Mañana morirás. Mayer Gina

Mañana morirás - Mayer Gina


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boutique. La dueña parecía entusiasmada. Es más, dijo que me llamaría esta misma noche.

      —Apenas son las ocho —dijo Christian—. Seguramente está trabajando todavía.

      Julie se encogió de hombros.

      —Espero que me contrate. Necesito el dinero. Y no tengo ganas de recorrer media ciudad en busca de un trabajo de vendedora.

      —Te contratará. Seguro. Con lo hermosa que eres.

      A esto le siguió otra mirada prolongada, admiradora, anhelante, y Julie se apresuró a cambiar de tema.

      Después de comer, fueron a bailar. Julie pagó la entrada al club, y Christian insistió en pagar las bebidas.

      Ella había bebido muchas copas de vino con la comida, y los cocteles fueron demasiado. Pero él insistía, y apenas terminaba un vaso ya estaba allí con otra caipiriña. Y como estaba sudando, ella se la bebía toda. Y seguía bailando y sudando y bebiendo… y bailando y sudando y bebiendo.

      —¡Este lugar es genial! —gritó Christian al ponerle el cuarto vaso en la mano.

      Julie sonrió de oreja a oreja. Esa era la señal más evidente de que había bebido demasiado. Cuando estaba borracha, se ponía sentimental y se ablandaba. Y hacía cosas de las que después se arrepentía.

      —No —dijo ella.

      —¿Qué? —preguntó él.

      —Creo que tengo que irme a casa.

      —Pero si apenas son las tres —dijo Christian cuando estuvieron afuera, en la calle—. Ven, tomemos un último trago. Por esta noche maravillosa.

      Los bajos seguían retumbándole a Julie en los oídos, aunque no sonaban allí afuera. El rostro de Christian se mecía entre las olas de su borrachera.

      —No más tragos. —Julie meneó la cabeza, pero muy brevemente porque el piso se tambaleó bajo sus pies—. Allí hay un puesto de taxis.

      Tenía la lengua pesada.

      Él la rodeó con un brazo. Y eso se sentía bien, pues tenía frío. Llevaba un vestido vaporoso de verano, y la noche estaba fresca. Pero eso no estaba bien, no podía apoyarse en él. Debía ser firme, muy firme. ¿Pero cómo podía mantenerse firme cuando el mundo entero daba vueltas a su alrededor?

      —Imposible —murmuró.

      —¿Qué dijiste? —El rostro de Christian estaba muy cerca del suyo. Olía muy bien. Tenía que preguntarle qué perfume usaba. Pero ahora no. Ahora necesitaba irse a casa—. ¿Estás bien, Julie?

      Ella meneó la cabeza, con mucho cuidado esta vez.

      —Estoy muy mal.

      —Regresemos —dijo él.

      Después le cubrió los hombros con su chaqueta. Y la soltó. Maldición, ¿por qué la soltaba justo en ese momento? ¿Por qué no la besaba? ¿Por qué no lo intentaba al menos? ¿Acaso no le gustaba?

      Christian estiró el brazo. Un taxi se detuvo. Él la ayudó a sentarse en el asiento trasero y se sentó a su lado.

      Julie observó las farolas que pasaban por la ventanilla cual peces dorados en un mar oscuro, mientras esperaba que Christian la abrazara o le pusiera una mano en la rodilla, pero él permaneció inmóvil a su lado, contemplando también la oscuridad. Entonces Julie no aguantó y se quedó dormida. Despertó solo cuando frenaron delante del edificio.

      Le retumbaba la cabeza.

      —Ojalá estuviera abierta la cafetería —dijo—. Me vendría muy bien un espresso. Pero solo tengo ese maldito café instantáneo.

      —Hoy me compré una máquina —dijo Christian—. Si quieres, puedo hacerte uno.

      Era la primera vez que Julie entraba al apartamento de Christian, y estaba impresionada. Una habitación mediana, un baño oscuro y pequeño, una cocina diminuta.

      —Este es mi reino —dijo él con cierta timidez—. El tuyo es más bonito.

      Pero su nueva máquina de espresso era lo máximo. Un enorme monstruo de brillo cromado.

      —¡Vaya! —exclamó Julie—. Parece muy profesional.

      Pro-fe-sio-nal. Después de una botella de vino y cuatro caipiriñas, necesitó tres intentos para pronunciar la palabra.

      —Lo es —dijo Christian—. Pero de segunda. Si no, no habría podido comprarla.

      A él no se le notaba el alcohol, aunque había tomado lo mismo que ella.

      —Increíble —dijo Julie.

      —¿Qué?

      —Que no estés ni un poquito borracho.

      —Claro que estoy borracho. Pero no te das cuenta porque tú estás más borracha.

      Ella soltó un hipo.

      —Apuesto que vas a aprovecharte.

      —¿De qué?

      —De que estoy borracha. Más borracha que tú.

      Él puso dos tazas bajo el filtro y oprimió un botón. El molino traqueteó como un martillo neumático. La máquina golpeteó, bramó y zumbó. Hasta que el líquido oscuro fluyó por las boquillas.

      —No —dijo Christian al pasarle una taza.

      —¿No… qué?

      —No me aprovecharía de eso nunca.

      —¿Por qué no?

      —Porque después me odiarías.

      —Cierto.

      —Y no quiero que me odies.

      —Quieres que te quiera.

      —Exacto.

      —Pero eso no es posible —dijo Julie—. No eres mi tipo.

      —Espera —dijo él, y bebió un sorbo, pensativo.

      —Ah —dijo Julie al terminar su taza—. Eso estuvo bien. Quiero otro. Después me iré a la cama.

      Mientras él preparaba la segunda tanda, ella se acordó de la boutique. La dueña había prometido llamarla. “Le confirmo hoy mismo”, había dicho. Pero hoy ya era mañana. Y no había llamado. ¿O sí?

      ¿Sería que no había oído el celular?

      Lo sacó del bolso. Cuatro mensajes de voz, un mensaje de texto.

      —Ajá —dijo.

      —¿Ajá qué?

      La máquina de espresso volvió a empezar a bramar.

      Julie escuchó los mensajes de voz. Joe había llamado dos veces: necesitaba el taladro que le había prestado. Esther quería saber cómo estaba. Y la señora de la boutique: “Solo para confirmarle que me encantaría si pudiera empezar el lunes”.

      —Genial —murmuró Julie.

      —¿Qué pasó?

      Christian le pasó el café.

      —Me dieron el trabajo. Empiezo el lunes. Mejor dicho, mañana.

      —¿Viste? Te dije que nadie podría resistirse a ti.

      Solo le faltaba leer rápidamente el mensaje, tomarse el café e irse a dormir. El mensaje era de un remitente desconocido. Publicidad, probablemente. Aunque Julie protegía su número a capa y espada. Lo abrió y lo leyó. Después apagó el celular y lo guardó.

      Había empezado a darle vueltas la cabeza. Los pensamientos revoloteaban y chocaban entre sí. Y en cuanto lograba atrapar uno, se le escapaba de inmediato. Esa velocidad vertiginosa, ese caos en la cabeza, había empezado a marearla.

      —¿Qué te


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