El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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lingüística.

      Si los griegos reservan la articulación lógico sintáctica que sirve de fundamento a la prosa para aquello que denominan historia, es decir, la pesquisa y consecuente narración de hechos bélicos entre ciudades que chocan entre sí por causas diversas (Tucídides, Historia, I, 1-2), así mismo optan por la articulación rítmico-melódica que sirve de soporte al verso para aquello que denominan el arte dramático, esto es, la imitación de acciones humanas (Aristóteles, Poética, 2, 1448a). “El rasgo más distintivo y específico entre prosa y poesía es el carácter rítmico, es decir, métrico, de esta frente a aquella” (Guzmán Guerra, 2005, p. 41). Aunque resulta evidente que la prosa puede contener elementos rítmicos de alguna clase y que el verso se encadena en atención a un cierto orden sintáctico, el uso de cada uno de estos registros lingüísticos se atiene a una finalidad diferente: la prosa, a la configuración de un estilo individual soportado en una rigurosa jerarquía de elementos formales regentes y regidos; y el verso, a la producción de un todo melódico apuntalado en una clara distribución de líneas rítmicas.

      ¿Cuál es el metro más demandado por los autores trágicos para llevar a escena los diálogos recitados? Aristóteles suministra la respuesta: “Al principio usaban el tetrámetro porque la poesía era satírica y más acomodada a la danza; pero, desarrollado el diálogo, la naturaleza misma halló el metro apropiado; pues el yámbico es el más apto de los metros para conversar. Y es prueba de esto que, al hablar unos con otros, decimos muchísimos yambos; pero hexámetros, pocas veces y saliéndonos del tono de la conversación” (Poética, 5, 1449a, 22-27). Si lo comparamos con nuestro sistema silabo-tónico, en el que lo más habitual es intentar sustituir una sílaba larga por una acentuada (tónica) y una breve por una no acentuada (átona), el yambo, o, mejor, el trímetro yámbico, integrado por seis pies yambos cortados por una cesura o pausa en dos períodos desiguales, corresponde a un segmento fónico de entre diez y doce sílabas. Aparte de este tipo de metro, es posible hallar en las partes dialogadas, aunque en menor proporción, tetrámetros trocaicos (ocho pies trocaicos) y dímetros anapésticos (cuatro pies anapestos), declamados estos últimos por el corifeo o los actores cuando se quiere insinuar el abandono de la escena por parte de alguno de ellos.

      En cuanto a las partes corales, tanto las stásima como las monodias y diálogos líricos acusan una gran riqueza rítmico-melódica. Sobre la misma base articulatoria que opone sílabas largas y breves, los poetas, con arreglo a las circunstancias de la obra, disponen la combinación de metros diferentes a fin de crear los poemas que son cantados y los pasajes que son declamados melodramáticamente. A pesar del indudable refinamiento formal alcanzado, el complejo artificio de la línea de habla no debe cegarnos al reconocimiento de su auténtica función estética. La formalización de la palabra recitada o del canto entonado mediante el uso de las distintas posibilidades métricas aspira a suplir aquello que la puesta en escena es incapaz de ofrecer a la mirada del espectador. Dada la precariedad –o, mejor, economía– de medios del teatro antiguo griego, la palabra irrumpe sobre las tablas o en el círculo de la orquestra para crear vivísimas estampas orales, clarividentes “pinturas verbales” (Zimmermann, 2012, p. 37). Es la palabra poética la que debe ser capaz de crear en la mente de los espectadores lo que la pobre escenografía no consigue mostrar. En otros términos, ante la ausencia de finos y esplendorosos guardarropas teatrales, o dada la inexistencia de versátiles dispositivos de montaje escénico, los autores se ven abocados a convertir la expresión dialogada o cantada en el vehículo de una representación plástica mental. Su tarea es lograr que los asistentes, a través del lenguaje, vean con los ojos de la imaginación lo que no pueden observar con los ojos de sus rostros. De ahí la necesidad de que las palabras elegidas comporten una fuerza evocadora tal que sea capaz de despertar en el alma de los circunstantes la imagen de sus respectivos referentes y la respuesta emotiva de sus significados correlativos. Un buen ejemplo de este designio son los relatos contados por los mensajeros: precisos, munidos de pormenores, vivaces y, sobre todo, elaborados con pulquérrimo cuidado.

      ¿Qué decir del código musical, de la música dramática? Quizás improvisada al comienzo, cuando en la prehistoria del drama la espontaneidad de los encuentros humanos aún no dejaba entrever ni de lejos la formalización literaria que vendrá mucho más tarde; tal vez escueta en sus líneas melódicas, cuando los tonos, ritmos y cadencias todavía no se veían compelidos a seguir por ley la armazón de unos acontecimientos míticos sometidos a representación artificial; y posiblemente campechana en su ejecución interpretativa, cuando en el acto mismo de la celebración los participantes no sentían la necesidad de tomar partido por un instrumento en lugar de otro (por ejemplo, la lira –vinculada con Orfeo– en lugar de la flauta –asociada con Dioniso), la música es conducida al teatro como parte sustancial del género literario naciente.

      Su inserción en la estructura del drama responde a dos hechos históricos. El primero, de carácter general, atañe a la vida social de los griegos, caracterizada por una importancia creciente otorgada a la música. En efecto, para los griegos del siglo V, una celebración religiosa, un banquete organizado en la casa de un individuo rico, una marcha militar o un certamen deportivo resultan incompletos sin el acompañamiento de alguna tonada de circunstancia y sin la ejecución de alguna clase de instrumento musical (Guzmán Guerra, 2005, p. 54). El segundo, de índole particular, guarda relación con los géneros literarios que sirven de antecedentes artísticos al drama: la épica y la lírica. A pesar de sus diferencias (de naturaleza, estructura, longitud y función comunitaria), ambos géneros están profundamente ligados a la música. Su ejercicio respectivo no solo aparece comprendido en el amplio concepto de mousike9 (que incluye un conjunto de actividades diversas, entre ellas la danza y la gimnasia, regidas todas por la idea de tiempo y movimiento), sino que además supone la utilización de instrumentos musicales: de la cítara, en el caso de la épica, y de la lira, en el caso de la poesía monódica o coral.

      El surgimiento del drama, con sus propias especificidades formales y musicales, puede ser entendido como el resultado de una simbiosis social y musical de ambos registros diacrónicos, el histórico y el artístico. En particular, la tragedia constituye la forma mimética en que la vieja disputa acerca de la preeminencia de la música sobre la poesía se resuelve a favor de un equilibrio alcanzado al precio de promover la concordancia de sus lenguajes constituyentes. Cuando menos, así juzgan el género Platón y Aristóteles; el primero, en la República, afirma que “tanto el ritmo como la armonía deben acompañar el relato” (III, 398d), y el segundo, en la Poética, señala que “el ritmo, el lenguaje o la armonía” están al servicio de la imitación (1, 1447a, 22-23).

      Solo que el enlace dramático entre poesía y música, al producir una forma de expresión inexistente hasta entonces, obedece a nuevas exigencias de arreglo y ensayo. El nombre dado por los griegos a dichas exigencias es el de nomoi (“reglas de composición”). Estos nomoi significarían no canciones mediante las cuales las leyes discutidas y aprobadas por la ciudad tenderían a ser divulgadas y aprendidas por los ciudadanos, sino clases particulares de melodías, fijas y estables, cuya ejecución respondería a ocasiones bien definidas. Haya sido o no Terpandro el inventor de tales normas, lo cierto es que ellas constituirían el “núcleo de la tradición musical ulterior e incluso la base sobre la que se asentara una verdadera enseñanza de la música “(Fubini, 2007, p. 56).

      Más que servir de trasfondo sonoro destinado a condimentar el pobre espectáculo de la puesta en escena, la música se integra al teatro para redoblar artísticamente la composición y, sobre todo, la ejecución del drama. Al hacer eco a las cláusulas rítmicas de cada uno de los metros y períodos empleados, la música cumple la función de reforzar la emisión de las palabras pronunciadas y enfatizar “la expresión de los sentimientos y el interés de las situaciones, sin interrumpir la acción o molestar mediante inútiles adornos” (Nietzsche, 2004, p. 93). Siendo monofónica, y por ende interpretada al unísono, esta música no requiere más que del aulós, “un instrumento de viento, similar al oboe, de sonido sordo y sombrío [propio en su esencia del culto dionisíaco], para el que se ha impuesto la equívoca traducción de flauta” (Zimmermann, 2012, p. 44). Desde el centro de la orquestra donde se sitúa el intérprete, el sonido del aulós, ejecutado al compás de una estructura métrica que se acomoda al tipo de palabra utilizada,


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