El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui
alguna forma de comunicación, las sendas metodológicas que uno y otro siguen en su afán por comprender y explicar la cosa elegida. Si bien no imposible, más inusual es que, situados en contextos culturales diferentes, coincidan, aunque no sea más que parcialmente, en algunos juicios. Un ejemplo de esto último lo hallamos en el caso de la tragedia ática. Ya en el siglo IV a. C.,1 Aristóteles, en esas notas de clase que la tradición literaria ulterior conocerá con el nombre de Poética, deja constancia sobre el hecho de que los poetas, al momento de componer sus obras, podían atenerse tanto a las tramas inventadas como a las leyendas tradicionales o mitológicas (9, 1451b, 20-25). Y a poco de comenzar el siglo XXI, Kadaré, en un libro consagrado a estudiar el mundo trágico de Esquilo, no vacila en afirmar que, así como Homero “se sentó a la mesa repleta de un inmenso festín llamado mitología griega (criatura común de un pueblo que despertó al alba de nuestra civilización) […]”, también Esquilo y “el resto de los grandes poetas trágicos participaron del mismo festín” (2009, p. 26). Nótese cómo Aristóteles y Kadaré, pese a la distancia espacial y temporal que los separa, exponen una tesis similar, aun cuando sea con expresiones que no coinciden, a saber, que el sustrato del cual se nutre la tragedia –una vez se realiza artísticamente bajo la forma dramática– no es otro que el pasado remoto, y, especialmente, las narraciones míticas referidas por Homero, Hesíodo y demás cantores anónimos de ciclos épicos.
Con ser razonable y difícil de contrariar, la tesis calla más de lo que dice, pues a cualquiera que se adentre por vez primera en la lectura de una tragedia griega antigua no tendría por qué escapársele el hecho de que esta apunta a una edad desaparecida (matizada simultáneamente de majestad y sordidez divina y humana), cuando no es que podría comprobar con prontitud que las tramas dramáticas se asientan en un pasado remoto, del cual dan fe innumerables alusiones que remiten a ámbitos heterogéneos de un tiempo irrecuperable, con ser razonable, decimos, la tesis calla más de lo que dice. No hay que forzar demasiado la letra para darnos cuenta de que ella, así enuncie la existencia de un estrecho vínculo entre el mito y la tragedia, deja de pronunciarse sobre la naturaleza de dicho vínculo y se priva de hablar, por añadidura, de las circunstancias sociales, políticas y religiosas que lo determinan; y así afirme implícitamente que el autor de una tragedia hace reaparecer en el seno del género teatral naciente una parte de la herencia mítica griega, guarda un terco silencio respecto del modo a través del cual tal proceso se cumple artísticamente. Ni siquiera volviendo a situar las afirmaciones de Aristóteles y Kadaré en el contexto respectivo en que aparecen, y cuya síntesis da pie a la formulación de la tesis que mencionamos, tendríamos forma de encontrar el contenido de habla que cabe atribuirle a dichas omisiones. No lo hallaríamos puntualmente en Aristóteles, porque su libro constituye más un examen “racional del fenómeno poético” (García Bacca, 2000, p. XVIII), contemplado desde una perspectiva ontológica, que una averiguación dedicada a describir las condiciones del acto creador y las exigencias formales que este reclama. Y tampoco lo descubriríamos en Kadaré, ya que su texto se centra en el análisis de las siete piezas de Esquilo y culmina con una nueva teoría sobre el origen de la tragedia con la cual pretende rebatir las aproximaciones vigentes desde hace siglos.
Las páginas que siguen pretenden ofrecer sendas respuestas –desde luego provisionales– a los dos interrogantes que se desprenden de la situación referida: en principio, ¿qué circunstancias sociales ayudan a esclarecer la naturaleza de la relación que existe entre el mito y la tragedia?, y, luego, ¿de qué modo o mediante qué procesos artísticos el autor trágico se sirve del acervo mítico para producir formalmente esa pieza dramática denominada tragedia?
Vaya, de entrada, una célebre noticia referida por Heródoto. Cuenta este que cuando Frínico, poeta trágico contemporáneo de Esquilo, hace representar, en 492, La toma de Mileto, obra en la que recrea el evento histórico de la destrucción de la ciudad por parte del ejército de Darío luego de la revuelta de los milesios en el 494, los espectadores, asombrados y perturbados por lo que ven y escuchan, se deshacen en llanto. El efecto causado por la tragedia no para ahí, pues quienes fungen de árbitros le imponen al autor una doble sanción: lo conminan a pagar una suma de mil dracmas al tiempo que lo privan de la posibilidad de volver a representar su obra. ¿Cuál es la falta que le atribuyen? Heródoto es explícito al respecto: “Haber evocado una calamidad de carácter nacional” (Historia, VI, 21, 2). Quizás haya razones para sospechar que detrás del severo dictamen de los jueces se escondan otros motivos que desconocemos; solo que hasta la fecha no se ha encontrado ningún catálogo oficial de dramaturgos y obras (didascalia) que aclare lo ocurrido. Como sea, el dato ofrecido por el historiador es revelador en dos sentidos: de un lado, nos da a conocer una de las primeras muestras de censura pública producida en el terreno del arte, en medio de una democracia naciente que se precia de fomentar, entre otros principios ideológicos, el libre curso de las opiniones humanas; y, de otro, nos hace comprender que Atenas no ve con buenos ojos que un autor trágico lleve a escena acontecimientos históricos recientes2 cuya representación toca vivamente el sentir colectivo de los ciudadanos. Dejando aparte lo que concierne al expediente de los jueces, ¿se impone decir que el arte trágico, al parecer, huye del presente, hace a un lado los temas de actualidad y busca en otro tiempo y lugar las fuentes de las que pueda alimentarse para llevar a cabo su tarea?
Escribimos “al parecer”, y no sin razón, pues en 472, pocos años después de concluida la batalla de Platea (479), última de las denominadas Guerras Médicas, Esquilo lleva a las tablas Los persas, tragedia con la cual hace visible el choque entre Oriente y Occidente, de incontestable vigencia para los atenienses. Si antes Homero, en la Ilíada, al hilo de la narración épica, ha contado un segmento de esta confrontación, ahora Esquilo, al amparo de una forma sustentada en la imitación, retoma el tema y lo pone delante de los ojos del público que asiste al teatro. ¿Acaso el contenido de Los persas es menos actual que el de La toma de Mileto o, incluso, está compuesto de tal modo que logra dirigir y controlar anticipadamente la respuesta de los espectadores? Tal como ha llegado a nuestras manos, la obra de Esquilo detenta tanta actualidad como la de Frínico, y su carga emotiva, enhebrada a base de motivos misteriosos, entre los que se destaca el sueño de la reina Atosa y el fantasma de Darío, no sería inferior a la de este.
Nos encontramos, pues, ante dos informaciones de valor contrario. El drama de Frínico, al ocuparse de un evento real ocurrido dos años antes de ser transformado en obra literaria, suscita la irritación y el veto de Atenas; en cambio, la pieza de Esquilo, al volver sobre un conjunto de sucesos bélicos acaecidos a lo largo de dos décadas, es admitida por el arconte epónimo para hacer parte del concurso dramático anual. ¿Qué es lo que está en juego aquí? ¿Acaso un ejemplo palpable de lo volátil y mudable que puede llegar a ser el ánimo de los asistentes al teatro? ¿Por ventura una caprichosa manifestación de poder, excluyente en el primer caso e incluyente en el segundo? Es difícil saberlo. Si el tiempo (de los acontecimientos y de la representación) es una variable a tener en cuenta, entonces lo que estaría comprometido en la contradicción mencionada guarda relación, según Kadaré (2009), con el arduo problema de las predilecciones artísticas. Atenas se habría visto abocada a decidir entre dos alternativas opuestas: alentar un tratamiento trágico de temas actuales o favorecer el uso artístico de temas mítico-históricos (pp. 100-101). En el primer caso, las situaciones vividas cotidianamente por los ciudadanos atenienses proporcionarían a los tragediógrafos motivos suficientes para componer el tejido discursivo de sus obras; en el segundo, los autores dirigirían su mirada hacia el pasado mediato o remoto para convertirlo en veta fecunda de creación dramática. Actualidad o tradición mítica estarían en la base de esta disyunción electiva.
Independientemente de que se haya presentado o no dicho dilema, una cosa es incontestable: salvo las dos obras mencionadas, y excepción hecha de la conexión que pueda establecerse entre las Euménides de Esquilo y la reforma del Areópago emprendida por Efialtes en el 462, ninguna otra tragedia, de las 32 que conservamos, detenta una trama referida a hechos históricos conocidos o relacionada con avatares de su propio tiempo. Situación, sin duda, digna de sorprender, ya que cálculos aproximados –y desde luego inciertos– nos hablan de más de 150 autores de tragedias, diferentes de Esquilo, Sófocles y Eurípides, y “de más de 1.200 piezas representadas