Mañana morirás. Mayer Gina

Mañana morirás - Mayer Gina


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alcanzó a llegar a tiempo al baño.

       A MAMÁ SE LE OLVIDÓ CÓMO HACER EL CAFÉ. Echó las cucharadas directamente en el filtro.

       —Tienes que poner primero la bolsa —le digo.

       Pero no me oye. Enciende la máquina y el polvo cae en la jarra. Sabe horrible, dice al probar el primer sorbo.

       —Porque no pusiste la bolsa —le digo.

       —Pues claro, ¡ya no sé dónde tengo la cabeza! —me dice. Después enciende un cigarrillo y fuma y echa el café en el desagüe.

       La mayoría de las veces fuma en la ventana. La abre y sopla el humo en el patio trasero, donde están los contenedores de basura, y apaga la colilla en el alféizar y la echa abajo, donde están las demás colillas que tendrá que barrer la señora Franz; luego cierra.

       Yo quiero que abra la ventana.

       —A papi no le gusta el olor a cigarrillo en el apartamento —le digo.

       —Hoy no viene —me dice—. Está de viaje.

      Capítulo 3

      —YA QUEDARON LISTOS LOS DOCUMENTOS.

      La señora Klopp dejó la carpeta en el escritorio de Philipp. Después recogió tres tazas de café sucias de la mesa, la estantería y el alféizar, las apiló una encima de otra y metió un vaso de yogur vacío, junto con la cuchara, en la taza de arriba. Luego balanceó hábilmente la torre hacia la puerta.

      —No tiene que hacer eso —le dijo Philipp, incómodo—. Puedo llevarlo yo.

      —No se preocupe. No es ningún problema para mí… en lo absoluto.

      Pero sí era un problema, pues había llegado a la puerta y no tenía ninguna mano libre para abrirla.

      —Espere, le ayudo…

      Philipp se levantó, pero la señora Klopp se le había adelantado.

      —No hace falta. —Abrió la puerta con el codo—. Si ya no me necesita, me voy.

      —Claro, claro.

      Entonces la vio pasar su ancho trasero por la puerta abierta y oyó el crujido de sus zapatos ortopédicos sobre el parqué del pasillo. Un rumor que se hacía cada vez más lejano. Y tuvo que pensar en los tacones de Yasmin, clic, clac. Siete centímetros. Y encima unas piernas de metro veinte.

      —Se me olvidaba —gritó la señora Klopp desde la cocineta—. Ya quedó reservada la mesa en el Amadeo. A las ocho.

      —¡Muchas gracias!

      —¡Buenas noches!

      —¡Igualmente!

      Pero esto último no alcanzó a oírlo. La puerta de la oficina se había cerrado, y la señora Klopp se había ido.

      Philipp echó un vistazo al reloj de pulsera. Eran casi las siete. Debía apresurarse si quería ducharse y cambiarse antes de la comida. El teléfono timbró justo cuando apagó el computador.

      —¿Hola? —contestó.

      —Es Marcel. ¿Todavía estás en la oficina?

      —Estaba a punto de salir. ¿Qué pasa?

      —Estoy en el apartamento. Sería bueno si pudieras venir.

      Entonces tuvo que reprimir un suspiro. Su amigo Marcel había asumido la dirección de las obras de renovación del ático que Philipp había comprado hacía un año y al que él y su novia debían haberse mudado hacía mucho tiempo. Pero la renovación que había planeado inicialmente se había convertido en una complicada obra de saneamiento. Tras una inspección atenta habían descubierto que las vigas del techo estaban carcomidas y era necesario cambiarlas. Además había varias filtraciones en el tejado.

      Philipp opinaba que ese problema les concernía a todos los propietarios del edificio, pero la comunidad no pensaba lo mismo y no estaba dispuesta a contribuir con el pago. Y ahora Philipp debía protestar contra los demás dueños.

      La llamada de Marcel no era una buena señal. Por lo general, se manifestaba solo cuando había un nuevo problema con el apartamento; de todo lo demás se encargaba independientemente. Aunque no era arquitecto todavía, pues había empezado la carrera hacía unos cuantos semestres, llevaba media vida trabajando en construcción; era hábil, resistente y absolutamente confiable. Y mucho más barato que un profesional.

      —Odio ese maldito apartamento —murmuró Philipp mientras se desabotonaba y se quitaba la camisa.

      La dejó caer al suelo junto al escritorio y salió al pasillo con el torso desnudo. Al ver su pálido pecho en el espejo del guardarropa recordó la piel bronceada de Yasmin, pero esta vez logró reprimir el pensamiento antes de que lo excitara.

      Abrió el armario. Por fortuna tenía siempre un par de camisas limpias y planchadas, porque solía suceder que no lograba pasar por su casa antes de alguna cita nocturna.

      Vivian se había alegrado muchísimo cuando le había contado en su cumpleaños que iba a comprar el ático.

      —No habrías podido hacerme un mejor regalo, querido —había celebrado ella. Aunque él no le había regalado el apartamento. No se habían casado todavía. El ático era suyo, y todavía podía deshacerse de él. Habría perdido el dinero invertido hasta entonces, claro, pero más leve era padecer el daño que esperarlo.

      Esa noche tenía una cita con Vivian en su restaurante favorito. Le daría el anillo de platino que había mandado hacer para ella. Y se lo pondría en el dedo.

      “Ay, Philipp. Eres increíble”, la oyó susurrar en su mente.

      ¿Y luego? Él se aclararía la garganta y le diría: “Por cierto, lo del apartamento no funciona. Voy a venderlo”.

      No, eso era impensable. No podía hacerle eso, no esa noche. No había ningún motivo para precipitarse.

      Philipp tardó un buen rato en encontrar un estacionamiento, y a varios kilómetros del edificio. Después tuvo que viajar dos estaciones en tranvía, de vuelta.

      —¡Por fin! —Marcel lo recibió en la puerta—. Estaba empezando a pensar que no vendrías.

      —Cállate. Este barrio es un asco. Si alguna vez nos venimos a vivir aquí, tendré que vender el auto.

      —Yo lo habría vendido hace mucho tiempo.

      Marcel era un apasionado conductor de Vespa. Los autos le parecían cosa de burgueses. Así como las camisas planchadas y los trajes. Y bien podía darse ese lujo, a diferencia de su amigo.

      Philipp había creado su propia empresa hacía un año y medio. Y para vender costosos proyectos de tecnologías de informática a empresas importantes, no podía presentarse ante sus gerentes en jeans y camiseta. A algunos empresarios ya les parecía extraño el hecho de que condujera un Renault y no un BMW. Probablemente no habría llegado muy lejos con una Vespa.

      —¿Qué pasó? Tengo que estar en el Amadeo en media hora.

      —¿Qué es eso?

      —Un restaurante. —El restaurante, para ser exactos—. Tengo una cita con Vivian.

      —Ya veo. Pues habríamos podido vernos mañana temprano.

      —¿Ah, sí? Cuando me llamaste sonabas como si tuviéramos que discutir algo terriblemente importante.

      Philipp había sonado muy impaciente, pero Marcel no pareció notarlo.

      —En fin —dijo Marcel—. No sabía que tenías planes. Lo siento.

      —No importa. Cuéntame.

      —El


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