El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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heroicas, y nada más opuesto al sentimiento de mancomunidad que una proeza individual urgida de reconocimiento social. Si los autores ponen en escena al héroe de los tiempos míticos es porque desean hacer transparente lo que ellos encubren: los móviles y consecuencias de su obrar. Atenuar el esplendor que rodea la figura del héroe, cuyos destellos enceguecen toda mirada con vocación descubridora, es una de las tareas esenciales del tragediógrafo. Y ello solo se puede conseguir al precio de una interrogación velada. ¿Qué fuerzas internas empujan al héroe a actuar?, ¿qué circunstancias sociales lo llevan a tomar las decisiones que adopta?, ¿qué demonios rebullen en su ser y se traslucen en su conducta? Todas estas son cuestiones que reclaman una reflexión y una respuesta, así sean provisionales y dubitativas, y aunque estén bajo el serio artificio de la imitación. Y todo con el fin de que el ciudadano se contemple ante el héroe como ante un ser que se define por la acción y por la palabra que sale de sus labios para explicar y justificar dicha acción. Desarraigado del mito para ser instalado en el marco ilusorio del teatro, el héroe que actúa, y que en su accionar inevitablemente se pierde a sí mismo, ofrece al espectador no solo el testimonio de su propia desdicha, sino también una ocasión para meditar acerca de las palabras y actos con los cuales se consolida la experiencia de una vida en común y en los que se asienta, de contera, una opción de comprensión de la condición humana, de por sí frágil, mudable y enigmática.

      Además de seleccionar, de entre la extensa masa de relatos míticos que conforman la tradición oral griega, aquellas narraciones cuyos motivos libres y asociados brindan alguna clase de provecho dramático o de utilidad artística, el autor de tragedias se ve exigido a realizar una segunda actividad estética: debe producir, hacer visible, llevar a las tablas, mediante la imitación, una realidad poética nueva: la obra dramática. Y recibirá el nombre de poeta, no porque se sirva del verso o de la prosa, o porque se auxilie de un instrumento musical en lugar de otro, o porque mezcle un baile autóctono con uno extranjero, cuanto porque demuestra que es capaz de crear algo nuevo, algo que antes no existía, a partir de elementos preexistentes, tradicionales (Rodríguez Adrados, 1981, p. 30). Y en la medida en que esta actividad de producción espiritual tenga por objeto la reproducción mimética de acciones humanas que admiten ser valoradas por otros, el agente responsable de ella será llamado, no poeta a secas, sino poeta dramático, autor de obras dramáticas.

      En sentido estricto, el autor dramático, el tragediógrafo, no es un aedo, ni un rapsoda y menos un compositor lírico. De hecho, él no compone y canta, en estilo oblicuo y ante una audiencia determinada, hechos o eventos acaecidos en otro tiempo y otro espacio cuyos contenidos ensalzan los valores y virtudes aristocráticos del grupo humano que lo recibe hospitalariamente; tampoco improvisa, zurce y recita, acompañándose de la cítara, conjuntos de odas tradicionales, de muy variada temática, en medio de corrillos de circunstantes que se reúnen espontáneamente para escuchar el destilado artístico de su labor (Fuentes Vélez, 2017, pp. 17-19); y menos crea, dejando su firma personal como traza de composición, la música y la danza de algún poema en el cual plasma los motivos que la circunstancia social o su propio espíritu le dictan, desde una exhortación militar, pasando por la expresión de los sentimientos más íntimos, hasta un canto que invita a los oyentes a repasar el modo como en la vida diaria alternan pesares y alegrías. Y, sin embargo, la obra que brota del autor de tragedias deja traslucir la huella de cada uno de estos oficios y prácticas poéticas. Por eso la tragedia, en particular, supone la unión, equilibrada, armoniosa y fecunda de la memoria perspicaz del aedo, la intuición razonada del rapsoda y la hondura emocional del poeta lírico (yámbico, elegíaco o coral).

      Con ser notables, estos atributos no bastan para caracterizar el trabajo artístico del autor de tragedias. Si fueran suficientes, este irrumpiría en el horizonte cultural de los griegos como un mero usufructuario de la tradición o como un albacea especializado del patrimonio cultural de la época. En calidad de custodio del pasado, no tendría más función que la de velar por la conservación de los bienes espirituales de su pueblo. No obstante, el tragediógrafo se sitúa más allá de esta función. A su manera, él sabe que le aguarda el cumplimiento de un destino estético: tomar en sus manos esa herencia colectiva (teñida, como decimos, de sincretismo artístico), apropiársela en nombre de la comunidad de la que hace parte y devolverla luego a los demás con una apariencia distinta, marcadamente recompuesta y enriquecida. No de otro modo se podría materializar el acto de fingimiento que da orden y sentido al género teatral, el cual consiste en hacerle creer a los espectadores que son los personajes escenificados quienes, tras las máscaras que portan, hacen uso de la palabra en estilo recto, ya para conducir las partes dialógicas de la obra, ya para interpretar las partes líricas.

      El proceso seguido por el autor de tragedias, consistente en devolver a la comunidad la herencia artística recibida bajo una forma y sentido diferentes, admite ser descrito en términos de reestructuración del mito.

      En sentido literal, reestructurar el mito significa conferirle carácter dramático. Para conseguir que el mito adquiera esta forma artística es necesario que el autor, por una parte, afinque el uso de la dicción poética menos en el modo autoral que en el modo figural del discurso (Platón, República, III, 393c); y, por otra, que se adentre, por así decirlo, en las entrañas del mito y extraiga, luego de examinar sus diversos componentes, únicamente aquellos episodios, eventos o acontecimientos que han de ser ensamblados en un nuevo conjunto poético. Al entresacar sus fábulas de ciclos de historias evidentemente más amplias, los autores deben dotarlas de coherencia a fin de que los espectadores, sin mucho esfuerzo, puedan seguir los hilos de la intriga (por ejemplo, “por qué empiezan en un punto de la trama y terminan en otro” –Cfr. Scodel, 2014, p. 43) y de ese modo sentirse partícipes de la historia referida. Ello no significa, por supuesto, que las tramas deban ser lineales o que hayan de rehuir las “vueltas de tuerca” de la intriga. Una pieza como las Euménides de Esquilo, con la cual se cierra el argumento continuo de la trilogía integrada por Agamenón y Coéforas, aparte de estar impregnada de un lenguaje literario con hondos matices políticos, se estructura en torno, no de una sola acción, sino de un complejo de acciones destinadas a mostrar de qué manera una ciudad como Atenas puede hacer el tránsito, en el plano jurídico, de un derecho basado en la justicia privada a otro cimentado en la justicia pública. Así, la armazón estructural de la obra, lejos de responder a un orden estético lineal, satisface los requerimientos aristotélicos de una trama compleja (la que contempla al tiempo peripecia y reconocimiento o, lo que es igual, densidad dramática).

      Adicionalmente, solo si el autor simula que son los personajes quienes, soberanamente, dicen lo que dicen, y solo si logra disponer un entramado de acciones apenas sugerido por el relato que ha seleccionado, el mito puede adquirir el perfil dramático que el teatro demanda. Tal vez por eso, Aristóteles sostiene que la gran tarea del autor trágico consiste, no tanto en inventar una trama, un mito, una historia, cuanto sí en confeccionar, con la mira puesta en una operación de mímesis venidera, un “ensamblaje de acciones cumplidas” (Poética, 6, 1450a, 3). De ahí que sea en la actividad de ensamblar acciones, y no en el acto de imitar líneas de conducta o caracteres, donde, a juicio del Estagirita, resida la virtud del poeta trágico. Estéticamente hablando, virtuoso es el tragediógrafo que, permaneciendo en la esfera del mito (esfera que no excluye cierto margen de libertad, según escribíamos atrás), logra componer “una intriga o puesta en intriga” (Ricoeur, 1992, p. 221). Sobra anotar que en este contexto la puesta en intriga acusa un valor puramente práctico, relativo al quehacer propio del poeta. De suerte que una intriga bien configurada es la que oculta la costura de cada una de sus partes cualitativas y cuantitativas y la que, sobre todo, permite al espectador comprender a cabalidad los hilos de conexión que anudan –causal y cronológicamente– cada una de estas partes. Mal compuesta, por el contrario, es la puesta en intriga que, además de exhibir los anudamientos de su composición, impide al público seguir, con una concernida complicidad, el curso necesario o verosímil de una acción dramática. En suma, una obra trágica es depositaria de un eximio acabado formal cuando su estructura promueve en el espectador o lector una inmediata inteligibilidad del mito que es llevado a


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