Mañana morirás. Mayer Gina
horrorizado—. ¿Qué te pasa?
—Nada. —Empujó hacia atrás el asiento y se levantó abruptamente—. No tengo hambre, lo siento.
Y se largó.
Moritz, su hermano mayor. Adondequiera que ella fuera, él ya había estado allí. Y le alumbraba el camino, cual modelo reluciente.
“Yo le di clases a tu hermano”, decían los profesores al comenzar el año, encantados, al leer su apellido en la lista. “¿Eres la hermana de Moritz? Es un gran deportista”, había dicho el entrenador de bádminton. Hasta el odontólogo lo conocía y hablaba de sus dientes impecables. “Puedes aprender mucho de él”, decían. No directamente, pues todo el mundo sabía que no se debía comparar a los hermanos. Pero lo decían sus rostros. Y sus comentarios decepcionados cuando la habían conocido un poco mejor. “Son distintísimos, tu hermano y tú”. “Así es”, decía Sophia.
El mundo entero adoraba a su hermano, menos ella. “Las cosas serían más fáciles para mí si él no estuviera”, pensaba con frecuencia. Y añoraba el día en que él se fuera finalmente de la casa a la universidad.
Sin embargo ahora, después de haber conocido a Felix, se lamentaba de tener tan poco en común con Moritz. Si se hubieran entendido mejor, habría podido preguntarle por su amigo. Quería saberlo todo. Cómo se habían conocido, si eran solo compañeros de bádminton o también amigos. Dónde vivía, qué le gustaba comer, si realmente tenía seis hermanos y qué hacía aparte de jugar bádminton. Si tenía novia. Eso era lo que más le interesaba, por supuesto.
Pero tal como estaban las cosas, no tenía ningún sentido preguntarle. Él se limitaría a sonreír despectivamente. “Olvídate, Sophia. Es demasiado grande para ti. O demasiado pequeño… dadas tus dimensiones”.
Felix. Felix. Felix. No podía pensar en nada más. “Llámame”, pensó melancólicamente. “¡Por favor! Aunque no sientas nada por mí. Podríamos ser amigos”. Con tal de estar cerca de ti…
Sacó el celular. Ningún mensaje nuevo, ninguna llamada perdida. Felix no tenía su número, pero podía pedírselo a Moritz. Su mirada se posó en la postal que había pegado en la pared sobre el escritorio. Marilyn Monroe. Talla treinta y ocho, no cuarenta y dos. “Gordísima”, le oyó decir a Britta una vez más. Entonces se empinó, arrancó la postal y la arrojó a la basura. Después encendió el computador. “Felix”, escribió en el buscador de Google. Y borró las letras. No tenía sentido. Ni siquiera sabía cuál era su apellido.
¡Ding! El notificador del correo electrónico le mostró siete mensajes sin leer, y el corazón le latió apresuradamente. Tal vez Felix le había enviado uno. Eso no se le había ocurrido sino hasta ahora. Pero la idea no era absurda. La dirección electrónica de Moritz y la de Sophia se diferenciaban solo por el nombre. Si Felix conocía la de su hermano, también conocía la de ella.
Abrió la bandeja de entrada. Publicidad, publicidad y más publicidad. Un mensaje del director del coro con las nuevas fechas de los ensayos. Solicitudes de amistad de Facebook. Un mensaje sin asunto y sin remitente. “Basura”, pensó Sophia. “¿O Felix?”. Aunque él no tenía ningún motivo para enviarle un mensaje anónimo. En todo caso, los dedos le temblaban tanto que tuvo que dar tres veces clic en el mensaje para poder abrirlo.
De pronto, tuvo la sensación de que Felix estaba allí a su lado, mirándola, con la cabeza ligeramente inclinada, y el cuerpo volvió a llenársele de aquella calidez. Entonces leyó el mensaje. Una vez. Dos, tres veces. Sin entender nada. Y volvió a leerlo hasta que las palabras penetraron finalmente en su cerebro. Ahora ya no sentía calor sino frío, tanto que tiritaba.
Tenía que ver con Sarah, sin duda. Con lo que le habían hecho a Sarah. “¡Pero si yo no fui!”. Todo había sido idea de Emily. Las demás le habían seguido la corriente. Todas, incluida ella. Y quienquiera que hubiera enviado aquel mensaje lo sabía.
“¡VEN YA MISMO A COMER!”, grita mamá. Ella puso la mesa: tres platos, tres vasos y cubiertos, pero solo en un plato hay un pan con paté, y en un vaso hay jugo; eso es para mí.
Mamá y papi comen la comida que él trae, pues papi necesita algo decente después del trabajo, pero mamá no sabe cocinar. No sabe cocinar porque no quiere. Una vez hizo un puré de papa con salchichitas; el puré se le quemó y las salchichitas se reventaron. En esa época vivíamos todavía en la antigua casa, pero no quiero pensar en eso. Aunque no puedo evitarlo. Cuando la antigua casa se mete en mi cabeza, no puedo sacármela. Entonces tengo que recordar a papá gritándole a mamá, arrojando a la basura el puré junto con la olla, y las salchichitas, y a mamá riéndose, y a papá dándole una bofetada. Pero mamá siguió riéndose, aunque le sangraba la nariz. Ella no tenía miedo, pero yo sí.
Aprieto la cara contra la puerta; tanto que me duele la frente. Así empujo hacia atrás las imágenes de papá, hasta que desaparecen en alguna parte de mi mente. Miro la escalera a través de la rejilla y veo la planta en la matera y la lata vacía. La mosca ya no está. Papi tampoco.
Cuando papi llega, primero tiene que comer y luego bebe una copa de vino con mamá, y después juega conmigo. Construimos una fábrica de Lego. “Una fábrica de hacer realidad los deseos”, dice papi. Metes un deseo por delante, este viaja por una banda transportadora hacia una máquina y por detrás sale exactamente lo que deseaste.
Pero algo así no existe en la realidad, solo en el juego; si no, yo ya habría metido mis deseos en la fábrica de hacerlos realidad. Entonces papi no volvería a levantarse y decir “Bueno, me voy” antes de ponerse el abrigo. Y dormiría en la habitación con mamá y desayunaría con nosotros por la mañana y me llevaría al colegio. Y tal vez Sören me dejaría en paz.
—¡Ven a comer! —dice mamá—. Ahora mismo. Ya son las siete.
Yo me bajo del taburete y me dispongo a ir cuando oigo un ruido en la escalera. Entonces subo de nuevo al taburete y miro por la rejilla y allí está.
Está frente a la puerta y timbra. No puedo verle la cara, solo el hombro, pero sé que está riendo.
Capítulo 2
JULIE CERRÓ LA PUERTA y dejó caer el bolso al lado. Se recostó de espaldas en la puerta y cerró los ojos. Lo había logrado.
Los rayos del sol centellearon a través de sus párpados, rojizos. El apartamento olía a pintura fresca, a detergente con aroma a limón y a polvo. Su apartamento. Su primer apartamento.
El día anterior habían llevado sus muebles del barrio de Lohbrügge al de Ottensen. Cuatro viajes con la furgoneta pequeña de Joe. Un armario, un escritorio, su colchón grande. Las estanterías. El equipo de sonido. Un par de cajas con libros, ropa, vajilla. Eso era todo. No tenía más. No necesitaba más. Ahora tenía todas sus pertenencias allí, y todo estaba bien.
—Es probable que las primeras noches sean duras. Sola, por primera vez —le había dicho Esther al despedirse.
“Lo dudo”, pensó Julie. Lo difícil era lo que había superado. Los últimos dieciocho años de vida. La vida con Marianne, su sobrexcitada madre, que cambiaba de ánimo constantemente y podía comprar tres kilos de salmón fresco al mediodía para luego echarlos a la basura por la noche, porque no soportaba el olor a pescado. Que pintaba el vestíbulo de verde claro, rosa y amarillo una semana para luego pedirle al pintor que lo empapelara de blanco. Que desesperaba a todos sus amigos, conocidos y vecinos con su supuesto regreso a la escena. “Será un éxito. Mi mánager está muy optimista”, decía.
A finales de la década de 1990, Marianne había grabado un disco con un sello musical independiente. Su canción Paranoia había estado una semana en el top cien alemán. Se había presentado en algunos clubes de Hamburgo y había estado un par de veces en Berlín, Bremen y Osnabrück. Pero había quedado embarazada en plena gira (como decía para presumir). Y Julie había