El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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la juventud y la vida ateniense.

      Pero no es solo en el terreno de la política y la filosofía donde el logos tiene su asiento; la religión también se convierte en el blanco de un nuevo tratamiento discursivo, no exento de abierta contestación. Junto al culto público oficial, encargado de mantener una religiosidad más social que individual, la ciudad asiste a la consolidación de las llamadas sectas sapienciales-religiosas (órficopitagóricas) cuyo énfasis está puesto en la salvación del individuo. Una alternativa religiosa diferente nace, entonces, para contraponerse a la forma tradicional observada por el ciudadano común. Prohibición del consumo de carne sacrificial, férrea disciplina en el seguimiento de las prácticas y una atención manifiesta dirigida al cuidado del alma (Vegetti, 1995, pp. 311-312) son los rasgos básicos que regulan esta vida sectaria. El sentido de dichas reglas implica una concepción diferente de algunas de las divinidades del panteón5 (Apolo y Dioniso). En cierta medida, el movimiento órfico-pitagórico pone en juego un modelo de reflexión y praxis religiosas que hace vacilar la relativa estabilidad de la tradición.

      Un espíritu agonal, en el doble sentido de la expresión (como duelo verbal y evento público respecto del cual alguien se alza con la victoria y otro más sale perdedor), insufla de confrontación, de debate, de pugna civilizatoria, el uso público de la palabra. Si no fuera por sus connotaciones estrictamente legales, diríamos que el logos es el tribunal popular ante el cual son llevados, para ser discutidos, criticados, derogados o implantados, mediante gregarias opiniones o sesudas argumentaciones, todos los aspectos de la existencia comunitaria: las leyes, los delitos de impiedad, los crímenes de sangre, las disensiones de vecindad, las declaratorias de guerra, las actuaciones atléticas, las ideas y, por supuesto, las narraciones míticas. Esta racionalidad, de índole discursiva, es adoptada por los autores trágicos, quienes la actualizan, dentro de la estructura dramática, bajo la forma de una alternancia conflictiva entre las partes cantadas y las partes recitadas. Si la ciudad experimenta, merced al libre empleo del logos, un auténtico hervidero de ideas, creencias, sentimientos, opiniones, dictámenes, a cuál más disímil y difícil de digerir, ¿iba la tragedia a quedar por fuera del radio de acción e influencia de estos sacudimientos culturales? La evidencia del material literario conservado nos dice que no.

      Es necesario considerar otro aspecto. Esta Atenas sacudida por tendencias ideológicas de la más variada condición y finalidad, orgullosa de sus leyes e instituciones, piadosa en lo tocante al culto de las divinidades de su panteón, afable con el extranjero que pisa la geografía que la circunda, próspera en recursos monetarios (así algunos hayan sido obtenidos como resultado de la vocación imperial de la ciudad), embellecida arquitectónicamente por mandato de Pericles, y de la cual el gran estadista habría proclamado que se había convertido en una gran “escuela para toda Grecia” (Tucídides, Historia, II, 41), es también una polis inseparable de la guerra, ese “maestro de violencia” del que habla el historiador (Tucídides, Historia, III, 82). En el arco de tiempo que va desde el 490, fecha de la batalla de Maratón, pasando por el período de las reformas democráticas del 462, año en el que se produce el asesinato de Efialtes y se restringen severamente las antiguas funciones del Areópago, hasta el inicio de la confrontación bélica contra Esparta en el 431, cuyo desenlace –fatal para los atenienses– está precedido por los golpes oligárquicos de Estado del 411 y del 404, Atenas experimenta una doble tensión que pone en jaque su propia supervivencia como comunidad política autónoma y amante de la libertad. La que procede del exterior, del mundo asiático, cuya amenaza real se hace sentir bajo la figura de una horda de bárbaros invasores que arrasa todo a su paso; y la que emana de su interior, materializada en un conflicto latente, apenas sofocado, entre las asechanzas de la antigua clase aristocrática que funda su poder en el linaje, la hacienda y la educación, y las mayorías pobres, carentes de estas dignidades, pero conscientes de sus nuevos derechos y deberes civiles y políticos. Marcada por esta doble tensión, cuya intensidad crece y decrece según los intereses de las facciones políticas que año tras año se hacen con el poder, Atenas apenas si puede jactarse de conocer contados y frágiles períodos de calma y paz ciudadana. La tragedia, en cuanto arte ciudadano por excelencia, no permanece de espaldas a esta situación. Los autores trágicos, acaso en igual proporción que los cómicos, son los encargados de reimplantar en la conciencia social, atenazada por afanes y necesidades alejados del pasado, el recuerdo de las distintas enemistades, contiendas, refriegas y ataques sostenidos entre los mismos griegos, y entre estos y los pueblos de Oriente. Como no podría ser de otro modo, los discursos de los personajes que el drama actualiza anualmente se tiñen de explícitas alusiones a los horrores y vejámenes de la guerra (entre ellos, la indigna red de la esclavitud) y de abiertos clamores por las bondades que trae consigo una existencia pacífica.

      Las circunstancias antes expuestas nos permiten registrar dos resultados parciales: uno, la tragedia es una manifestación poética sustentada en el atavismo y el anatopismo de sus motivos y temas; y, dos, los autores de tragedias, inmersos en un ambiente citadino instruido donde coexisten diversas tendencias políticas, filosóficas y religiosas traen a la fiesta dionisíaca el decantado de una tradición mítica fijada por la escritura.

      Antes de dar un paso más, podría ocurrir que alguien se sintiera tentado a formular la siguiente pregunta: ¿qué estimación cabe concederle a un arte que, lejos de inventar, escarba en el pasado de su propia tradición y extrae de ella las historias que luego transforma en una serie de certámenes dramáticos? Admitámosla, a sabiendas de que se trata de una pregunta cuyo contenido desconoce la improcedencia de utilizar un criterio de investigación moderno para examinar un objeto de estudio que pertenece al pasado. La cuestión, a su manera, postula implícitamente el concepto de originalidad. Aunque esta noción es extraña a los griegos, digamos que la originalidad de los poetas trágicos habría que buscarla, si de tal cosa se tratara, no allí donde ciertos críticos opinan que debería encontrarse (a saber, en la novedad, en la primicia, en la exclusividad, en el interés que haría mutis por el pasado o que abjuraría de los vínculos con la tradición), sino donde nunca, según Nietzsche, imaginarían que podría estar, vale anotar, en el acontecimiento del retorno mítico (2004, p. 88).

      La frase de Nietzsche debe ser leída, no en su literalidad, sino reparando en su intención implícita. De ser tomada al pie de la letra, la fórmula podría inducirnos a pensar que los mitos, en cualquiera de sus múltiples formas, y como “imágenes de la existencia en general” (Lesky, 2001, p. 105), habrían cesado de proyectar la amplitud de su significación interna y la riqueza de su alcance simbólico o alegórico, y solo se prestarían a devolver su inagotable reserva de sentido a condición de que mediara un esfuerzo de reaprehensión humana, emprendido por los miembros de un grupo profesional especializado (justamente de aquellos llamados a ser los creadores del drama).

      En contra de estas implicaciones, hay que insistir en el hecho de que la mentalidad mítica pervive entre los griegos en los momentos en que la ciudad opone el juicio racional al relato mítico,6 o, incluso, en el tiempo en que la ciudad convierte la escritura en vehículo de construcción de una cultura común. En Nietzsche, la expresión “el acontecimiento de su retorno” (referida a los mitos), y esta es nuestra interpretación, responde a la intención de sugerir el proceso de reaprehensión que los autores dramáticos hacen de la sustancia mítica.

      La palabra reaprehensión, merced al prefijo latino re, indica una acción ejecutada por segunda vez, o en todo caso no realizada de manera inaugural, y una acción que enseña repetición, experiencia conocida, camino transitado por alguien más. Por su parte, el núcleo semántico de la raíz léxica con que se forma el sustantivo aprehensión –así, con h intermedia– contiene la idea de una especie de prendimiento o captura. Aunque ella se aplica ordinariamente a cosas materiales o personas que cometen cierta clase de actos ilícitos, no excluye un uso figurado, referido en tal caso al ámbito de los bienes simbólicos y, en especial, de pensamiento. Por ende, el término reaprehensión comporta en su propio ser lingüístico ambas líneas de sentido para condensar la naturaleza del quehacer artístico de los poetas trágicos. Dicho quehacer, según lo anotado, no se realiza en el vacío; antes bien, conoce un antecedente significativo y de larga y fecunda duración en el tiempo: el de la épica y la lírica (siendo el de aquel, quizás, más decisivo que el de esta). Diríase que los cantores épicos


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