El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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eligen? Siendo coherentes con lo dicho hasta aquí, los autores trágicos seleccionan solo una porción del conjunto mítico conocido. Así es como entendemos el pronunciamiento de Aristóteles según el cual la tragedia versa en esencia sobre algunas familias, a saber, las de “Alcmeón, Edipo, Orestes, Meleagro, Tiestes, Télefo” (Poética, 13, 1453a, 17-21). Pero el Estagirita no se ciega a otra posibilidad: en caso de que estas no proporcionen lo que se requiere para la actividad de creación, los poetas tienen libertad de “inventar” otras, siempre y cuando respeten la norma estética de lo necesario o verosímil. ¿Qué tienen en común las familias que son llevadas a las tablas? Aparte de que cuentan con una probada nombradía y gloria (por no decir con una fama imperecedera), incluyen entre sus miembros figuras divinas (como el caso del Prometeo encadenado) o heroicas, seres excepcionales cuya existencia se rige por un destino especial. Dicho más puntualmente: a escena no se lleva cualquier grupo familiar, abstraído de los cientos que integran el ingente caudal mítico griego; a escena se retrotraen únicamente aquellos seres –hombres o mujeres– cuyos caracteres se traducen en actuaciones heroicas, ejemplares, paradigmáticas, rayanas en la desmesura, el exceso o la obstinación. Y dado que dichas acciones, ejecutadas en medio de situaciones límite, son la vivísima encarnación de lo que los griegos llaman hybris (“orgullo”, “desmesura”), la consecuencia de las mismas no es otra que el desencadenamiento de la ruina propia o ajena. Impulsados a actuar, urgidos incluso por la necesidad irrefrenable de manifestarse existencialmente en la acción, los héroes épicos que son refigurados en el drama atraen sobre sí la desgracia. Y sus conductas son valoradas como pavorosas no solo porque implican un hecho de muerte, sino porque dejan una estela de separación, salpicada de congoja, estupor y miedo. Como afirma García Gual (2006), “la actuación de los héroes conlleva –diríase que fatídicamente– sufrimientos y muertes de los seres queridos en un escenario de intensa truculencia” (p. 186). O, para decirlo en términos aristotélicos, los héroes épicos que aparecen sobre el proscenio del teatro gozan de una característica común: las vicisitudes traman sus vidas.

      Una de estas características, quizás la más importante, tiene que ver con la fortuna, pues luego de disfrutar de existencias plenas, afamadas y colmadas de una “fabulosa prosperidad”, terminan siendo abatidas por una “fabulosa adversidad” (Cfr. Alexander, 2015, p. 117; Webster, 1964, p. 186). Otros autores han insistido, no sin razón, en el hecho de que la desgracia del héroe debe ser entendida en términos de sacrificio o, si se quiere, de suicidio o asesinato ritual (Sánchez Giraldo, 1980, p. 65). La muerte del héroe en la tragedia es por lo general un acto transido de violencia sacrificial. No solo hay sangre, instrumento de sacrificio o causa ritual de muerte, sino que además toda la atmósfera del desastre heroico se ve envuelta por un profundo dramatismo. Tanto si el héroe se da muerte a sí mismo como si otros son los causantes de ella, el evento se tiñe de tintes sacrificiales. Como señala Burkert (2011), “en Esquilo, Sófocles y Eurípides, la situación del sacrificio, la matanza ritual, el zyein (‘sacrificar’), constituyen el trasfondo, cuando no el centro de la acción” (p. 74). Lo cual no implica que la tragedia desconociera la posibilidad de los finales felices, o que, en un género de tan vasta duración, no se incorporaran variantes tendientes a conservar el carácter trágico a despecho de la presunta regla de los finales desastrosos (como ocurre con las Euménides, de Esquilo, o el Ion de Eurípides).

      Efectuada la escogencia del material, que desde luego cambia según la finalidad artística deseada o según los condicionamientos sociales del momento, los autores se vuelcan a modificar los mitos. Tal cometido hace parte de la conciencia de su oficio. Las viejas y venerables historias, en consecuencia, son retocadas y contadas de otra manera. O, también, los antiguos perfiles heroicos dibujados por aedos y rapsodas son reconfigurados por los poetas trágicos. Esta reconfiguración atañe menos a su aspecto físico que a su talante moral o, mejor, a las líneas de acción que definen sus propios caracteres. Hemos de suponer que no se trata tanto de un capricho creativo, puesto en marcha para satisfacer las exigencias de un auditorio ávido de novedades, como sí de una necesidad artística determinada por los valores e ideales de la ciudad democrática. Como sea, le asiste razón a Alexander (2015) al subrayar el hecho de que, por ejemplo,

      […] los héroes aqueos más destacados de la Ilíada son tratados, reveladoramente y sin ambigüedades, como malvados en las obras de escritores posteriores. Agamenón, Menelao y Odiseo hacen múltiples apariciones en las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides como intimidadores, falsarios y tiranos implacables; y Helena, aparte de la tragicomedia de Eurípides que lleva su nombre, suele ser maldecida, sobre todo por otros personajes femeninos, como una simple puta. (p. 257)

      En manos de los autores de tragedias, la antigua nobleza épica cede su lugar a una conciencia naciente, de índole más colectiva: los miembros que conforman la ciudad, en cuanto que ciudadanos, se rigen por el principio de la isonomía (“o igualdad ante la ley”), pero ya no por filiaciones de sangre, antepasados aristocráticos o desempeños individuales excelsos. Por consiguiente, “retocar” significa suprimir algunos pormenores, alterar otros, cambiar detalles ambientales, introducir nuevos personajes, imaginar circunstancias inéditas, insinuar conexiones insospechadas entre los dioses y los hombres o entre los hombres mismos. Incluso, supone concebir versiones nuevas que chocan contra las versiones conocidas por la mayoría del público. Por ejemplo, “la Electra de Eurípides en Electra está casada y vive en el campo, a diferencia de la Electra soltera, en el palacio, que conocemos por otras versiones. La Helena de Eurípides en Helena estuvo durante toda la guerra de Troya en Egipto; Eurípides no inventó esta variante (la tomó del poeta lírico Estesícoro), pero era claramente muy distinta de la versión más común” (Scodel, 2014, p. 58). Luego, “contar” significa suscribir la convicción de que al traducirse al lenguaje dramático, el material mítico utilizado se transforma inevitablemente. Esa otra manera de retocar y contar los mitos, para extraer de ellos, no los motivos descriptivos que sazonan la historia, sino los motivos asociados que dan cuerpo a la acción y al padecimiento del agente, depende en últimas no solo de la propia naturaleza del mito sino del tipo de racionalidad que se instala en la ciudad.

      Y, sin embargo, esta libertad para retocar la sustancia mítica y hacer de ella la columna artística de la composición dramática está lejos de ser absoluta. Muy al contrario, tiene un límite; y es un límite que no debe ser violado, so pena de producir en el auditorio una sensación de desconcierto o una desaprobación afectiva manifestada por el público y los jueces. ¿Cuál es ese límite? Sea cual fuere la modificación hecha al mito escogido como base de la representación trágica, este debe comportar siempre un esquema básico reconocido (en el pasado) y reconocible (en el presente), que “define lo principal de su contenido” (De Romilly, 1997, p. 162). Dicho en breve, la variación expresiva del mito tiene por fundamento un núcleo de contenido constante. Un autor puede modificar cuanto quiera el entramado de la historia que pone en escena, pero solo si respeta sin objeción, si acata sin restricción, si observa sin reparos, el motivo esencial que caracteriza a la intriga misma. Basten dos ejemplos para aclarar lo dicho. Primero: bien se muestre en el escenario a Edipo como un gobernante que piensa solamente en el bienestar de sus ciudadanos, bien se lo haga mudar de carácter hasta verlo convertido en un auténtico basilisco que únicamente piensa en sí mismo, es preciso que Edipo se revele como parricida. Segundo: bien se muestre en el escenario a Orestes como un extranjero que solicita ante la casa de Clitemnestra los dones de la hospitalidad, bien aparezca con su amigo Pílades para hacerse reconocer por su hermana Electra es necesario que Orestes se alce sobre las tablas como matricida. La libertad artística conferida a los autores trágicos es siempre una libertad encadenada (permítasenos el oxímoron). En este sentido, la vocación artística antigua sigue unos derroteros que el mundo moderno dejará de transitar: no se va al teatro a encontrar lo desconocido sino a toparse con lo conocido, y no por ello hallar menos placer.

      Rematemos este apartado aclarando que la selección mítica está condicionada por una finalidad que sobrepasa el mero cumplimiento de un ideal artístico. No se trata de retomar la figura heroica, sostenida por el culto que la ciudad institucionaliza, para remarcarla como modelo de comportamiento. Si este fuera el propósito de la actividad dramática, sobrarían razones para comprobar


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