Mañana morirás. Mayer Gina
y respiró profundamente. Todo eso estaba superado. Las mentiras y disculpas de su mamá. Todas sus tonterías y sus ínfulas y sus caprichos. “Eso ya no es asunto mío”, pensó.
Ahora era libre. En el semestre de invierno, empezaría sus estudios en la Escuela de Teatro de Hamburgo. Y aunque faltaban más de tres meses para eso, había alquilado un apartamento desde ya.
—Pero si la beca solo empiezan a pagártela en septiembre. ¿Cómo piensas pagar el arriendo mientras tanto? —había preguntado Marianne.
—Trabajando. Es un concepto absurdo, mamá. Vas a trabajar y te pagan con dinero y vives de eso —había contestado.
Después se había mudado.
Y ahora estaba allí. Los rayos del sol entraban por las ventanas y caían sobre los paquetes y las cajas que había apilado contra la pared la noche anterior. El viejo florero de cristal de su abuela debía estar en una de las cajas. Julie había marcado los lados con rotuladores: libros, discos, baño, cocina.
La caja con la vajilla estaba debajo de todas, por supuesto. Entonces movió las demás y sacó el florero. Le echó agua, les quitó el papel a las caléndulas que había comprado en el mercado, las acomodó en el florero y lo puso en el escritorio junto al portátil. Y los rayos del sol cayeron exactamente sobre las caléndulas amarillas, las hicieron brillar y se refractaron en las facetas del cristal.
“Qué bonito”…
Julie se preparó una taza de café instantáneo con leche caliente y salió al balcón, que no era un balcón en realidad, sino un diminuto saliente detrás de las puertaventanas de la cocina. Pondría unas materas en la reja y sembraría unos geranios. “Florecitas de burgueses”, le oyó decir a su mamá en su mente.
—Tú no te metas —murmuró.
En ese momento, había solo un platillo desportillado en el piso, lleno de colillas aplastadas. Asqueada, Julie echó las colillas en la bolsa de basura que colgaba de la puerta. Su mirada se paseó después por la cocina vacía. Al día siguiente, le llevarían los muebles. Y apenas los hubieran armado e instalado, cocinaría todas las noches. “No más papas fritas ni pizzas ni comidas congeladas”, pensó. La comida chatarra era cosa del pasado, al igual que su mamá.
Julie se estremeció al oír el timbre. “Marianne”, pensó.
Pero era un hombre joven, desconocido. Jeans sucios, camiseta desteñida, pelo desgreñado, barba de tres días. ¿Qué hacía ese tipo allí? ¿Mendigar?
—Espero no molestar —dijo—. Acabo de mudarme al primer piso.
“Por Dios”, pensó Julie. “¿Qué clase de gente vive en este edificio?”.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Quería saber si podrías prestarme unos alicates —dijo él.
—Lo siento. Mis herramientas están empacadas todavía. Yo también acabo de mudarme.
—¿De verdad? ¡Qué casualidad! —El tipo le tendió la mano—. Christian.
—Hola.
Julie dudó brevemente, y él se dio cuenta de que tenía la mano sucia y se la limpió en el pantalón.
—Lo siento. Estoy instalando la cocina. Es una pesadilla, te cuento.
Julie sonrió.
—A mí todavía me espera esa función.
El tipo parecía amable, en realidad. Un poco descuidado, pero si llevaba el día entero trabajando en la cocina… “En todo caso, parecía ser hábil con las manos. Y eso puede resultar muy práctico”, caviló Julie.
—Lo de los alicates está difícil. Pero podría ofrecerte un café…
—¡Fantástico! —exclamó Christian con una sonrisa radiante.
Al menos los dientes eran blancos.
—Solo tengo Nescafé.
—Mi marca favorita.
Entonces Julie le preparó uno; después se ubicaron los dos frente a la ventana de la cocina, con las tazas en la mano.
—¿Y? —preguntó Christian—. ¿De dónde eres?
—De Lohbrügge —respondió Julie.
—¿Eso dónde queda?
—Aquí en Hamburgo. A las afueras. No hay nada allí. Nada.
Él se encogió de hombros.
—No conozco mucho. Soy de Bonn.
—Nunca he estado allí.
—No hay nada allí tampoco.
Christian bebió un sorbo de café e hizo una mueca.
—¿Tan feo está? —preguntó Julie.
—No. Caliente.
—Me llamo Julie, por cierto.
—Tienes un apartamento muy bonito, Julie. El mío es mucho más pequeño y oscuro.
—Gracias. Estoy muy contenta. Estuve un buen rato buscando.
—Pues valió la pena. Yo casi no tuve tiempo de buscar. Firmé el contrato hace tres semanas y empiezo a trabajar el lunes. Pero me doy por contento de haber encontrado algo a la carrera.
—¿Y qué haces? ¿En qué trabajas, mejor dicho?
—Soy trabajador social. Voy a trabajar en el centro juvenil en Veddel.
—Huy.
Christian se rio.
—¿Eso qué significa? —preguntó.
—No es el mejor barrio precisamente.
—Ah, pensé que no te gustaban los trabajadores sociales.
“¡Ay, Dios!”, pensó Julie, y se apresuró a beber otro sorbo de café.
—¿Y tú a qué te dedicas? —preguntó Christian—. ¿Estudiar?
—A partir de septiembre.
—¿Qué?
—Teatro.
—¿En serio? ¡Vaya! Entrar en esa escuela es dificilísimo, ¿no?
—Ni lo digas.
Había solo ocho plazas para novecientos aspirantes. Y Julie había conseguido una. La mayoría se presentaba a varias escuelas, en Stuttgart, Múnich, Berlín o Viena. Pero Julie lo había intentado en una sola y la habían aceptado de inmediato. Ni siquiera se había preparado muy bien.
A diferencia de Valerie, que había ensayado y estudiado durante meses. Valerie. Su rostro encolerizado apareció de pronto en su recuerdo. Se había puesto furiosísima al enterarse de que habían aceptado a Julie. “¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Eres una traidora! ¡Te odio!”. Y no habían vuelto a hablar desde entonces. Valerie no había ido a su fiesta de despedida, y tampoco le había ayudado con la mudanza, por supuesto.
—¿Y ya estás estudiando para tu primer papel? —preguntó Christian.
—No. Por ahora tengo otras preocupaciones.
—¿Como cuáles?
—Mañana me traen los muebles de la cocina; espero que me quepan. Yo medí y planeé todo, pero a veces sucede que después no caben y…
—¿Y piensas hacerlo sola? —preguntó Christian desconcertado—. ¡Qué valiente!
—¿En serio? Tal vez sea mejor que contrate a alguien.
Julie se mordió el labio inferior y clavó la mirada en el patio interior, preocupada.
—¿Tú cocinas? —preguntó Christian.
—¿Que