Inclusiones. Nicolas Bourriuad
esa masa de informaciones y de objetos, las estrategias de postproducción (25) desarrolladas por los artistas a partir del siglo pasado encuentran hoy una materia más directamente política, por medio de la noción de desarrollo durable y de los principios éticos que todo esto origina: la recuperación y el reciclado. Las instalaciones de Thomas Hirschhorn, que reúnen masas colosales de documentos en torno a un tema o un autor determinados, dentro de contextos que asimismo están hechos de materiales recuperados, constituyen el paradigma del archivismo sublime. Pero este se apoya en una paradoja más y más amenazadora: al mismo tiempo que una tormenta de imágenes se apodera de las redes sociales, que unos tsunamis de productos culturales entran y salen de los depósitos de Amazon, la obra de arte sobrevive desde hace algún tiempo en zonas secas, incluso desérticas. Por un lado, un enjambre de imágenes o de objetos; por otra parte, la baja intensidad de las respuestas que les dirigimos. Porque si existe hoy un área de escasez, una mercancía que se ha vuelto rara, es la mirada activa de los seres humanos frente a las formas artísticas: esa mirada que, porque responde, hace que exista la obra de arte.
Como un efecto de esta superproducción general, la noción de polución domina cada vez más el imaginario contemporáneo. Nos rodea una densa capa de smog visual, una bruma de apariencia tóxica constituida de una masa exponencial de imágenes. En la imaginación del siglo XXI, los productos culturales tienden a formar un estrato autónomo, como las aglomeraciones de plástico que invaden los océanos. Esta manía de la polución se traduce por medio de extrañas concepciones de los lazos interculturales, como lo prueban los recientes debates sobre la “apropiación cultural”, expresión que lleva a la idea de una cultura “pura” que revelaría una identidad esencializada. La ideología occidental, basada en la propiedad privada y el binarismo, irónicamente ha encontrado cómplices en las prácticas artísticas identitarias: usando el concepto de “apropiación cultural” se tiende a negar la circulación de las ideas y de las formas, en nombre de una ética del derecho al uso exclusivo, y se valida, por lo tanto, el indicador ideológico del capitalismo so pretexto de denunciar las derivas neocoloniales. Estos debates recientes vinieron a ocultar una relación de poder fundamental, la del ser humano sobre el conjunto de los no humanos. Más grave aún, estos debates obstruyen cualquier intento de reflexión en torno a un ecosistema global en el cual el intercambio equitativo primaría sobre la propiedad privada de los elementos culturales o naturales. Con estas discusiones bizantinas percibimos hoy los límites de un diálogo artístico que se ha vuelto autárquico; quiero decir, sin lazo exterior alguno con lo humano, separado de todo cosmos, para emplear la terminología de Warburg. Como respuesta a la globalización económica, el arte se ha focalizado desde fines del siglo XX en la cuestión del poder, de las normas y de las diferencias culturales, que lamentablemente desembocan en discusiones entre grupos humanos cada vez más segmentados. Rechazando todo lo que, de lejos o de cerca, podría parecerse a un universal, se llegan a considerar las especificidades culturales como propiedades privadas y se silencia, además, la posición dominante de la especie humana sobre el conjunto de todo lo existente. El antiuniversalismo aparece aquí como el último refugio del humanismo clásico: sólo un verdadero interseccionismo, operando entre estas luchas sectoriales, constituiría una alternativa creíble.
Un planeta donde el menor espacio parece haber sido tocado por la humanización, una producción masiva de objetos cuya obsolescencia ha sido programada, unas culturas que colisionan con promiscuidad: de esta situación inédita, el arte tiene que aprender a extraer esa energía diferencial evocada por Lévi-Strauss, la chispa de un choque entre dos piedras. La antropología nos recuerda, de hecho, que el arte no es la presentación de una cultura, sino “también una guía, un modo de instrucción [...] de aprendizaje de la realidad ambiente”. (26) Lévi-Strauss toma un ejemplo simple: después de los grandiosos paisajes sobre los cuales se recortaban las figuras humanas de la pintura clásica, los pintores impresionistas escogieron los paisajes del suburbio, “un campo, unas casas simples, algunos árboles débiles” y se concentraron en “el aspecto fugitivo de las cosas”, algo opuesto a esa sensación de permanencia que se experimenta en el arte de los siglos precedentes. Es la pintura de una sociedad que ha aprendido a renunciar a cierto marco de vida, explica Lévi-Strauss. Poco después, las pinturas cubistas mostraron nuestra “coexistencia con los productos de la industria humana” y pintaron un mundo “totalmente ocupado por la cultura y los productos de la cultura”, (27) antes de que el arte abstracto manifestara la necesidad de evadirse fuera de las coordenadas espaciales más frecuentes. Claude Monet, con sus encuadres aleatorios y sus series, fragmentando los paisajes, pasando diversas horas del día delante de ellos como una suerte de instrumento óptico, forma parte de esa generación de artistas que prefigura la posibilidad de una mirada no humana sobre el mundo. Con Les Nymphéas [Los nenúfares] nos encontramos en medio de un espacio pictórico que prescinde del punto de vista humano. En la actualidad, Gerhard Richter, pasando indiferentemente de la abstracción al hiperrealismo como un microscopio en regulación perpetua, es el heredero de esta estirpe de artistas que resolvió su vínculo con el mundo por intermedio de la máquina y que tradujo su horror a la promiscuidad con un renunciamiento a la mirada. Ahora bien, ¿cómo describir las relaciones que los artistas mantienen en la actualidad con el mundo exterior? ¿Por medio de qué dispositivos nuevos perciben ellos su medio social?
Para empezar, la geografía del capitaloceno se caracteriza por ser exhaustiva, por primera vez en la historia. Es una imagen sin zona, borrosa, pixelada por los satélites, conocida y registrada hasta la última piedra. Ya en 1932, cuando el proceso no había llegado a su término, el poeta Paul Valéry reflexionaba acerca de las consecuencias de esta anexión total del planeta que llegó a efectuar la administración humana. Dado que marca una época, voy a citar el pasaje en su integridad:
Toda la tierra habitable ha sido ya, en nuestros días, conocida, inventariada, compartida entre las naciones. Ha finalizado la era de los terrenos baldíos, de los territorios libres, de los lugares que no pertenecen a nadie y que, por lo tanto, era la época de la libre expresión. Ya no hay una sola piedra que no ostente una bandera; ya no hay agujeros en los mapas, ni regiones sin aduanas o sin leyes, ni tribus cuyos asuntos no engendren algún legajo y no dependan, por los maleficios de la escritura, de diversos humanistas sentados en sus lejanos despachos. Ha comenzado el tiempo del mundo finito. Lo que ahora viene es el relevamiento general de los recursos, la estadística de la mano de obra, el desarrollo de los medios para relacionarse. (28)
Este movimiento general prolonga el proyecto colonial diseminándolo, pues ahora es asunto de todos, y trae la pérdida definitiva de otros lugares bajo el embate de la estandarización “humanista”. Nuestro siglo XXI se ve confrontado a los efectos del “mundo finito”, a tal punto que su geografía está siendo modelada por una fuerza gigantesca: la densidad. La superpoblación humana crea, de este modo, nuevos “pliegues” en los ecosistemas, causando convivencias y colisiones inéditas. Con la deforestación, pone en contacto a unos animales salvajes con unos criadores domésticos, lo que ofrece nuevas cadenas de transmisión a un virus devastador. Y la epidemia de la Covid-19, que ha instalado la “distancia social” como consigna mundial, es simultánea al control de nuestro espacio relacional, capaz de recomponer la ciudad contemporánea de acuerdo con su lógica. Observemos que esta generación de artistas, que en los años noventa se amparó de la esfera de las interacciones humanas a modo de matriz formal, anticipaba sin saberlo varias problemáticas que hoy se han reactualizado con la catástrofe climática. La ocupación racional de ese “mundo finito”, pura superficie a explotar, se basa en la competencia de todos contra todos, la que ocurre en paralelo a la desaparición de los espacios comunes en la urbe: las rejas que impiden que los indigentes accedan a los parques, las barras o los pernos que se colocan en los bancos públicos con el fin de impedir toda clase de descanso prolongado, el mandato a permanecer en los hogares. Como el plan de ocupación del “mundo finito” no comportaba más zonas intermediarias ni reservas, esta lógica de la densidad tiene el efecto secundario de pulverizar los signos culturales en la superficie del planeta. De este modo, uno se puede creer en México estando en pleno París, uno puede sentirse en China estando en determinado barrio de Nueva York o puede pensar que está en Austria mientras asiste a un tifón porque los sitios ya no están atados a unos territorios físicos: son indicadores culturales susceptibles de honrar a cualquier territorio. Las culturas se replantan en todas partes de la Tierra, bajo unos