El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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hasta mediados del siglo III, época en la que el rey Ptolomeo Filadelfo II actuó como mecenas de los llamados “trágicos alejandrinos” (Scodel, 2014, p. 15). Mientras un hallazgo arqueológico imprevisto o un descubrimiento bibliográfico aleatorio no alteren el estado de la cuestión, obligándonos a reconsiderar la naturaleza del material existente o la situación vivida por Atenas durante aquellas jornadas, es forzoso atestiguar que el sello distintivo de la tragedia reside en la extemporaneidad. Dicho con mayor énfasis: el arte trágico, en relación con el tiempo, se apuntala en el atavismo y en relación con el espacio, en el anatopismo.3 Si la tragedia descansa, abreva, rebusca en los tiempos idos para plasmar el resultado de su quehacer poético, ¿de qué tiempos hablamos? Respuesta llana: de aquellos que son inherentes al mito o, si se prefiere, a la mitología, entendida en el sentido de “conjunto de relatos que conciernen a los dioses y a los héroes, es decir, a los dos tipos de personajes a los que las ciudades antiguas les dedicaban un culto” (Vernant y Vidal-Naquet, 2002, p. 100). De inmediato, una pregunta brota por sí sola: ¿por qué la tragedia habría de apelar al mito, a estos relatos venidos de lejos, cuando es razonable pensar que “el impulso de la democracia hubiera debido conducirla […] hacia el presente y las realidades atenienses [?]” (De Romilly, 1997, p. 160).

      No es solo por razones sociales, supeditadas al régimen democrático que se instaura en Atenas durante el siglo V, que los poetas trágicos apelan al mito para componer sus obras. Este aspecto es significativo, y sin duda es necesario tenerlo en cuenta a la hora de considerar el contenido político de la tragedia. Pero quizá haya otros motivos que ayudan a comprender mejor el vigoroso lazo que une a la tragedia con el pasado mítico. Tales motivos atañen al valor mismo de los mitos. Antes que ser “invenciones fantásticas” (Aristóteles, Metafísica, III, 4, 1000a, 18-20) con las cuales se pretende conjurar el miedo que los fenómenos de la naturaleza despiertan en los hombres, o modos “mitopoyéticos de pensamiento” (Kirk y Raven, 1979, p. 21) encaminados a descubrir el misterio que encierra la realidad, e incluso “hermosas mentiras” con las cuales los poetas cautivan el ánimo de los oyentes (Gigon, 1962, p. 18), los mitos, en cuanto relatos de acciones acaecidas en un tiempo primordial, despuntan en el alba de la civilización como estructuras de lenguaje mediante las cuales una comunidad traduce a otro nivel de expresión su propia captación de la realidad, sea esta la realidad total (el universo), sea una realidad parcial (el hombre, la relación de este con otros seres, una determinada costumbre, una institución social, etc.). Colmados de imaginación, cuando no de explícitos detalles tremebundos, y articulados sin necesidad de reparar en las determinaciones propias de una lógica demostrativa, los mitos versan sobre los eventos que tienen lugar en las distintas regiones que integran el cosmos, sobre los agentes responsables de dichos sucesos (sean dioses, héroes o fuerzas interiores o exteriores) y, en conexión con ambos motivos, sobre los entes en quienes recae la enérgica acción de aquellos. De ahí que lo que dan a conocer los mitos, bajo el aspecto de un entramado diegético (“narrativo”) que toca la sensibilidad fabuladora de los hombres, exhibe una voluntad de participación extendida. La colectividad que narra y escucha los mitos, recurriendo a una serie de palabras que se sustenta en la tradición oral, se reconoce en sus líneas esenciales como si se plantara ante un espejo cuyo cristal devolviera una identidad viva, no exánime o acabada. En suma, los mitos –escribe Soto Posada (2010)–, al apuntar “a lo permanente del hombre”, constituyen “un conocimiento para orientarse en el mundo y saber de sí mismo, un conocimiento que manifiesta algo sobre el origen último de las cosas” (pp. 35-39).

      Los mitos entrañan, conforme a la naturaleza de la cual son tributarios, una dimensión de lo ficticio que los autores trágicos aprovechan para dar a luz una nueva creación artística. Esa dimensión de lo ficticio se relaciona con un rasgo que es inherente a los mitos y el cual les sirve para diferenciarse del relato histórico: su temporalidad constitutivamente imprecisa. ¿En dónde radica su imprecisión? En la imposibilidad de establecer con algún grado de seguridad o de mínima certidumbre cualquier clase de hito cronológico. De ahí que las unidades de medición temporal, tan caras al discurso de la historia, no sean aplicables a los mitos. Jamás las narraciones míticas dirán algo como esto: “En el año tal, cuando aconteció tal evento”. Dirán más bien: “Un año” (cualquiera). O, en palabras de Gigon (2012), los mitos se mueven en “un pasado absolutamente indeterminado e indefinido, en el ancho campo del ‘érase una vez’, que no guarda ninguna relación con el presente” (p. 27). De ahí la inutilidad –o el fracaso– de la pregunta que intenta averiguar por su origen o procedencia. Cualquier intento que pretenda fijar la génesis primordial de una narración mítica está condenado a sufrir el vértigo de la regresión infinita. Tampoco resulta procedente someter a examen una supuesta autoría mítica. Los mitos, más que el producto de la labor imaginativa de un individuo, son el resultado de una creación colectiva, en la que la autoría sale sobrando. Esta doble incertidumbre, antes que ser una limitante poética, favorece su uso (el uso de sus motivos) por encima de cualquier determinación local o personal. Dicho uso, aplicado para necesidades diversas (las artísticas, por ejemplo), se apuntala en el reconocimiento de la vigencia de su sustancia de contenido, decantada como residuo significativo tras siglos de trasmisión por parte de innumerables generaciones de mitantes (o contadores de mitos). Cada grupo humano, dependiendo de su propia conformación social, sabe extraer de este residuo aquellas figuraciones que necesita para investir de sentido al mundo. Por eso, en palabras de Castoriadis (2006), “el mito pone en acto este sentido, esta significación que una sociedad imputa al mundo, figurándolo por medio de una narración” (p. 196).

      Si los trágicos se aprovechan de los contenidos míticos que forman parte de su compleja tradición es porque no ignoran que en ella todavía se atisban las huellas de un pasado salpicado de sentido que merece ser actualizado. En últimas, dado que el mito habla de los primeros tiempos en los que, paradójicamente, aún no existe conciencia histórica, y dado que la historia habla, según la conocida distinción aristotélica, de lo particular, “lo que ha sucedido –qué hizo o qué le sucedió a Alcibíades–”, entonces los autores trágicos hablan de lo general o universal: “A qué tipo de hombres les ocurre decir o hacer tales o cuales cosas verosímil o necesariamente” (Poética, 9, 1451b, 5-11).

      Entre los griegos, la atribución de sentido mítico a su propia situación presente se soporta en dos circunstancias de facto, relativas, la primera, a lo que podría caracterizarse como una aquilatada estabilización de la tradición mítica y, la segunda, al ambiente cultural que se respira durante el siglo V dentro de la misma ciudad de Atenas.

      Con “aquilatada estabilización” queremos indicar, no que el conjunto de mitos pierda una parte importante de su riqueza poética o de su fuerza religiosa, ni tampoco que dicho conjunto conduzca a las diversas comunidades urbanas y rurales a introducir cambios drásticos en sus prácticas rituales, sino que ese acervo mítico recibe una primera ordenación discursiva en los poemas de Homero y Hesíodo. Si por definición los mitos son irreductibles a una única y definitiva versión, de una sola y concluyente composición, pues la plasticidad está en el núcleo de su naturaleza, Homero y Hesíodo, más que actuar de mitógrafos profesionales, obran a semejanza de archivistas de un material oral vasto, disperso y contradictorio, nutrido de las hazañas y gestas de personajes legendarios lo mismo que de las actuaciones de entes sobrenaturales. No en vano, según Heródoto, ambos poetas, obrando de un modo distinto, “describieron para los griegos a los dioses, dándoles todos sus poderes, oficios y títulos apropiados” (Historias, II, 53). Lo que articulan en sus correspondientes poemas es aquello que requieren para dar cumplimiento a los fines perseguidos. Mientras Homero incluye deidades que son plasmadas con rasgos antropomórficos y dotadas de atributos y pasiones semejantes a las de los mortales (pues aman, odian, engañan, se ríen, se lamentan, trazan planes, agradecen los honores recibidos por los seres humanos bajo la forma de plegarias, advocaciones y sacrificios, etc., es decir, toda una gama de sentimientos cuya “cualidad más notable es la inestabilidad” –Cfr. Redfield, 2012, p. 311), y que invariablemente sitúa en una región del cosmos –el Olimpo– que funciona a la manera de una sociedad autocrática, gobernada por el poder unipersonal de Zeus, Hesíodo enlista no solo generaciones de divinidades sino además fuerzas cósmicas personificadas


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