de objetos, repoblarlo con sujetos activos que estén dotados de derechos. Como la noción de sujeto se ha construido en Occidente sobre una serie de exclusiones, hoy se trata de extenderla y de diseminarla: pues, como ha escrito Anselm Jappe, “la forma-sujeto es de origen masculino y se formó sobre el modelo de vínculo jerárquico entre alma y cuerpo, espíritu y naturaleza, forma y materia, como lo indica la etimología de la palabra materia: mater, madre”. (6) El sujeto occidental se ha formado a partir de una gleba indiferenciada, constituida de una cantidad de no sujetos, demasiado “naturales” para verse integrados. En 2008, Ecuador fue el primer país del mundo que reconoció a su ecosistema como una entidad política, cuyo derecho “a existir, persistir, mantener y regenerar su ciclo vital” fue inscripto en la Constitución. Nueve años más tarde, en Nueva Zelanda, una votación del parlamento le atribuyó al Whanganui, un río sagrado para los maoríes, el estatuto de persona jurídica. La nueva clasificación de los no humanos como sujetos de pleno derecho (en otras palabras, su paso de la materia a la forma, de la cosa a la persona) es uno de los mayores desafíos del antropoceno: el pensamiento orientado al objeto, esa corriente filosófica que hemos podido celebrar como una saludable crítica al antropocentrismo, puede percibirse también como un caballo de Troya de la cosificación, (7) como una preparación mental para una nueva fase de abordaje del planeta, en el momento en que la multiplicación de la cantidad de personas o de sujetos jurídicos parece la prioridad absoluta. El arte contemporáneo (que, no obstante, se presenta a priori como la confrontación entre un objeto y un sujeto humano) constituye en la actualidad un laboratorio de la materia porque ya no se limita a explorar los procesos mediante los cuales los humanos se ven transformados en cosas o en datos, sino que inventa unos puntos de pasaje entre diversos sistemas del ser y distintas formas de vida.
Con este libro, me gustaría contribuir al surgimiento de una estética inclusiva que requiera un aprendizaje de la mirada y que surja, finalmente descentrada, en el seno de un universo plurivalente donde se incluya a los no humanos. Basada en una visión amplificada de la antropología, esta estética ratificaría el final de los binomios que estructuran el pensamiento predador de Occidente y apuntaría incluso a su completa disolución. En esta estética inclusiva, formas y materias constituyen una suerte de cooperativa, tal como sucede entre el ser humano y lo que se denominaba antes, no sin desdén, su entorno. El pensamiento y el discurso artístico en particular no pueden limitarse más a esa posición “crítica” a la cual se los quiere reducir. En lugar de reaccionar ante las formas, las imágenes o las ideas con las herramientas que hemos heredado, se ha hecho necesario elaborar nuevos útiles. Y, desde esta misma perspectiva, hace falta que a todas las especulaciones sobre la estética humana les sumemos las presas que construyen los castores, la polinización de las abejas o la abstracción de las mariposas... Si estas últimas componen orgánicamente unas formas en sus alas, mientras que el ser humano externaliza las formas y las proyecta delante de él, ¿no se trata de una simple diferencia de medios? Este método antropológico, en la órbita del pensamiento de Claude Lévi-Strauss y de quienes prolongaron sus ideas, se niega a considerar al ser humano como objeto porque un objeto solamente existe en la esfera de lo útil; a la inversa, considera al mundo como un sujeto y dialoga con las moléculas que lo componen, con las mareas y los vientos, con formas de la vida social como los algoritmos y el silicio... Esta antropología extendida, de la cual el artista bien podría ser el piloto de pruebas, asume el hecho de ser tan ambigua como lo es el término antropoceno: en los dos casos, lo humano se resume en sus efectos.
Partiremos, así y todo, del postulado de que la actividad artística es pasible de una reflexión inclusiva: en vez de entenderla como una excepción puramente humana frente a una naturaleza considerada como mero decorado, veámosla como una variante intensa en el conjunto de los signos que se emiten en este planeta, estudiémosla como si fuera el caso particular de una producción general que, por razones ideológicas, el mundo occidental ha relegado a un segundo plano. Para ello, volvamos al término del cual deriva la palabra “arte”, el latín ars que conservó largo rato dos significados hoy disociados: ars, según Erwin Panofsky, “indica la capacidad consciente e intencional de producir objetos [...] de la misma manera que la naturaleza produce fenómenos [...]. En ese sentido, la actividad de un arquitecto, de un pintor o de un escultor podía, en pleno Renacimiento, definirse aún como arte de igual modo que la actividad de un tejedor o de un apicultor”. (8) Reconciliar el objeto y el fenómeno, el pintor y el apicultor, es una de las ambiciones de este libro. No obstante, lejos de preconizar un simple regreso a un arte y un pensamiento precapitalistas, trataré de mostrar que se preparan nuevas síntesis y que es posible extraer de ellas la esencia de una nueva Modernidad. En sus desarrollos más recientes, el arte contemporáneo ha seguido una evolución paralela a la de la antropología, ampliando y abriendo su punto de vista al mundo no humano. Numerosos artistas se consagran a representar o manipular las estructuras elementales de lo viviente y los componentes atómicos de los objetos sociales, haciendo que la brecha de visibilidad máxima, el contraste entre lo molecular y lo molar, sea el hecho estético más notable del siglo XXI. Para tomar un ejemplo bien actual: una epidemia constituye el paradigma de esta brecha máxima porque hace que convivan unas partículas que son invisibles a nuestros ojos con unos objetos macizos provocando, en la esfera humana, en los grupos de animales o en la atmósfera, perturbaciones visibles desde un satélite.
En el seno de la catástrofe climática, el arte podría construir un modelo alternativo y una inspiración para las actividades humanas. Para persuadirse de ello, bastaría dar un paso al costado, en dirección a aquellas sociedades calificadas de “primitivas” que han integrado la actividad artística a su funcionamiento cotidiano. Bastaría observar cómo en Japón los arreglos florales, la cocina, la degustación del té o la forma de poner la mesa constituyen formas de arte. O recordar que en India “la pintura y la escultura constituían una sola y misma categoría de arte junto con la cocina, la brujería y la cría de caballos”. (9) O, en su defecto, dar un paso hacia atrás, en dirección a las cavernas donde se originaron las manifestaciones iniciales de la especie humana: el arte prehistórico, espejo del caos de los orígenes (la cueva representa el mundo en un estado inacabado, incompleto) y prueba de una cohesión con la vida animal que presenta rasgos de totemismo. La catástrofe ecológica nos conmina hoy a replantearnos el espacio que nuestras sociedades le han asignado al arte. La creatividad, el espíritu crítico, el intercambio, la trascendencia, el vínculo con el Otro y con la Historia, todos valores intrínsecos a la práctica artística resultan también vitales para el futuro de la humanidad. Tenemos necesidad del arte para darle sentido a nuestras vidas, algo que no nos proporciona el sistema bancario. Tratando de desplegar algunas de las figuras estéticas que flotan en el capitalismo planetario, este libro intenta, a la vez, describir los retos de la actividad artística en tiempos del capitaloceno y abogar para que se la reconozca como una necesidad vital.
1 Emanuele Coccia, La Vie des plantes. Une métaphysique du mélange, París, Rivages, 2016,