El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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poco valor literario y débil incidencia social tendría la actividad de reestructuración poética que intenta proporcionarle apariencia de vida al mito, si la labor del tragediógrafo se limitara únicamente a solucionar problemas de índole formal. Una muestra de destreza técnica o una demostración de maestría en el arte de componer tragedias no es garantía de trascendencia espiritual. No pocas veces la tenencia de unas cualidades excepcionales para crear algo en el terreno del arte desemboca en un estado de parálisis estética. Por eso, para los griegos, cualquier obra formalmente lograda pero vacía de contenido, resulta fallida o precisada de cumplimiento. De ahí la obligación de que el autor atienda, con igual o mayor cuidado, el asunto de la sustancia temática.

      Atender la sustancia temática del mito o, lo que es igual, ocuparse de su contenido, es parte del quehacer interpretativo reservado al autor de tragedias. Con el mito, sostiene De Romilly (1997), “la fijeza del marco deja la mayor parte a la interpretación, y subordina el dato general a lo que él quiere trasmitir” (p. 162). Por tal razón cabe suponer que el autor, antes de fijar por escrito la obra que será representada durante las Dionisias Urbanas, examina pacientemente los postulados de sentido que el relato mítico encierra. De este examen depende el uso que luego habrá de darles a dichos postulados bajo la figura de un ordenamiento dramático. La interpretación, que cambia o puede cambiar de un autor a otro, abre, en lugar de cerrar, el mundo englobado por el relato mítico. La consecuencia de esta apertura es la intensificación de su dimensión intemporal y, más, de su dimensión universal. No en vano, al ubicarse por encima de la situación particular del ciudadano medio, la historia referida por el mito atañe, sino a todos los que la escuchan, a más de uno.

      Decimos “atañe” puesto que si el mito no fuera más que un tejido multicolor de anécdotas legendarias o populares cuya fina urdimbre consigue embriagar el ánimo de los oyentes y les hace olvidar por unas horas sus más acuciantes necesidades, pero sin instigarlos a reflexionar o deliberar sobre las circunstancias que rodean su misma condición humana, o sin hacerles sospechar que bajo la superficie de lo contado subyace otra dimensión referencial débilmente intuida pero ciertamente fecunda, quizás los hombres se hubieran apartado de él, desechándolo como algo frívolo e insubstancial, y no le hubieran dispensado la acogida cultural que siglos de tradición oral evidencian. Pero la pervivencia del relato mítico a lo largo de decenas de generaciones o, más bien, su inscripción en la imaginación social de numerosas comunidades rurales y civiles, prueba que él cala en lo más profundo de la sensibilidad humana.

      No es el mito por sí mismo lo que subyuga al poeta trágico. De hecho, él no tiene en mente hacer, apoyándose en un conocimiento técnico, una poesía que sirve de ropaje al mito, dado que este, primitivamente, es poesía oral que “viene de atrás” y, quizás, también “de arriba”. Al poeta trágico, a quien, como a otros, el mito lo recubre culturalmente desde su infancia, le interesa otra cosa: convertir la palabra mítica en conjuro, de suerte que aparezcan avivados –o como si estuvieran vivos– los seres mencionados por dicha palabra. El drama, entonces, tiene mucho más de ensalmo que de representación. La función de encantamiento del drama, a resultas de la cual el mito trasciende su existencia diegética, confiere al teatro griego una dimensión rayana en el rito. Los actores que personifican a los seres míticos obran a semejanza de aquellos que concelebran un culto religioso, cuya actividad ritual consiste en actualizar, durante un tiempo limitado, el contenido de la historia evocada. La mímesis, a diferencia de la diégesis que deja la presentación de la vida a la facultad imaginativa del oyente, es el cultivo ritual y artístico de una existencia encarnada ficticiamente. Al ser mimetizado por los actores, luego de la reestructuración acometida por el autor, el mito se abre a nuevas avenidas de sentido y otorga a los asistentes del teatro la posibilidad de entrever otros horizontes de comprensión de la trama. En definitiva, el comportamiento ritual es al relato mítico lo que la actuación mimética es a la leyenda reestructurada o sometida a un ordenamiento formal inédito.

      A pesar de que muchas tragedias incluyen en sus tramas narraciones de eventos extraordinarios referidos por heraldos o mensajeros, o insisten en la idea de un destino sobre el cual el protagonista no tiene ninguna potestad, e incluso ponen en escena actos abominables cometidos por miembros cercanos de un mismo linaje, el énfasis de la interpretación no recae en el carácter fabuloso de la aventura mítica, tampoco en la naturaleza incierta de la acción ejecutada por el héroe, y menos en la condición atroz de la decisión que este toma una vez se dispone a actuar. No recae, cuando menos, en uno solo de estos aspectos en particular. Más bien, dicha interpretación, que es modelada según las exigencias formales del drama, ahonda esencialmente en la fragilidad constitutiva de la condición humana, a sabiendas de que dicha fragilidad se sustenta en imprevistos, yerros y audacias inexcusables. El héroe trágico, nacido a partir de la exégesis y reestructuración dramática del mito, se convierte en una suerte de espejo ante el cual se contempla, a la distancia, el hombre de la polis, el ciudadano. Lo que aquel dice y hace en escena, en medio de una situación límite que compromete su fortuna y la fortuna de los que le rodean, opera como trasfondo de una visión crítica que la ciudad patrocina –que la ciudad defiende a través de la práctica del certamen artístico– con el fin de hacer valer un nuevo ideal de vida en común.

      La tercera fase del proceso de reaprehensión mítica se relaciona con los tres códigos que intervinieren en la elaboración de cualquier pieza trágica, a saber, el lingüístico, el musical y el que incumbe a la danza.

      Antes de pronunciarnos muy someramente sobre cada uno de estos tres códigos y las relaciones que mantienen entre sí, quizás sea oportuno introducir una acotación previa respecto del modo como son valorados por el pueblo ático: a diferencia de lo que ocurre en muchas esferas del arte actual, en las que “goza de una universal aceptación el principio estético según el cual la reunión de dos o más artes no es capaz de producir ninguna elevación del placer estético, sino que es más bien una perversión bárbara del gusto” (Nietzsche, 2004, p. 81), en el arte antiguo la estimación se funda en el precepto de la complementariedad estética. Y no tanto porque se piense que cada arte es en sí deficiente o necesitada de algo adicional para tornarse más completa y así dar a alguien de manera conveniente lo que corresponde a ella (República, I, 342, a-b), cuanto porque se considera que la unión de dos o más artes, íntegras en lo que atañe a sus respectivos medios y fines, redunda en la satisfacción que proporciona el acto de contemplarlas u oírlas. El desafío está en alcanzar un espacio de confluencia estética en el que artes diferentes se comuniquen entre sí conforme a un espíritu de conjunto. De ello se sigue que la palabra, el canto y el baile, al intervenir en la composición del drama trágico, se fecundan mutuamente hasta conformar un todo indivisible cuya articulación responde a una técnica de ensamblaje artístico a la cual los griegos dan el nombre de choreia. Como técnica de entrelazamiento artístico, la choreia se pone al servicio de la reaprehensión mítica, no sin hacer del ordenamiento dramático una actividad provista de artificios.

      ¿Qué decir del código lingüístico? La palabra oral, en cuanto vehículo básico del relato mítico, deja de ser coloquial, corriente, incluso vulgar, y adquiere una apariencia diferente, revestida de ponderada formalidad. Lo que ella divulgue como mensaje incierto –como rumor imparable–, allí donde dos seres humanos se encuentren por casualidad, ya una historia de dioses, ya una remembranza heroica, bien un cuento infantil, bien una sentencia moral, ora una advertencia oracular, ora una reconstrucción genealógica, se convierte en sólido sumario dentro del teatro, asumido como espacio público donde el encuentro humano es refractario al azar. Lo que en escena se dice o entona (como si fuera el producto de una conversación desenvuelta o de una canción espontánea) no es otra cosa que la ejecución de un texto previamente escrito por el autor y después memorizado por los actores y coreutas. La escritura y los ensayos basados en diversos y demandantes ejercicios de repetición, por consiguiente, toman el lugar de aquella palabra, arrinconándola en nombre de un nuevo propósito de interpretación. Ahora, la palabra mítica no es un simple decir, un acto discursivo emitido por cualquiera ante cualquiera, y en medio de cualquier circunstancia social, sino un complejo decir, un acto de habla profesional y altamente especializado (que atañe por


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