Mañana morirás. Mayer Gina

Mañana morirás - Mayer Gina


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irritado. La búsqueda del estacionamiento y la subida de las escaleras lo habían hecho sudar. La camisa limpia ya no estaba limpia; tenía unas manchas húmedas en la espalda y las axilas.

      —Quisiera echar al tipo —dijo Marcel.

      —¿A cuál tipo?

      —Al electricista.

      —Échalo. Si no sirve, que se vaya.

      Philipp echó un vistazo al reloj. Veinte para las ocho.

      —No es tan fácil —dijo Marcel—. Tenemos un contrato. Tú sabes lo complicadas que son estas cosas.

      Philipp frunció el ceño.

      —¿Y ahora qué quieres de mí?

      —Pues hay dos posibilidades. O lo dejamos continuar y nos arriesgamos a que haga más desastres. O le pagas unos cuantos cientos de euros y sales de él. Y nos buscamos a otro que sepa lo que hace.

      Philipp sintió el bombeo de la sangre en los oídos. “¡Calma!”, se dijo a sí mismo, pero ya era demasiado tarde. Había perdido la calma hacía mucho tiempo.

      —¿Qué clase de alternativas son esas? ¿O me aguanto la trampa o le pago al inepto? ¡Eso es extorsión! ¿Por qué diablos contrataste a un incompetente que ahora solo trae problemas?

      —Yo no quería contratarlo —dijo Marcel, sereno—. Tú insististe en que fuera él. Porque su propuesta era más barata que la del otro.

      Philipp volvió a mirar el reloj. Dieciocho para las ocho. Vivian se ponía furiosa cuando la hacía esperar. Odiaba la impuntualidad. Así como las camisas sudadas.

      —Está bien —dijo entonces, con lentitud acentuada—. ¿Qué me aconsejas?

      Marcel se encogió de hombros.

      —Si le pagas, te ahorrarás un montón de disgustos. Pero será dinero perdido, por supuesto. Si no lo echamos, tendremos que vigilarlo. Pero yo no soy electricista y no puedo garantizar nada.

      Philipp asintió. Calma. Si perdía el control, Marcel se largaría. Se lo había dejado muy claro desde la primera semana, cuando Philipp se había encolerizado por una tubería oxidada. “Si vas a reaccionar así, tendrás que buscarte a otro. Yo soporto bastante, pero a mí no me grita nadie”, había dicho.

      Y si Marcel se largaba, Philipp estaba perdido. Lo necesitaba como director de obra. Y como amigo, sobre todo como amigo. Hacía tiempo que no hablaban solo de presupuestos y materiales de aislamiento, sino también de contratos que no salían bien, de clientes insatisfechos, incluso de la relación con Vivian. Del miedo que tenía de perderla si no le ofrecía la vida a la que ella estaba acostumbrada desde siempre.

      Y Marcel le contaba de sus estudios. De lo orgulloso que estaba de haber entrado a la Escuela Técnica Superior. “Nadie de mi familia ha estudiado. Somos prácticos, no teóricos”. Y de su compañera Eva, que le gustaba.

      —Piénsalo bien —dijo Marcel entonces—. No tienes que decidirte hoy.

      Philipp echó otro vistazo al reloj. Diecisiete para las ocho.

      —Tengo que irme —dijo.

      Marcel asintió.

      —¿Dónde queda el sitio?

      —¿Cuál sitio? ¿El Amadeo? En la calle Adalbert.

      —Está muy cerca. Ven, fumemos un cigarrillo y luego te llevo en la Vespa.

      Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo y le ofreció uno. Ninguno de los dos era fumador en realidad, pero Marcel sucumbía a veces. Entonces se compraba una cajetilla y fumaba un cigarrillo tras otro, hasta que se lo terminaba. Para luego volver a dejarlo.

      —Discúlpame —murmuró Philipp después de la primera calada.

      Él también fumaba solo ocasionalmente. Cuando le ofrecían uno y lo necesitaba. Como en aquel momento.

      —¿Por qué? —preguntó Marcel, y abrió la ventana.

      —Estoy muy estresado, como te habrás dado cuenta. Este condenado apartamento me tiene harto.

      Marcel se encogió de hombros.

      —Pues véndelo. Vete a vivir al campo con Vivian.

      —¿Al campo? ¿Con Vivian? —Philipp soltó una risa burlona—. Ella preferiría tomar cianuro antes de irse de la ciudad.

      Marcel sopló el humo por la nariz, pensativo.

      —¡Qué tontería! —exclamó.

      Y Philipp se preguntó si se refería a su comentario o a la actitud de Vivian o a su relación en general. Aunque tenía razón. Era una tontería. Absoluta. “La otra gente de mi edad se dedica a las fiestas, al estudio o a recorrer el mundo”, pensó. “Yo, en cambio, trabajo de sol a sol e invierto hasta el último centavo en un apartamento que me importa un pepino en realidad”.

      —¿Entonces? —preguntó Marcel.

      —¿Entonces qué? —Philipp dio una última calada al cigarrillo—. Voy a proponerle matrimonio a Vivian.

      —¿En serio? Felicitaciones.

      —Espera. A lo mejor me rechaza.

      —Jamás de los jamases. ¡Se van a casar! ¡Genial!

      El celular de Philipp sonó en su bolsillo. Un mensaje de texto. Tal vez era Vivian para cancelar la cita a última hora. O para decirle que ya estaba en el restaurante, esperándolo. ¿Pero por qué no lo llamaba simplemente?

      Sacó el teléfono del bolsillo. Leyó el mensaje. De pronto tuvo la sensación de que las tablas del parqué se resquebrajaban y cedían bajo sus pies, para luego hundirse en cámara lenta.

      —¿Malas noticias? —preguntó Marcel.

      Philipp guardó el celular. Sentía un chirrido en la cabeza. Era un sonido muy agudo y espantoso, como el de la fresa del dentista.

      —Algo así.

      Con cierto asombro, Philipp se dio cuenta de que todo lo que lo había agobiado hasta ese instante había perdido importancia de repente. El electricista incompetente, el apartamento costoso… Ya no tenía importancia. Ahora tenía otro problema mucho más grande.

      —¿Qué pasó? ¿Vivian te canceló?

      —No, nada. Un cliente insoportable. No importa.

      —¿En serio?

      Marcel no le creía ni una palabra. Y no era cierto.

      —Tengo que irme —dijo Philipp.

      Marcel alzó el casco que había dejado en el alféizar.

      —Vamos. Espero que no nos detenga la Policía. No tengo otro casco.

      —No nos detendrán.

      Eso también le daba igual.

      La Vespa de Marcel no era mucho más veloz que una bicicleta, y avanzaba lenta y ruidosamente entre el tráfico muniqués. Los pensamientos de Philipp, en cambio, iban a mil por hora. Ese mensaje. Lo había leído una sola vez y aun así se le había quedado grabado en la memoria. Palabra por palabra.

      Lo pasado no se olvida. Regresa. Te atrapa. El 2 de julio pagarás.

      Sin firma. Pero Philipp sabía quién se lo había enviado.

      Te atrapa. “Bien merecido”, pensó. Que ahora me estalle todo en la cara. Me lo merezco.

      Marcel dobló por la calle Leopold hacia la calle Adalbert. Solo faltaban doscientos metros. Entonces Philipp tendría que besar a Vivian y pedir el vino y escoger el menú y sonreírle a Vivian y sacar el anillo del bolsillo y pedirle matrimonio. Y Vivian, que no sabía nada, diría que sí. “Pero si lo supiera todo, sacaría las cosas que tiene en mi apartamento y arrojaría a la calle las cosas que yo tengo en el suyo y correría adonde


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