Mañana morirás. Mayer Gina
pero no tienes que volver hasta aquí por mí. Podemos vernos otro día.
El corazón le latía a toda velocidad, las manos le sudaban, las piernas le temblaban. ¿Se daría cuenta él de lo agitada que estaba?
—Te recojo —dijo Felix.
Sophia quería decirle que no hacía falta, pero tenía la boca tan seca que no podía musitar ni una palabra. La abrió y la cerró como un pájaro moribundo.
—¿No tenías que irte ya? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza, alzó la mano y echó a correr sin despedirse.
La clase de Física pasó ante los ojos de Sophia como una película. Se pellizcó el brazo derecho con la mano izquierda y el izquierdo con la derecha, varias veces, mientras pensaba que Felix debía estar por ahí, matando el tiempo, molesto.
Ir a tomar café con una gordita de dieciséis años, qué buen plan.
“Pero ni siquiera me he duchado”, pensó de pronto. Y volvió corriendo al vestuario en el descanso, cuando se estaban cambiando unas alumnas de cuarto. Se arrancó la blusa e inclinó el tronco sobre el lavamanos mientras abría la llave. El agua helada chorreó sobre su pelo y, al levantar la cabeza, espantada, se golpeó la frente con el borde del lavamanos. Y al enderezarse, con cuidado, se encontró rodeada por un montón de niñas que la miraban boquiabiertas. Entonces se dio cuenta de que había dejado la toalla en el salón.
—¿Alguna de ustedes me puede prestar una toalla?
Ninguna contestó. Todas la miraron horrorizadas, como si hubiera sacado un arma.
—¡Miren! —Sophia se sacó un billete del bolsillo y lo agitó en el aire—. ¡Recompensa!
Una pelinegra bajita agarró el billete con las puntas de los dedos y le pasó su toalla. Y se quedó observándola, absorta, mientras se secaba.
Pero no sirvió de mucho. Su pelo era igual al resto de su cuerpo: grueso. Unos rizos salvajes, incontrolables. Y si se mojaban, se quedaban mojados.
Sophia devolvió la toalla y regresó corriendo al edificio principal. Cuando llegó al salón de Física, estaba otra vez bañada en sudor. Y ahora tenía un chichón en la frente.
Diez minutos. Cinco. Cuatro. Tres. En dos minutos, Felix la esperaría en la entrada principal. El bello e interesante Felix, por el que habían girado la cabeza Luzie y Emily, esperaría a Sophia. La que se veía muy mal hacía un rato en el patio del colegio y ahora se veía aún peor. Su pelo caía húmedo y pesado sobre sus hombros; solo la parte de arriba estaba seca y despeinada. Y el chichón estaba enorme y rojo.
“No iré”, pensó. Él se molestará un poco al principio, pero después se sentirá aliviado. Mejor no voy. Que Moritz le diga que me enfermé. Cuando sonó la campana, Sophia guardó las cosas tranquilamente, caminó hasta la escalera con el corazón desbocado, bajó los escalones, uno tras otro, llegó al vestíbulo y pasó por delante de la sala de profesores.
“Me esconderé en la sala de cómputo”, decidió. Pero la decisión se quedó en su cabeza y no bajó a sus pies, que no se dirigieron a la sala de cómputo sino a la salida, por la puerta abierta, hacia afuera, y solo se detuvieron entonces. Cuando ya no había vuelta atrás.
Sophia miró a su alrededor. Felix no estaba allí. “Me dejó plantada”, pensó. Y la agitación la abandonó en ese instante para dar paso a una sensación de vacío. “Por supuesto”, qué más podía esperar.
Entonces oyó el pito. Y lo vio. El auto estaba justo delante de la entrada del colegio, y Felix agitaba la mano por la ventanilla abierta.
—¡Sophia! —gritó, y ella volvió a tener la sensación de que todos los estudiantes giraban la cabeza para mirarlo. Entonces agitó también la mano y sintió las miradas clavadas ahora en ella y disfrutó de la atención.
Caminó despacio hacia el auto. Cada paso se sentía bastante bien.
El café no era realmente un café, solo un par de mesas altas en una panadería. Ellos eran los únicos clientes.
Felix pidió un macchiato, pero la máquina de espresso estaba dañada.
—Solo hay café de filtro —dijo la mesera de mala gana—. ¿Quieren comer algo?
—No, gracias —dijo Sophia; Felix tampoco quería nada.
La mesera desapareció detrás de la barra y le echó una mirada melancólica al crucigrama que había tenido que dejar de lado por su culpa.
Sophia tragó saliva. La emoción que había sentido antes había desaparecido. Felix estaba allí solo, porque ella se le había pegado descaradamente, porque era demasiado cortés para quitársela de encima.
Él sonrió. Probablemente habría querido mirar el reloj, pero eso también se lo prohibía su cortesía.
“¡Di algo!”, se ordenó Sophia mentalmente. El silencio solo lo empeoraba todo aún más.
—¿Ya terminaste el colegio? —preguntó ella finalmente.
—Hace bastante. Pero no me gradué. No soy un superdotado como tu hermano. Me salí en noveno, pero mi mamá me obligó a sacar el título de bachiller ahora.
—Huy, menos mal.
—Sí, ahora también pienso lo mismo. Pero al principio me pareció terrible.
—Quería decir que menos mal que no eres un superdotado como Moritz.
Felix se rio.
—Bueno, a veces me gustaría que todo se me diera tan fácilmente. Él es impresionante, ¿no? Me contó que quiere presentarse a Medicina…
—Y lo aceptarán. Tiene un promedio excelente.
—Pues mi promedio al final era apenas aceptable.
—El mío no es mucho mejor.
Pero seguramente a Felix no le habían importado las notas en aquel entonces y seguramente no había movido ni un dedo en el colegio. En cambio, Sophia se esforzaba y estudiaba como loca, pero no pasaba de la media.
La mesera les llevó el café. Al pasar las tazas de la bandeja a la mesa, la mitad del contenido se regó en los platillos.
—¡Ups! —exclamó Sophia.
La mujer la atravesó con la mirada.
—Puede pasar, ¿no?
—Claro —dijo Sophia y soltó una risita, porque Felix había hecho una mueca de pánico a espaldas de la mesera, que giró la cabeza y lo miró con desconfianza. Pero él había vuelto a sonreír inocentemente.
—Ya traigo un trapo —dijo la mujer, y desapareció.
—¡Salud! —Felix alzó la taza goteante—. ¡Por nosotros, los fracasados! Me alegro de que no me desprecies. —Bebió un sorbo—. ¡Puaj! —exclamó y bajó la taza, asqueado—. Sabe a cartón destilado.
—¿Y por qué sabes cómo sabe el cartón destilado?
—Porque era lo único que tomábamos en casa. Éramos siete hijos, y éramos muy pobres.
—Huy, lo siento. No me extraña que te fuera mal en el colegio entonces. Supongo que no podías concentrarte por el hambre.
—Peor. El profesor me sacaba de clase porque el estómago me crujía tanto que los demás no podían concentrarse.
—Uf.
—¿Y tú? ¿También llevas un pasado difícil a cuestas? —preguntó Felix, inclinó la cabeza y la miró.
Esa mirada. Ligeramente burlona y bastante curiosa y muy, muy cálida. Sophia sintió que le cruzaba el pecho y le llenaba el cuerpo de una calidez hormigante; el calor se le subió de pronto a la cabeza y le hizo arder la cara. Rosada, roja, morada. ¡Maldición!