El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui
acontecimiento para designar este proceso de reaprehensión? ¿No llamamos de ese modo a algo que tiene la particularidad de interrumpir, de cortar, de romper un cierto estado de cosas? Apresurémonos a responder que el meollo de la cuestión, otra vez, no está en el qué sino en el cómo. Con ocasión de la fiesta religiosa dionisíaca organizada en forma de concurso teatral, la reaprehensión mítica trae como resultado un ordenamiento poético (un género literario, si se prefiere) no conocido hasta entonces, así algunos de sus elementos se encuentren ya, en estado incipiente o bastante desarrollado, en géneros precedentes: el drama. Solo que la reaprehensión del mito que conduce al nuevo ordenamiento poético denominado drama entraña tres fases: a) de selección y modificación; b) de reestructuración; y c) de codificación.
Expliquemos cada una de ellas.
Ante todo, hemos de suponer que los poetas trágicos, tramados por el lenguaje que los constituye como seres dotados de logos, contemplan el conjunto de mitos con ojos que no son los de sus predecesores. No pueden ser los mismos ojos ni semejante la mirada, si tenemos en cuenta que el surgimiento, desarrollo y consolidación de la polis es el resultado de complejos cambios sociales y espirituales. Sin una racionalidad política que sirviera de basamento al entramado de las relaciones sociales entre los hombres, la ciudad escasamente se hubiera constituido como núcleo de propósitos comunes. Si descontamos factores tales como el nacimiento, el territorio y ciertos derechos amarrados a acuerdos establecidos entre gentes distintas, la participación es el criterio fundamental del reconocimiento de la ciudadanía en la Atenas democrática del siglo V. Aun cuando Aristóteles pone el énfasis de la participación en el desempeño de las funciones judiciales y de gobierno, es decir, en el acceso a los honores públicos (Política, III, 1275a, 7-8), es claro que la intervención ciudadana se extiende a otros ámbitos no propiamente políticos: por ejemplo, el religioso y el deportivo. Al ser las Dionisias Urbanas una fiesta de carácter cívico-religioso, cuya organización corre a cargo del arconte epónimo, los poetas trágicos que presentan a concurso sus obras intervienen en calidad de ciudadanos. Ya antes insinuábamos que no debemos considerar a los hacedores dramáticos como individuos ajenos a las vicisitudes de la polis o separados del espacio público donde se juega el destino de todos sus habitantes. Más razonable es pensar que en ellos la conciencia de la vida en común, sin duda muy distinta de la vida privada, toma el rumbo del arte, en cuanto forma especializada de participación ciudadana. El quehacer de los poetas, en esa medida, resulta destinado a otros, nunca a sí mismos. ¿A quiénes? Ni más ni menos, a aquellos que, enlazados social y espiritualmente por un sentimiento de amistad política (philía), se saben integrantes de una asociación compartida (koinonía).
Los ojos con que los autores de tragedias contemplan el universo mítico, observa Nestle (citado por Vernant, 1987, p. 27), son los del ciudadano. Dada la condición social que encarnan, no tienen más alternativa. Ello significa que la preocupación por la ciudad alimenta de energía creadora dicho ejercicio contemplativo. Lo que sea que vean al cabo de este operar teórico (pues no sobra recordar que, entre los griegos, la palabra theoría denota menos un “mirar por mirar” que un “demorarse en la mirada”) escapa por fuerza al conocimiento de los espectadores. Podemos presumir, no obstante, que el contenido de la visión alcanzada, además de estimular el diseño inicial de las obras, pasa luego a estas a través de una suerte de filtro heurístico y en ellas reposa como material cifrado (pero no hermético). La relación que se establece entre los poetas trágicos y el contenido de la visión o contemplación mítica describe la dinámica propia de la intencionalidad artística. De ahí que no podamos evitar pensar que, al demorarse reflexivamente en alguna clase de material mítico, cuyo sedimento es después reconfigurado dramáticamente en forma de tetralogía o pieza suelta, los poetas trágicos obren sin que medie una vocación expresa que se relaciona con las necesidades de la ciudad. Si ello es así, no resulta descabellado intuir que la tragedia
[…] se sitúa entre dos mundos y es esta doble referencia al mito, por una parte –concebido en adelante como perteneciente a un tiempo remoto, pero aún presente en las conciencias– y por otra a los nuevos valores –desarrollados con tanta rapidez por la ciudad de Pisístrato, de Clístenes, de Temístocles, de Pericles– lo que constituye una de sus originalidades y el resorte mismo de su acción. (Vernant, 1987, p. 11)
No creemos, con todo, que esta doble referencia de la tragedia al mito y a la ciudad, la primera centrada en el asombro que todavía genera el relato sobre los seres y acciones de otros tiempos, y la segunda encuadrada en los desvelos y ansiedades que origina la vida de los hombres en comunidad, pueda rendir sus frutos a menos que el trabajo artístico de los autores se ejercite previamente en una selección del material mítico. Dado que la frontera última de la creación trágica es la imagen de la ciudad que cada uno de los poetas tiene en mente, la elección de los mitos sería hecha en función de esa imagen. Desde luego, se trata de una imagen cambiante cuyos contornos varían conforme se modifica la ciudad con el paso de los años. Sensibles a las mudanzas del entorno cívico, los autores de piezas trágicas adecúan los mitos elegidos a las circunstancias puntuales que rodean la polis en un momento dado, y no al revés. Esta adecuación no solo demuestra la elástica naturaleza del mito; también atestigua la versátil maestría de los hacedores poéticos.
La tradición oral de la cual hacen uso los autores dramáticos, y en especial los tragediógrafos, no es tomada en su totalidad, y no puede serlo. La razón es sencilla: no todo el universo mítico conocido y disponible, de por sí abundante, disímil y a veces contradictorio en sus distintas versiones, facilita su eventual puesta en escena. Antes que desmentir la idea de estabilización relativa, esta razón no hace más que reafirmarla. Del mismo modo, como no todo lo contado por Homero y Hesíodo reaparece entre los trágicos, no todas las tramas trágicas hacen eco a lo referido por aquellos. Tres acotaciones nos sirven para demostrar el aserto: en el material literario griego anterior al siglo V, ¿dónde encontramos, salvo en los versos 321-325 de la Odisea (XI), en los que se hace una somera alusión al personaje de Fedra, una referencia directa a la leyenda de Hipólito que motiva la tragedia epónima de Eurípides? O, en otra dirección, ¿en cuál de las obras conservadas de los tres autores trágicos clásicos hallamos, como motivo estructurante de la intriga, la historia en la que padre (Urano), hijo (Cronos) y nieto (Zeus) se trenzan en relaciones arteras y violentas cuyo fin es acceder definitivamente a la soberanía divina e instaurar un orden cósmico inalterable, y la cual relata Hesíodo en su Teogonía? Y, por último, ¿de qué materiales echa mano Sófocles para contar, por boca de Teucro, que Héctor, el gran héroe aqueo, en lugar de morir a manos de Aquiles (tal como se narra en la Ilíada, XXII, 395-ss) “fue desgarrándose hasta que expiró”, sujeto por el cinturón que este le había regalado y que lo ataba al barandal de su carro? (Cfr. Áyax, V, 1031). Planteadas sin mucho desarrollo, estas rápidas acotaciones tienen el mérito de indicarnos que la primera fase del proceso de reaprehensión ha de pasar inevitablemente por la criba o el destilado de la sustancia poética. Los autores trágicos someten, pues, el conjunto de relatos míticos a un deliberado proceso de selección. Del amplio acervo fijado por escrito, escogen una parte y descartan otra. ¿Qué parte dejan por fuera? Solo un estudio comparativo, elaborado con base en exhaustivas recopilaciones mitográficas, podría establecerlo. Por supuesto, tal pretensión se aparta de nuestro propósito. No obstante, hoy sabemos que el conjunto de las obras trágicas conservadas demuestra que los mitos vinculados directamente con la historia de Dioniso han quedado al margen. Muy ocasionalmente, explica Lesky (2009), “encontramos como tema el relato del nacimiento del dios o los mitos de adversarios como Licurgo y Penteo, pero no basta para reconocer un período de desarrollo en el que la tragedia era una obra de contenido puramente dionisíaco” (p. 376). En efecto, salvo Las Bacantes de Eurípides, pieza de profundo contenido religioso con la cual el autor se habría despedido de la escena ática, ninguna otra tragedia se ocupa de dramatizar elementos pertenecientes al culto de esta divinidad. Por ahora, ignoramos si la tragedia más antigua, es decir, la que hubo de servir de germen al desarrollo de la consolidación del género, incluía o no algún contenido explícitamente dionisíaco. Y, a juicio de De Romilly (1997), es de suponer, también, que mitos apoyados en elementos