Mañana morirás. Mayer Gina

Mañana morirás - Mayer Gina


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claro que había sido ella la que había tramado todo en aquel entonces. Pero ahora se dirigía solo a Sophia… “A lo mejor el mensaje no tenía nada que ver con Sarah”, pensó. A lo mejor era para otra persona y había ido a parar en su correo electrónico por error. Sophia decidió no pensar más en el asunto. Y no tardó en acordarse de Felix. Felix, quien no había vuelto a manifestarse después de haberla dejado en la entrada del colegio el día anterior. Y quien tampoco se manifestaría al día siguiente ni al siguiente. Porque vivía en un mundo muy diferente. En el mundo de los bellos, atractivos, interesantes, deportistas, adultos.

      Entonces se acordó de cómo le había tocado el chichón de la frente, muy suave y cuidadosamente. Y el anhelo hizo que se le pusiera la piel de gallina y le temblaran las rodillas. Tanto que tuvo que apoyarse en un poste de luz y cerrar los ojos.

      Ante sus párpados cerrados vio de pronto aquel rostro delgado, los ojos oscuros, los hoyuelos junto a la boca cuando sonreía. ¿Cómo serían sus besos?

      Un automóvil pitó en la calle. Sophia abrió los ojos, espantada. El pito estaba dirigido a un ciclista que había pasado del carril de las bicicletas al de los autos a toda velocidad. El auto que casi lo había atropellado estaba justo delante de ella. Entonces vio al conductor encolerizado, cuya boca se abría y se cerraba mientras golpeaba el volante con ambas manos. Pero no oyó nada porque la ventanilla estaba cerrada.

      En ese momento, vio a su hermano. Estaba al otro lado de la calle, mirando horrorizado en su dirección. Sophia se dio la vuelta instintivamente para ver si había un asesino con un hacha detrás. Pero no había nadie. Una mujer mayor con un perro amarrado a su correa. Dos niños que esperaban el autobús.

      —¿Estás bien, Moritz? —gritó.

      Pero él no la oyó; el ruido de los autos era demasiado fuerte. Entonces Sophia se dio cuenta de que tampoco la había visto… La atravesaba con la mirada. Era aterrador. Primero se había paralizado en las pruebas orales y ahora parecía ver fantasmas en pleno día.

      —¡Moritz! —gritó sacudiendo los brazos, pero su hermano dio media vuelta y se alejó sin advertir su presencia.

      En fin. Tampoco le habría contado qué le pasaba si la hubiera visto.

      Sophia avanzó por el paso de cebra junto al supermercado, y se disponía a doblar por su calle, pero se detuvo frente al quiosco de la esquina. Un paquete rojo brillaba en la ventana lateral. Chocolate con mazapán. Su favorito.

      —No —murmuró.

      Hacía dos semanas se había decretado a dieta de chocolate. No probaría ni un bocado en cuatro semanas. Era durísimo, pero, en vista de su sobrepeso, más que necesario. El primer bocado sería su ruina. Después seguiría un cuadrado, luego la barra entera, y otra y otra, hasta que solo quedaran las migajas, y esas también las recogería con el dedo índice y las lamería.

      —No, gracias —se dijo orgullosa, y pretendía dar media vuelta cuando volvió a pensar en Felix. En que nunca la llamaría y mucho menos se enamoraría de ella. Sin importar que renunciara al chocolate durante las dos semanas siguientes o por el resto de su vida. Entonces fue al quiosco y no tuvo que decir nada, porque el dueño la conocía y sabía lo que quería.

      Él puso la chocolatina en el mostrador, ella le dio un euro, él le devolvió diez centavos.

      —Está en oferta esta semana —dijo haciéndole un guiño, como si se hubiera ganado algo.

      Pero había perdido.

      Sophia se preparó un té rooibos con sabor a caramelo, puso la tetera y la taza en una bandeja, con la chocolatina al lado, y se disponía a subirlo todo a su cuarto cuando sonó el timbre. Probablemente era Moritz, que otra vez había dejado las llaves por perezoso.

      Caminó hasta la puerta con la bandeja en la mano y abrió con el codo. Pero no era Moritz. Era Felix.

      El estómago le crujió de pronto. La tetera se deslizó en la bandeja y apenas alcanzó a sostenerla en el último segundo.

      —Moritz no está.

      Su voz sonó extrañamente forzada. Desde el día anterior al mediodía no había hecho más que pensar en Felix, salvo por la interrupción del estúpido correo electrónico, y ahora no se le ocurría sino esa frase insulsa.

      —¿Ah, no? ¿Y estabas esperando visita?

      —¿Yo? ¿Visita?

      Sophia tenía la cara muy caliente, debía estar colorada. Pero era probable que él creyera que ese era su color natural, pues solo la conocida sonrojada.

      —El té.

      Felix señaló la bandeja con la barbilla.

      —Ah, ya. El té es para mí.

      “Y la chocolatina también. Entera, por eso estoy tan gorda”, pensó Sophia.

      —Bueno.

      Él se encogió de hombros y se dio la vuelta para irse.

      —¡Espera! —Sophia soltó un gallo por la agitación—. ¿Quieres que le diga algo?

      —¿A quién?

      —A Moritz.

      —No venía a buscarlo.

      Sophia tragó saliva.

      —Ah, ya.

      Por Dios, hoy era la estupidez personificada.

      —Pensé que podía pasar a ver si tendrías una taza de té y un trozo de chocolate para mí.

      —Y así es. Qué casualidad. —Sophia alzó ligeramente la bandeja. La taza tocó la tetera con un tintineo suave por el temblor de sus manos nerviosas—. ¿Quieres pasar?

      —Si prefieres, puedo tomar el té en las escaleras.

      Ella se rio.

      —Puedes subir a mi habitación. Pero solo por hoy.

      Felix se sentó en el asiento de su escritorio y bebió el té, como si fuera lo más normal del planeta. Y actuó como si se sintiera bien. Lástima que Sophia no hubiera vuelto a organizar su habitación en los últimos siete u ocho años. Había montañas de ropa sucia en el suelo, la papelera estaba repleta, el escritorio se arqueaba bajo el peso de tazas sucias, libros, revistas, carpetas, platos, latas de galletas, basura.

      —¿Chocolate?

      Sophia le ofreció el paquete abierto y, con el pie, escondió unos calzones usados bajo la cama, lo más discretamente posible.

      —Hum. Con mazapán. Mi favorito.

      —¿En serio? Qué casualidad. También es mi favorito.

      Él sonrió. ¿Se estaba burlando de ella?

      —¿Te regañaron? —preguntó Felix.

      —¿Por qué?

      —Por llegar tarde a clase.

      —Ah, no. Es decir, no hubo lío.

      —Me enteré de que Moritz se paralizó en las pruebas orales.

      —¿Te contó?

      Sophia se preguntó de qué hablarían él y su hermano. Si Felix le habría contado que la había invitado a tomar café. Y qué le habría dicho Moritz. Mi más sentido pésame; te mereces algo mejor.

      —Sí, claro. Hablamos ayer por teléfono. Qué mal, ¿no? Ojalá la nota final le alcance para entrar a Medicina de todos modos.

      —Yo espero lo mismo. Seguramente será un buen médico.

      Mentira podrida. En lo más profundo de su ser, Sophia estaba convencida de que a su hermano, el fuerte, el exitoso Moritz, le costaría muchísimo ocuparse de los pacientes enfermos, débiles y atemorizados.

      Felix asintió.

      —Puede que tenga su lado bueno —dijo entonces, pensativo.


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