Inclusiones. Nicolas Bourriuad
intercambios es, en primer lugar, la realidad material, el peso de lo vivo concreto y singular: dicho de otra manera, esos seres humanos sin trabajo, esos bosques mal ubicados, esas banquisas en las cuales no crece nada comerciable. Los elementos que estropean el cuadro ideal descripto por Bill Gates son también unos elementos sin valor en términos de mercancía (líquidos, polvos, gases, fluidos, minerales, insectos, plantas, escombros, filamentos), elementos que forman los componentes básicos de nuestro medio ambiente y que el arte de este comienzo de milenio ha vuelto a poner en primer plano. A fuerza de representarnos el mundo como un depósito de mercancías o como un torbellino de hechos sociales o culturales, hemos olvidado que estaba dotado de una realidad viviente. Al objeto, al producto, a la cosa, los artistas de nuestra época anteponen la química y la física. A la ilusión de un mundo “virtual”, el artista responde con una forma de trazabilidad, mostrando la materialidad de las infraestructuras de comunicación, el origen de los componentes de una imagen en una pantalla táctil, la lógica concreta de las formas producidas por la economía digital. Uno de los principios mayores de la estética actual es la conexión de esos diferentes planos que las representaciones oficiales estiman separados, la creación de circuitos que ponen en contacto distintos niveles de realidad, acercando unas esferas que, en el imaginario común, se hallan alejadas unas de otras. Trabajar con arañas, como lo hace Tomás Saraceno, es un ejercicio de traducción: una de sus obras, Sounding the Air, es un instrumento de música hecho con filamentos de tela de araña que traduce en frecuencias sonoras los cambios de temperatura o la presencia de los visitantes.
La crisis climática revela una paradoja: cuanto más aumenta nuestro impacto colectivo sobre el planeta, menos capaz se siente el individuo de producir efectos en sus alrededores. Las consecuencias (comprobadas y masivas) de las actividades humanas parecen, de esta manera, caer del cielo ya que nuestro estado de dependencia con respecto a unas entidades abstractas, invisibles y lejanas nos ha desacostumbrado a interactuar con el medio en el que vivimos. Para abrir la puerta de un coche recurrimos a una ayuda electrónica, para mantener caliente nuestro hogar dependemos de la extracción de materias fósiles en la otra punta del mundo. Medio ambiente e infraestructura están, por cierto, a punto de fusionarse, y en esta abstracción en marcha, piloteada por una tecno-estructura robotizada, el ser humano no es más que una variable de la cual podríamos fácilmente prescindir. Se podría definir entonces nuestra nueva era geológica como un período de crisis de la escala humana: subordinados a un sistema económico que está animado por unos algoritmos que efectúan operaciones a la velocidad de la luz (el “high-frequency trading” representa casi la totalidad de las operaciones financieras en los Estados Unidos), los seres humanos se han resignado a convertirse en los pilares de una economía en el seno de la cual la talla humana ya no tiene peso. Esta situación contribuye a la emergencia de una nueva forma de coalición política que reúne al conjunto del mundo viviente, el cual se encuentra, de ahora en más, bajo la amenaza de un sistema claramente independiente de la sociedad civil. El término capitaloceno parece revelador: los habitantes del mundo globalizado se ven empujados a renegociar los términos de su presencia en el mundo con el conjunto de lo viviente, pero asimismo con sus propias criaturas tecnológicas. “En el proceso de competencia mundializada”, escribe William Leiss en el año 1972, “los seres humanos se vuelven los servidores de los instrumentos que ellos mismos han fabricado para establecer su dominio sobre la naturaleza”. (12) El antropoceno implica nuevos parámetros: una reevaluación de nuestros vínculos con ese conjunto de fuerzas con el que cohabitamos.
No resulta anodino que, más de treinta años después de su aparición, Internet albergue hoy más actividad maquinal que humana. En sus inicios imaginábamos a esta red mundial como una herramienta de liberación de la información, un generador de convivencias y de saberes. Pero los servidores publicitarios, los chatbots y los algoritmos que tratan nuestros datos personales representan hoy la parte mayoritaria de un espacio en el seno del cual el animal humano, acosado, se ve reducido a esas “informaciones” que constituyen el peso económico de su presencia en la red. Cuanto más se agotan los recursos naturales, más se estrechan las redes en un aparato de dominación en cuyo interior, como en el mundo de la empresa del cual copia la lógica, el individuo se convierte en un “recurso humano”. Aquí está él, en este nuevo paisaje relacional, ocupando la categoría de los combustibles fósiles, de los animales que se utilizan como ganado, del agua de los océanos o de la luz del sol: la categoría de una materia prima. Sean producidas industrialmente o consideradas como “naturales”, las cosas reflejan la realidad humana, a veces más que los mismísimos humanos, porque a estos les cuesta mucho existir fuera de las redes o de los acontecimientos entre los cuales se ven atrapados o, mejor dicho, reducidos: reducidos al estatus de fuerza de trabajo intercambiable, subordinados a una máquina o una plataforma informática, a su condición de consumidores controlados por algoritmos. Karl Marx llegó a reflejar el advenimiento de este rol de apéndice de un sistema controlado por máquinas: lo hizo al describir una fábrica automatizada como un “monstruo mecánico que, con enormes miembros salientes, colma edificios enteros; su fuerza demoníaca, disimulada ante todo por el movimiento cadencioso y casi solemne de sus miembros enormes, estalla en la danza febril y vertiginosa de sus innumerables órganos operativos”. (13) La imagen empleada por Marx, la de un organismo monstruoso y danzante, evoca las descripciones recientes de Gaia: el planeta como ser vivo, como sistema psicológico dinámico. (14)
El control del tiempo de vida en manos de este monstruo tentacular (que Marx llamará también “el autómata”) resulta tan elaborado como su dominio del espacio: el productivismo se traduce, ante todo, en una nueva forma de distribuir el tiempo, los horarios y las cadencias. El antropoceno hoy nos permite pensar en el abismo que se ha profundizado con los ritmos naturales. Entre la duración inmemorial y la explosión, entre lo geológico y lo descartable, el entorno en el cual evolucionamos revela ahora la dimensión temporal del espacio humano y un marco natural moldeado por el mito de la aceleración. Según John Zerzan, esto se remonta a la prehistoria: “El tiempo como materialidad no es inherente a la realidad, sino un hecho cultural, tal vez el primer hecho cultural impuesto a la realidad”. (15) Lo que llamamos entorno ambiental se constituye tanto de ritmos (artificiales) como de seres vivos. Creemos haber vivido en un museo donde éramos los curadores (y, por cierto, nos preocupábamos poco del estado de las reservas), pero ahora nos encontramos subidos al escenario con una obra teatral escrita por un misterioso colectivo, espectadores de los vuelcos y los giros de una trama hecha de desapariciones y de apariciones, de erosiones lentas y extinciones bruscas.
10 Andreas Malm, Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, Nueva York, Verso, 2016.
11 Véase Jonathan Crary, 24/7. El capitalismo al asalto del sueño, Barcelona, Ariel, 2015.
12 William Leiss, The Domination of Nature, Nueva York, Braziller, 1972; citado por Jopseh Kosuth en Le Jeu du dicible, París, Beaux-Arts de Paris éditions, p. 105.
13 Karl Marx, Le Capital, París, La Pléiade, NRF, 1965, pp. 925-926; trad. esp.: El Capital. Economía 1, México, Siglo XXI, 2002.
14 James Lovelock, Las edades de Gaia. Una biografía de nuestro planeta vivo, Barcelona, Tusquets Editores, 1993.
15 John Zerzan, Futur primitif [1994], París, Éditions À Couteaux Tirés, 1998, p. 49; trad. esp.: Futuro primitivo y otros ensayos, Valencia, Numa, 2001.
2. El arte como energía durable: teoría de la fuerza de propulsión
Aby Warburg, historiador del arte, fue el fundador de la iconología moderna; Claude Lévi-Strauss, etnólogo, fue el fundador de la antropología estructural. Y los dos fueron grandes pensadores de la distancia. Sus respectivos trabajos son también una prueba de cierto pesimismo en lo que atañe a la globalización y de una visión catastrofista de la promiscuidad global que ha aportado el