Mañana morirás. Mayer Gina

Mañana morirás - Mayer Gina


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y dos eran gordas. Pero Marilyn, la diosa, el símbolo sexual, no era gorda sino perfecta. Pero aquellos eran tiempos pasados, por desgracia. Al igual que ese ideal de belleza. Y Marilyn Monroe estaba muerta.

      Sophia se bajó los jeans. Pero estos no se deslizaron suavemente por sus caderas como los pantalones entubados que Luzie acababa de quitarse; tuvo que “pelarlos” de sus muslos y sus pantorrillas como la piel de una salchicha. Luzie se sacó la blusa por la cabeza y la colgó del perchero. Y solo entonces empezó a buscar la camiseta en el interior de su morral. Estaba en ropa interior, pero aun así se tomó todo el tiempo del mundo para aquella búsqueda. Y bien podía tomárselo, pues tenía un cuerpo tonificado, bronceado e increíblemente esbelto.

      Pero el asunto era muy distinto en el caso de Sophia. Ella tenía que apresurarse, quitarse los jeans y ponerse la sudadera inmediatamente para que las demás no alcanzaran a ver sus piernas blancas y flácidas.

      —¿Lista? —preguntó Emily entonces.

      —Un segundo —respondió Sophia y sacó la chaqueta de la sudadera.

      Después se puso roja al darse cuenta de que no le había preguntado a ella, sino a Luzie. La época en que Emily la esperaba se había acabado.

      —Lista.

      Luzie se apresuró, se vistió, agarró la botella de agua y corrió al gimnasio con Emily sin siquiera volverse a mirarla.

      —Marilyn Monroe era talla cuarenta y dos —murmuró Sophia.

      Y se sobresaltó cuando alguien se rio detrás de ella.

      Britta.

      Britta era bajita, flaquita y pecosa, y usaba retenedor, aunque ya tenía dieciséis años. Y llevaba años tratando de hacerse amiga suya, pero lo último que Sophia necesitaba era una amiga menos popular que ella.

      —Es una leyenda —dijo Britta.

      —¿Qué? —preguntó Sophia.

      —Eso de que Marilyn Monroe era talla cuarenta y dos. No es cierto. Era treinta y ocho.

      —Mentira —dijo Sophia, insegura.

      —Treinta y ocho ya es un montón. Es decir… para una actriz. Hoy sería impensable. Gordísima —dijo Britta antes de salir.

      Era su venganza porque Sophia no la había invitado a su cumpleaños. Pero eso no era ningún consuelo. Marilyn Monroe era talla treinta y ocho.

      El silbato del profesor Baumgart resonó en el gimnasio y las suelas de goma rechinaron en el piso. Sophia habría querido ponerse a llorar.

      Después de la clase de Educación Física seguía el recreo. Enseguida Física. Mal. Pero al menos no tenía que cambiarse para eso.

      Sophia salió del gimnasio apresuradamente, con el morral de deportes bajo un brazo y el de los cuadernos bajo el otro. Se sentía asquerosa, como siempre después de Educación Física, porque nunca se duchaba sino que simplemente se secaba el sudor. Luego se echaba desodorante, y listo.

      No había que mirarse al espejo. Solo había que salir. Y atravesar el patio central con la cabeza gacha.

      —¿Sophia?

      Ella se detuvo, miró alrededor y se encontró con puras caras desconocidas.

      —¿Eres Sophia Rothe?

      Un hombre joven se le acercó. Era un chico bastante apuesto que le resultaba conocido. Pero no sabía de dónde.

      —¿Qué pasa?

      —Soy Felix. Amigo de tu hermano. Nos conocimos hace poco, en el partido de bádminton.

      Ah, claro. Felix. El compañero de bádminton de su hermano. Había jugado contra Moritz en la final del torneo del fin de semana. Y había ganado Moritz, por supuesto. Moritz ganaba siempre.

      —¿Dónde está? —preguntó Felix.

      —¿Quién?

      —Tu hermano.

      —Ni idea. En casa, supongo.

      —¿En casa? Pero… él estudia en este colegio. Eso me dijo el domingo.

      —Estudiaba. Como ya presentó las pruebas escritas, no tiene clases. Mañana presenta las orales.

      Felix se dio una palmadita en la frente.

      —¡Qué idiota! Claro que me lo dijo. Bueno, tal vez tú puedas ayudarme.

      —¿Qué necesitas?

      Con el rabillo del ojo, Sophia vio que Luzie y Emily acababan de salir del gimnasio. Sintió sus miradas. Cómo miraban a Felix. Cómo la miraban a ella y de nuevo a Felix. Y supo perfectamente lo que pensaban: “¿Quién es ese, y qué diablos hace con ella?”. Le hacía bien sentir esas miradas. Y habría querido quedarse así mucho tiempo, hasta que todo el equipo de voleibol hubiera pasado por su lado.

      Felix rebuscó en su morral y sacó un llavero.

      —Toma. Lo encontré esta mañana entre mis cosas de deporte. ¿Es de tu hermano?

      Las llaves. Moritz las había buscado por todas partes. La llave del edificio, la del apartamento, la de la taquilla, la de la bicicleta; las tenía todas en el llavero que no encontraba desde el domingo. Su papá había llamado ya a un cerrajero para que fuera a cambiar las guardas, lo cual habría costado un dineral. Pero no las habían cambiado aún, por fortuna.

      —No tengo ni la menor idea de cómo fue a parar allí su llavero —dijo Felix—. Tal vez se equivocó de morral, pues el mío estaba al lado.

      —Seguramente se alegrará de saber que lo tienes tú. ¿Lo llamaste?

      —Tiene el celular apagado. Por eso vine directo al colegio. Qué tonto. Pero qué bueno que me encontré contigo.

      —Espera.

      Sophia sacó el celular del morral y llamó al teléfono de la casa. Moritz contestó después de que timbrara unas ocho o nueve veces. Sonaba dormido; probablemente lo había despertado. “Qué envidia”, pensó Sophia. A solo un día de los exámenes orales y no hace más que dormir, como si nada. Ella, en cambio, llevaría horas sentada al escritorio, estudiando, echando humo por la cabeza, para luego sacar malas notas de todos modos.

      —¿Qué pasó? —preguntó su hermano, un tanto irritado por la llamada.

      —Te necesita la Policía —dijo Sophia antes de pasarle el celular a Felix.

      —Tu hermano estaba muy aliviado —le dijo Felix a Sophia después de haberle comunicado la buena noticia a Moritz—. Qué suerte que no hubieran cambiado aún las cerraduras. —Le entregó el llavero—. Dale muchos saludos a tu hermano de todos modos. Pasado mañana lo veré en bádminton.

      —Claro.

      —Supongo que tienes clase ahora.

      —Física. —Sophia hizo una mueca—. Mi materia favorita.

      Felix se rio.

      —A mí tampoco me gustaba. Pero es una lástima, estoy libre ahora por la mañana. Te habría invitado a un café o algo…

      —A las diez y veinte tengo una hora libre —se apresuró a decir Sophia, y la sangre se le subió a la cara antes de terminar.

      Se puso rosada, roja, morada. “Cómo se puede ser tan tonta”, le oyó decir a Emily, aunque ya no estaba por allí. Durante el poco tiempo que habían sido amigas, Emily le había explicado las cinco reglas más importantes del arte de coquetear. La primera era no dar nunca (nunca, nunca) el primer paso. Las otras cuatro se le habían olvidado. Y no las necesitaba, pues ya lo había estropeado desde el principio.

      Vio que Felix dudaba; seguramente estaría pensando en cómo zafarse.

      —No te preocupes —dijo Sophia, aunque él no había dicho nada—. Era solo una idea. Y ahora sí tengo que irme.

      Pero


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