El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui
es decir, media entre dos lenguas o, por extensión, entre dos géneros literarios, uno correspondiente al venerable magisterio del cantor o recitador profesional y otro relativo al naciente oficio del hacedor dramático. Su conocimiento de las dos instancias debe ser suficiente como para no ignorar que entre el espíritu de la diégesis, característica del discurso épico, y el de su transformación en ficción teatral media una distancia que debe ser superada. Cuando esto se logra, gracias a una especie de acuerdo estético que toma en cuenta el sentido de ambos ámbitos de referencia, el autor de tragedias se yergue como creador de aquello que conviene denominar “el mito trágico” (De Romilly, 1997, p. 175). Así, un mismo elemento de composición se presta a un doble y dispar tratamiento estético. Si en la tarea que compete al autor no sobreviniera dicho ejercicio de traducción (en virtud del cual el mito logra pervivir en el espíritu de un pueblo como motivo dilatado de génesis e ímpetu creativos), a duras penas podría establecerse un nítido deslinde entre la épica y el drama.
La idea puede ser expuesta de otra manera: sin ser teólogos, y por lo tanto sin estar movidos por el deseo de hacer mitos, en cuanto tentativa por inventar leyendas que sobrepasan “nuestra comprensión” (Aristóteles, Metafísica, III, 4, 1000a, 9-19), y sin ser filósofos, y por ende sin tener la pretensión de hacer filosofía, en “cuanto intento para resolver los problemas del universo solo por la razón que se opone a aceptar explicaciones puramente mágicas o religiosas” (Guthrie, 1995, p. 32), los poetas trágicos se afirman en medio de ambos ámbitos de acción al momento de componer sus obras. Afirmarse quiere decir que no solamente ignoran la aguda repercusión social de la épica homérica y hesiódica y la innovadora actividad de pensamiento adelantada por los milesios e itálicos, sino también que proyectan en sus propias piezas teatrales, aunque bajo un manto enhebrado de ficción dramática, el sustrato decantado de una y otra tradición. Si para la mentalidad clásica griega dos son las posibilidades del lenguaje humano, una ofrecida por el mito (teología) y otra proporcionada por el logos (filosofía), entonces los poetas trágicos, guardando todas las proporciones, conceden la primera al coro y la segunda al héroe. No decimos que el coro sea un personaje colectivo tras cuyo velo se oculta la figura del teólogo, ni que el héroe sea un substituto enmascarado tras cuya apariencia se esconde el personaje del filósofo. Una afirmación semejante resultaría a todas luces absurda e inaceptable. Pero no deja de ser llamativo el hecho de que, así como el coro comenta, mediante analogías narrativas fabulosas, lo que acontece en escena, el héroe se refiere a la acción que está en trance de ejecutar o que ha ejecutado haciendo el uso de una palabra razonada, teñida a veces de lógica impecable. Desde luego, ninguno de los dos usos se presenta en estado puro, pues nada impide que el solemne canto del coro desemboque en lúcidas reflexiones de índole filosófico-moral, ni que el razonamiento del héroe se combine con sentimientos profundos que rozan lo mítico-religioso. Fluctuando entre estos dos modos de encarar la realidad, pero sin llegar al extremo de hacerse pasar por lo que no son, los poetas trágicos aúnan en lo más hondo de su ser la perspicaz sensibilidad del teólogo y la inquietante racionalidad del filósofo.
En su dimensión épica, sea en versión homérica, sea en versión hesiódica, sea en una versión privada de atribución personal, el mito llega a ser el lenguaje más característico de aquellas comunidades humanas en las que la trasferencia del saber tradicional, la enseñanza de las costumbres, la indicación de las líneas de parentesco, el registro de las jerarquías de poder, la descripción de los bienes privados, etc., se transmiten por vía oral. No habiendo escritura, o habiéndola solo en un estado embrionario, la palabra hablada se convierte en la herramienta primaria de la comunicación interpersonal. En calidad de lenguaje oral, el mito se afinca discursivamente en una larga secuencia de palabras cuya articulación interna, regulada por una doble determinación causal y temporal y sometida a los patrones de una métrica estricta (por no decir formularia), sirve de vehículo de expresión a las acciones de los dioses, héroes, animales fabulosos y demás potencias cósmicas que intervienen físicamente en la naturaleza. Cierto que el mito no se priva de ahondar en la compleja vida interior de los agentes implicados en el relato; pero no es menos cierto que su énfasis expresivo y referencial recae en las acciones realizadas por dichos agentes. Cargadas de poderosas resonancias religiosas, tales acciones dan cuenta del incesante dinamismo que distingue al cosmos como totalidad observable de los mismos seres que lo conforman, según su respectiva naturaleza. Quienes las oyen, ora en el cálido ambiente del fuego familiar, ora en el bullicioso reducto de la plaza pública, quizás encuentran en ellas, si no modelos de conducta que ameritan ser imitados, principios explicativos con base en los cuales tienden a forjarse una imagen del mundo. Pero cualquiera sea el modo de experimentar el contenido de las acciones escuchadas, este queda reservado a la vivaz o apocada imaginación de los individuos. Son ellos quienes, en privado o a la vista de todos, se hacen una idea, representación o imagen mental de las gestas, pasiones, palabras, etc., que componen el perfil divino o heroico de los personajes míticos que son referidos por los cantores o recitadores profesionales. Lo que oyen, al amparo de unas condiciones comunicativas muy diferentes de las que presiden el desarrollo de la cultura escrita, lo intentan refigurar en sus mentes, apoyándose en formas, decorados, funciones y movimientos conocidos. Con todo, lo refigurado, aunque pueda permanecer cierto tiempo en la mente de los oyentes, acaso sufriendo modificaciones debido al contacto con nuevos estímulos verbales, nunca se ofrece a la contemplación externa.
Muy distinta es la situación que tiende a configurarse cuando el mito, especialmente aquel que es objeto de selección por parte del autor, abona el versátil campo de la escena teatral. Más que plasmar en largos hexámetros o pentámetros dactílicos los motivos que integran el mito, el tragediógrafo los adapta, bajo un esquema métrico más acorde con el habla cotidiana, a las distintas posibilidades expresivas que entraña cualquier diálogo humano: intercambio de preguntas y respuestas, alternancia de afirmaciones y declaraciones, informes detallados de acontecimientos acaecidos con anterioridad a los encuentros conversacionales, frases cortadas por los interlocutores, etc. Así, el diálogo a varias voces y el canto poliestrófico toman el lugar ocupado en el pasado por la voz dominante del aedo o rapsoda (e incluso por la voz subjetiva del poeta lírico). El modo indirecto de la dicción poética cede su paso al modo directo. La técnica formularia “agrupada alrededor de temas uniformes tales como el consejo, la reunión del ejército, el desafío, el saqueo de los vencidos, el escudo del héroe, y así interminablemente” (Ong, 1987, p. 31), o la habilidad de improvisación, igualmente, son reemplazadas por el libreto, por una escritura previa que demanda otro tipo de aprendizaje, otra clase de memoria. Y tras el edificio de la escena, pero nunca en frente del auditorio que lo escucha y le hace eventuales peticiones poéticas, suponemos la presencia del autor, atareado en los diversos compromisos que debe atender como artífice último de la ficción dramática. Artífice de ficción, puesto que su labor se concentra en hacer que el mito cobre vida o, más bien, en suscitar artificialmente esa impresión.
En la tragedia, dicho en términos figurados, el mito adquiere carácter, energía, apariencia de voluntad. La divinidad, masculina o femenina, emerge sobre el escenario como si fuera tributaria de una voz y un cuerpo perceptibles, en cierto modo similares a los de cualquier mortal; el héroe o la heroína, al ser introducidos en el contexto teatral, dejan de ser simplemente mencionados o aludidos y se muestran como si obraran en realidad de verdad, instigados por temores, dudas, quejas, ambiciones o deseos de venganza; y un elemento natural (por ejemplo, el océano del Prometeo) interviene en la trama dramática como si estuviera provisto de atributos reservados solo a la raza de los hombres. Nada de lo que se ve u oye sobre las tablas es real, nada detenta consistencia tangible, nada denota una existencia duradera, pero la imitación ejecutada por los actores debe producir ese efecto en los espectadores. Todo ha de enseñar la marca distintiva del falso-semblante. En el marco estrecho delimitado por las barracas, la ficción tiene que campear a sus anchas, irrigar sus alcances ilusorios sobre la orquestra y aun sobre los hemiciclos del auditorio, impregnando de espantosa y placentera fabulación el campo visual y auditivo de los asistentes. El mito aguarda ser personificado al calor de extenuantes interpretaciones, en la esperanza de provocar entre los circunstantes, durante unos pocos días, el sentimiento de que un pequeño universo se levanta delante de sus propios ojos. Ello explica porque, más que ir a oír la palabra contada, el ciudadano ateniense va a al teatro a escuchar la palabra encarnada.