El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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de datación temporal.

      Sin importar cuántos relatos quedan por fuera de sus respectivas compilaciones, y haciendo caso omiso también de los detalles con que ambos poetas sazonan la textura discursiva de aquellas narraciones que recogen en sus obras, la organización llevada a cabo por ambos otorga a los mitos, adicionalmente, una explícita vocación educativa. Al ser arrancados del círculo del habla espontánea, los mitos se convierten en una de las fuentes más importantes –sino la más relevante– de la educación griega. Por eso cuando Platón, pese a la dura crítica que les dirige, llama a Homero y a Hesíodo “poetas mayores” (República, II, 377d), en el sentido de ser –cuando menos el primero de ellos– “maestro de todos los poetas trágicos” (X, 595c), no hace más que reproducir una convicción avalada por la opinión mayoritaria ateniense.4 Algo similar podría predicarse de Hesíodo, si tenemos en cuenta que un poema como Trabajos y días, hilvanado a base de consejos, instrucciones, símiles poéticos, breves y significativas fábulas y proverbios, al parecer estaba dirigido, primeramente, a su hermano Perses (Cfr. Trabajos, 27-41). Los mitos, en esa medida, dejan de ser solo materia de entretenimiento y placer (o, por el contrario, instrumento con el cual algunos pretenden ejercer poder y dominación sobre otros) y adquieren un fuerte valor pedagógico. En la enseñanza entran a formar parte de lo que los griegos denominan música. Mitos, pues, es lo que cuentan las madres y nodrizas a los niños durante su primera infancia; leyendas es lo que narran los pedagogos cuando llevan a los infantes a la escuela; y los adultos, con ser amantes de la palabra razonada, no dejan de entintar sus conversaciones con estas tramas que hablan de seres y potencias sobrenaturales. Son estos agentes de narración los que, junto con los poetas, reproducen –y al tiempo custodian– las tradiciones orales de los pueblos balcánicos. Lo que se consigue, con el correr de los años, es una especie de “marco mental” relativamente estable “en el que se induce a los griegos, con toda naturalidad, a representarse lo divino, a situarlo, a pensarlo” (Vernant, 1991, p. 17).

      La continuidad del relato mítico en el tejido poético constituye un aspecto sobrepuesto, pero no menos trascendente, de esa cultura común que la escritura contribuye a consolidar. Nos servimos de la imagen “tejido poético” para designar el conjunto de producciones líricas que, junto al trabajo de Homero y Hesíodo, van surgiendo en Grecia entre los siglos VII y VI. Sea cual fueren los metros utilizados, y sea que se acompañen o no de la flauta o la lira, los poetas líricos en gran medida también favorecen la estabilización mítica de la que hablamos. Aunque en ellos el foco de atención se centre en la expresión del sentimiento personal, en el examen de la vida íntima o en la comunicación de sus más vivos deseos y esperanzas, no dejan de matizar sus composiciones con alusiones veladas o explícitas a los dioses, a las distintas fuerzas divinas y a las figuras heroicas de su propio pasado. La lírica, monódica o coral, recubre, al servirse de la escritura, un doble referente: el que es designado por una expresión que hace mención de lo general situado más allá de sí y el que brota, mediante el vehículo de la palabra emotiva, desde dentro de sí. Pero su magisterio social, hecho a base de un saber conseguido mediante el contacto con las divinidades, queda fuera de toda duda.

      La tragedia, al regodearse en el pasado, no haría otra cosa que seguir las huellas dejadas por la epopeya y la lírica. No en vano el género épico, y en menor medida el lírico, escrutan –y encuentran– la sustancia misma de sus respectivos que haceres poéticos en la tradición mítica y, concretamente, en los denominados ciclos tebano y troyano (Alsina, 2015, p. 275). Si antes del siglo V estos dos géneros constituyen la única fuente de conocimiento disponible sobre los más diversos aspectos de la prehistoria griega (gestas de dioses, figuras heroicas, linajes humanos, regiones cósmicas, epítetos de culto, costumbres funerarias, conductas rituales, instituciones sociales, etc.) y si la inmensa mayoría de los griegos creía que lo dicho por Homero, Hesíodo y algunos autores de poesía elegíaca y yámbica tenía, si no valor de verdad, contenido de realidad (Castoriadis, 2006, p. 105), entonces el drama no tendría por qué ir a buscar su fuente de inspiración en un terreno distinto al ya frecuentado por aquellos géneros y autores. La inferencia salta a la vista: cuando los poetas trágicos toman de los mitos los temas con los cuales entrelazan poéticamente sus composiciones, en realidad lo que hacen es explotar un trasfondo cultural compartido del cual son partícipes todos cuantos se reconocen bajo la rúbrica de atenienses.

      La segunda circunstancia compete a la atmósfera cultural. Como resultado de estas transformaciones sociales, militares y políticas, Atenas, durante el siglo V, se contempla a sí misma, si reparamos en el contenido del discurso que Tucídides pone en boca de Pericles, como una ciudad en donde se dan cita palabras que se traducen en hechos o hechos que son escoltados por palabras:

      […] somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos [los asuntos públicos] lo consideramos, no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que supone un perjuicio para la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción. (Historia, II, 40, 2-3)

      Cierto que el historiador, al ponderar la alianza de estos dos aspectos, proyecta sobre su propia situación contemporánea un señalamiento ya acotado, otrora, por Homero, cuando nos hace saber, mediante la voz concedida a Fénix, que un héroe se caracteriza a la vez por “hablar bien y realizar grandes hechos”(Ilíada, IX, 443); cierto, también, que si la ciudad se piensa como un todo compuesto de partes, y dentro de esta unas se definen por su función oratoria y otras por su función artesanal, entonces la ciudad deviene una mezcla de oradores y demiurgos: oradores cuya labor reclama el uso de la palabra y demiurgos cuya tarea se basa en el uso manual de toda clase de herramientas; pero no es menos cierto que en la polis, a diferencia de lo que ocurre en el mundo descrito por Homero, palabras y hechos comienzan a separarse. El énfasis recae ahora en el discurso (Arendt, 2006, p. 40).

      Durante el período conocido con el nombre de Pentecontesia (el tiempo trascurrido entre la batalla de Platea, en 479, y el inicio de la Guerra del Peloponeso, en 431), Atenas se convierte en el foco de atracción para muchos de los aliados y para un sinfín de extranjeros que quieren probar suerte en la ciudad. Entre estos, comienzan a destacarse una serie de personajes que, aunque no constituyen en propiedad una clase social, exhiben el perfil de un nuevo oficio: el de “enseñantes”. Se llaman a sí mismos “maestros de sabiduría”, gustan de frecuentar diversas ciudades y comparten entre sí una actitud similar: “El escepticismo, la desconfianza respecto de la posibilidad del conocimiento absoluto” (Guthrie, 1995, p. 78). Proceden de las más diversas regiones, ya sea del noreste de Grecia, del sur de Italia, del noroeste del Peloponeso o de las islas cercanas a la costa sur del Asia Menor. Más que proseguir el tipo de averiguación racional que había caracterizado a los antiguos físicos o fisiólogos (asuntos de cosmología y astronomía), enfocan sus reflexiones hacia aspectos prácticos de la vida política. Pese a las diferencias en sus “programas de enseñanza”, un asunto en particular los mueve por igual: la preocupación por la palabra como herramienta de acción política. Dado que no escatiman el cobro por las enseñanzas que imparten, prefieren frecuentar las casas de los hijos de la aristocracia superviviente. En boca de estos personajes, designados con el nombre de sofistas, el logos es asumido casi en términos de una divinidad. La acerba crítica que hacen de las categorías tradicionales de pensamiento suscita entre los atenienses medios no poca suspicacia y resquemor. Como individuos itinerantes, conocen las diferencias culturales entre los diversos pueblos; de ahí que no alienten la creencia de que existen costumbres universales o leyes con carácter vinculante para todos los seres humanos. Al trabar contacto con otras comunidades, no pueden menos de suscribir un relativismo cultural que se materializa en la oposición naturalezaley. Dado que ponen en duda las más venerables creencias del pasado religioso griego, y aun las más enquistadas opiniones de los más pudientes, suscriben un ideario en el que la noción misma de lo sagrado adquiere tintes de un germinal agnosticismo y en el cual la categoría de virtud admite ser convertida en objeto de enseñanza. La ciudad los tolera, aunque no sin reparos. No deja de ser paradójico que sea la misma clase aristocrática la que, en general, acoja a esta clase de personajes, pues sus doctrinas muy a menudo chocan contra las opiniones suscritas por ella. El Sócrates platónico


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