Mañana morirás. Mayer Gina
giró la cabeza sin desacelerar.
—¡Detente!
Demasiado fuerte. Philipp había gritado demasiado fuerte. “Contrólate”, se dijo a sí mismo.
Marcel detuvo bruscamente la Vespa al borde de la calle.
—¿Qué pasa? Ya casi llegamos.
—El asunto ese… con el cliente. Tengo que resolverlo. Si no, no podré estar en paz.
—¿Qué pretendes resolver esta noche? No encontrarás a nadie a esta hora. Además… Vivan está esperándote.
—Tengo el número privado. En serio, Marcel, hoy no puedo verme con ella.
—Pero estabas pensando… —Marcel se interrumpió después de verle la cara a Philipp—. ¿Cómo piensas explicárselo?
—Ni idea. —El chirrido de la fresa se había intensificado en su cabeza. Philipp se metió los dedos en las orejas, pero eso no sirvió. El ruido no venía de afuera—. ¿No podrías hablar tú con ella?
—¿Yo? —Marcel abrió los ojos de par en par—. Si no la conozco casi. ¿Qué le voy a decir?
—Dile… que no me siento bien. Que me cayó mal algo que comí. —La fresa del dentista chirrió aún más fuerte en su cabeza—. No, dile que tengo una migraña. Que no me llame. Que necesito acostarme. La llamaré cuando se me pase.
Marcel se mostró preocupado.
—Una migraña —repitió—. ¿Y ella se creerá esa historia?
—Yo sufro de migrañas.
Marcel se encogió de hombros.
—Dime qué te pasa, Philipp, en serio. No puede ser por un estúpido mensaje de un cliente. Hay algo más.
Por supuesto que había algo. Las tetas de Yasmin y su trasero y sus bronceadas y largas piernas de metro veinte. Pero eso no podía decírselo a Marcel, al menos no ahora.
—Por favor —le dijo—. Seguro que Vivian ya llegó al restaurante y está esperándome. —Sacó del bolsillo dos billetes de cincuenta euros—. Toma, para que la invites a un vino y coman por cuenta mía.
Marcel rechazó los billetes.
—¿Estás loco? —Ahora parecía realmente molesto—. Hablaré con ella. Aunque no me guste nada el asunto.
—Gracias. —Philipp buscó las palabras—. Al menos recibe el maldito dinero. Así no me sentiré tan mal.
Marcel sonrió, pero no era una sonrisa alegre.
—Hay cosas que no pueden solucionarse con dinero. Pero está bien. Me encargaré de Vivian. ¿Quieres que te llame después para contarte cómo estuvo el asunto o tampoco quieres hablar conmigo?
“No. No quiero hablar con nadie. Quiero que me dejen en paz”, pensó Philipp.
—Claro —dijo en cambio—. Llámame.
LA PROFESORA HEIMANN necesita decirle a mamá que olvidé la tarea, por tercera vez. Por eso, tengo que esperar con ella en el salón hasta que me recoja. Pero cuando mamá llega, me doy cuenta de que no quiere hablar con la profesora.
—No tengo tiempo —dice—. Tenemos que irnos.
—Entonces venga en mi horario de atención —dice la profesora Heimann.
—Por supuesto —dice mamá, pero la profesora no le cree, se le nota.
Mamá me agarra del brazo y me saca del salón, y a mí se me queda la chaqueta en el perchero por la prisa.
—¿Qué pasa, adónde vamos? —le pregunto cuando subimos al tranvía para luego bajar en la siguiente estación y subir a otro.
—Tenemos que irnos de aquí de inmediato. Otra vez nos persiguen —dice mamá. Y entramos en el centro comercial, en el almacén por departamentos, subimos por la escalera mecánica al segundo piso y nos escondemos en un probador.
—Tienes que hacer silencio —susurra—. No pueden encontrarnos, por nada del mundo.
—¿Quiénes...? —quiero preguntarle, pero me tapa la boca y nos quedamos un largo rato escondidos en el probador, una hora, o dos.
—Este es el único lugar medianamente seguro en toda la ciudad —susurra mamá.
Esperamos y esperamos. Hasta que viene una vendedora y nos dice que tenemos que irnos. Y mamá se pone a llorar, y la vendedora quiere saber qué le pasa, y todo el mundo nos mira, y entonces viene el jefe de la vendedora y después llaman a la Policía.
Y entonces la Policía llama a papi, que viene a recogernos.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunta cuando volvemos finalmente a casa.
Pero mamá está llamando por teléfono y pide pizza para todos.
—Tres pizzas de salami, nuestra favorita —dice riendo—. Era solo una broma.
Capítulo 4
USTEDES CREEN QUE SE LIBRARON DE MÍ, pero yo no los olvido. Estaré todos los días con ustedes hasta el 2 de julio.
Ese era el correo electrónico que había recibido Sophia. Tenía que ser de Sarah, no cabía duda. Sarah Volker. La ausencia de firma se ajustaba con ella. Siempre había tratado de hacerse invisible, pero no lo había logrado. En cuarto, los chicos la llamaban por su apellido, un nombre de hombre, y eso le gustaba. Y que jugaran fútbol en los recreos e intercambiaran cartas de Pokemon con ella.
Hasta que habían entendido que Sarah no era uno de ellos. Que no pertenecía ni a los chicos ni a las chicas.
No los olvido. ¡Como si Sophia pudiera olvidarse de Sarah! “Tienes que decidirte”, le había dicho Emily. Y se había decidido. En contra de Sarah. Por ella misma.
“Tengo que hablar con Emily urgentemente”, pensó. Porque si Sarah le había enviado un correo a Sophia, Emily también tenía que haber recibido uno. Y Emma y Marie. Pero Emily segurísimo.
“Al fin y al cabo, había sido ella la que había empezado todo”, pensó Sophia. De no haber sido por Emily, las cosas no habrían llegado tan lejos. “Y si el resto de ustedes no le hubiera ayudado, las cosas tampoco habrían llegado tan lejos”, dijo la voz de Sarah en su cabeza.
¡Recordaba esa voz perfectamente! Ya había pasado casi un año desde que Sarah se saliera del colegio. Había desaparecido de un día para otro.
“Su compañera no volverá”, había anunciado la directora de curso una mañana temprano. Con una expresión muy triste, como si hubiera muerto.
“Una mañana temprano”, recordó Sophia. ¿Cuándo había sido eso exactamente? Poco después del comienzo de octavo, tal vez, pero no en julio, de eso estaba segura. ¿Qué significaba esa fecha entonces? ¿El 2 de julio? “Emily tiene que saberlo. Tengo que hablar con ella”, pensó.
Sacó el celular para llamarla, pero luego volvió a guardarlo. Emily vivía a cuatro casas de la suya. Pasaría por allí, personalmente.
—¿Qué piensas preguntarle? —quiso saber la voz de Sarah en su cabeza—. ¿Si se siente tan culpable como tú? Bien puedes quedarte esperando a que Emily sienta algo parecido a la culpa.
—No sabes nada —le respondió Sophia—. Siempre fuiste una marginada. No sabes nada de Emily. Ni de mí.
—Yo lo sé todo —respondió Sarah con una risita—. Sobre todo de ti. Déjame adivinar. Ahora que yo ya no estoy, te han hecho