El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui
ciudad no suprime la explícita tirantez de las ideas, opiniones, sentimientos que circulan con libertad en los diversos espacios públicos. El desafío de componer un tejido urbano coherente reside en la tarea, no de suprimir las diferencias, cualesquiera que sean, sino de encauzarlas hasta conseguir un estado de convivencia pacífica. Si los griegos (los atenienses) no eliminan la desigualdad natural que rodea a los distintos miembros que conforman la comunidad, y menos se disponen a permitir el uso de la fuerza bruta como principio organizador del nuevo mando y gobierno, es porque comprenden que no hay democracia sin contradicciones internas y sin disparidad de criterios al momento de deliberar y tomar decisiones que conciernan a todos. El trabajo del legislador, como el del autor de tragedias, consiste en encontrar acuerdo allí donde solo rebulle la diversidad.
Es momento de detenernos para ofrecer unas cuantas conclusiones. En cuanto género literario y, sobre todo, como creación cultural griega (ateniense, para ser más precisos), la tragedia se sitúa en una línea divisoria que separa dos épocas: el pasado y el presente. Los juicios de Aristóteles y Kadaré, citados al comienzo de este capítulo, han resultado innegables y ajustados a la evidencia documental. En su formulación sintética, los dos señalamientos difícilmente admiten discusión, al menos en lo que atañe a un elemento concreto: del pasado la tragedia toma el amplio campo del relato mítico y lo transforma en fuente estética de composición dramática. Sin embargo, si se examinan con más detenimiento, los juicios dejan al descubierto, no digamos una falta, sino una implicación que solo puede ser restituida por contexto: la tragedia también recoge, de un presente que se explaya a lo largo de casi un siglo, aquello que compete políticamente a la ciudad, y lo hace aparecer, esta vez entreverado, deformado o interrogado, pero nunca expuesto de un modo objetivo, como parte esencial del tejido discursivo de las obras.
En este orden de ideas, la tragedia resulta ser una producción artística que, luego de sumergirse en las aguas del pasado mítico, emerge revitalizada, por así decir, para humedecer sutilmente de conciencia ciudadana, de espíritu cívico, de inteligencia política la actualidad de cuantos componen la mancomunidad de ciudadanos. Si el lazo con el presente no es directo, como sí lo es el que la sujeta a los tiempos idos, es porque en los autores trágicos ya existe conocimiento del objeto en torno al cual trabajan los historiadores. Debido a que su labor no consiste en la descripción detallada de los hechos del día o del relato pormenorizado de las causas y los efectos de algún evento decisivo para el destino de la ciudad, los autores se vuelcan a componer sus piezas dramáticas, espoleados quizás por el presentimiento de que una obra poética cala más entre aquellos a quienes va dirigida mientras menos ilusión de realidad comporte. La trasgresión de este principio estético, tal vez inconsciente en el caso de Frínico y sin duda voluntario en el de Eurípides, ¿explicaría por ventura el veto impuesto por los jueces al autor de La toma de Mileto y el escaso éxito literario obtenido en vida por el tragediógrafo de Salamina, quien solo en cuatro ocasiones –si nos atenemos a la tradición– se alzó con la victoria en el certamen dionisíaco? Cualquiera sea la respuesta que demos, no dejaría de ser hipotética. Una cosa es más segura: en el seno de la tragedia, el pasado mítico remoza su potencia de sentido al contacto con el presente de la ciudad, en forma similar al modo como la ciudad, una vez se autocontempla en la inmediatez de la representación trágica, renueva su ligazón problemática con dicho pasado.
Gracias al jovial y solemne quehacer de los poetas dramáticos, la tragedia hace suyo lo que, en rigor, es un bien simbólico de todos y de nadie: el pasado mítico. Este hacer suyo algo que originariamente no le pertenece puesto que es patrimonio de una comunidad de ciudadanos en un tiempo y un espacio determinados, puede ser entendido como una forma de apropiación o, en los términos atrás empleados, como una forma de reaprehensión. Dicha reaprehensión constituye un complejo proceso creador que incluye tres instancias básicas: en virtud de la primera, de índole selectiva, los poetas abstraen el mito del continuum oral donde en principio tiene su asiento (o donde inicialmente cumple una función explicativa sobre los seres, objetos y fenómenos que componen el cosmos) y lo introducen en la esfera de la actividad artística que tiene por finalidad la mímesis de “acciones nobles y de gente noble”; en virtud de la segunda, de carácter propiamente estético, los poetas se empeñan en reorganizar o reestructurar el mito, en la esperanza de que las acciones que lo constituyen lleguen a ser lo que no son en el relato épico o en la expresión lírica: imagen verosímil, que no verdadera, de un espíritu redivivo por el empuje de la imitación; y, en virtud de la tercera, de naturaleza técnica, los poetas codifican el material mítico seleccionado y reorganizado según reglas definidas y altamente especializadas que atañen por igual a la dicción, el canto y la danza, en un esfuerzo por dotar de unidad aquello que podría existir de modo separado. Selección, reestructuración y codificación míticas fungen de medios para alcanzar una doble finalidad artística: interna y externa. Interna, puesto que dichas operaciones se llevan a cabo con la mirada puesta en la composición de los hechos que sirven para ensamblar la trama; y externa, porque la trama, una vez compuesta, ha de ser a la vez fuente de placer estético y utilidad social.11 Al apuntalarse en las tres instancias, la reaprehensión del mito se convierte en el fundamento artístico del drama y, en particular, de la tragedia. O, en otras palabras, el ser de la actividad dramática trágica se define por el entrecruzamiento entre el empuje de la imitación y la labor de reaprehensión, “operando conjuntamente en el campo de la praxis humana por medio de actuantes” cuya interpretación dramática admite ser juzgada en términos de virtud o vicio (Ricoeur, 1992, p. 220).
En últimas, lo que en el mito ha sido (de un modo que escapa a la vivencia en acto y según unas determinaciones que encajan mejor en las denominadas sociedades ágrafas) en la tragedia vuelve a ser, en conciliación con los hábitos agonales de la idiosincrasia ática. Solo que aquí, en la ciudad que patrocina la fiesta cívico-religiosa en honor de Dioniso,12 este volver a la existencia no enseña los rasgos de una identidad inmutable y permanente. Como sustento artístico del drama trágico, el mito retorna exhibiendo una apariencia alterada. Dicha alteración responde a dos razones. Una, de época, dada la necesidad de actualizar el contenido del mito; y otra, de género, dadas las exigencias propias del formato teatral. Las dos razones se asocian para ofrecer al mito una posibilidad de persistencia en la conciencia de los ciudadanos. Actualizar el mito significa reconocer que su inagotable clamor, proferido mediante una palabra que insinúa mucho más de lo que comunica, cuenta con la capacidad de esclarecer las situaciones humanas más inmediatas y aún las circunstancias sociales más conflictivas. Dramatizar el mito, por su parte, implica revestirlo de un dispositivo de funcionamiento artificial en virtud del cual lo que es expresión y referencia relatadas se transforma en lenguaje personificado, en tejido discursivo dialogado o cantado, que simula transparentar lo que acontece en la vida regular de una comunidad determinada. Por eso, con ocasión del teatro, esa institución social inventada por los griegos y convertida en un acontecimiento panhelénico, el mito se actualiza bajo la forma artística del drama, del mismo modo como la dramatización de las acciones humanas encuentra todavía sentido, y sentido vinculante, en la luminiscencia del relato mítico.
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