El eco de las máscaras. Mauricio Vélez Upegui

El eco de las máscaras - Mauricio Vélez Upegui


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de un sistema de composición tendiente a hacer sonar más de una nota al mismo tiempo, esta música monódica funda su sentido, no en la improvisación, sino en una suerte de codificación establecida con base en los denominados modos musicales. Modos regulados no solo por la idea de que las melodías traslucen determinados estados de ánimo, sino también por la idea de que responden a determinados modos, y no a cualquiera (Aristóteles, Política, VIII, 1339a).

      En suma, y tomando en cuenta el testimonio de algunos tratadistas griegos (entre ellos Aristóxeno), cabe afirmar, no sin vacilación, que los griegos del período clásico llevan al teatro una música no polifónica, elaborada a base de melodías básicas cuyos modos o escalas, al ser ejecutados por ciertos instrumentos, refuerzan la unidad de los códigos en escena.

      El tercer y último elemento contenido en la noción de choreia incluye la danza. Solo uniendo la imaginación con apuntes entresacados de distintas fuentes podemos formarnos una idea, mínima por lo demás, del modo como el baile tiene lugar en la tragedia.

      Que la estimación cultural de la danza, como la música, hunde sus raíces en el pasado griego antiguo, es algo que se aprecia ya en Homero. Explícita es la mención que se hace del arte del baile en el canto XVIII de la Ilíada donde el poeta se demora en describir el escudo de Aquiles forjado por Hefestos. Justo al inicio del verso 590, leemos lo siguiente: “El muy ilustre cojitranco bordó también una pista de baile semejante a aquella que una vez en la vasta Creta el arte de Dédalo fabricó para Ariadna, la de bellos bucles. Allí zagales y doncellas, que ganan bueyes gracias a la dote, bailaban con las manos cogidas entre sí por las muñecas […] Unas veces corrían formando círculos con pasos habilidosos y suma agilidad […] y otras veces corrían en hileras, unos tras otros”. Sin ánimo de forzar la interpretación, es posible decir que la danza, ya en círculo, ya en filas, convierte el cuerpo en eminente vehículo de expresión. El contenido expresado por el cuerpo (bien un sentimiento –de alegría, de tristeza, de furor–, bien un motivo narrativo –de hospitalidad, rechazo, persecución) se materializa plásticamente en forma de figuras, en cuya realización toman parte individuos aislados o grupos enteros. En cuanto signo corporal que se fundamenta en la repetición, las figuras se componen de pasos y movimientos. Los pasos son las mudanzas que los pies ejecutan al momento de comenzar a moverse; los movimientos, por su parte, son los cambios de posición del cuerpo en relación con el espacio. El encadenamiento de unos y otros, según un orden de variaciones previamente establecido, conforma la coreografía. ¿Dirige la coreografía Alcínoo cuando, en la Odisea, manda a Laodamante y a Halio, “sin rivales en la danza”, a que bailen ellos solos (vv. 370-384), a fin de que muestren al ilustre huésped (Ulises) la excelencia de su arte y la embriaguez que este produce al ser contemplado? Esta danza de la pelota que allí se describe, ¿acaso no prueba que en el baile el cuerpo de los bailarines deja de operar según los dictados de la naturaleza y pasa a obrar conforme a las convenciones de una actividad reglada técnicamente?

      Surgida, “cronológicamente hablando”, a continuación de la antigua epopeya y antes del nacimiento del drama trágico (Reyes, 2000, p. 107), la poesía lírica arcaica, en sus diversas manifestaciones –elegíaca, yámbica, coral o monódica– reclama el doble concurso de la música y la danza. Dicha poesía, una vez redactada, se destina a los demás (el señor de una casa familiar aristocrática, un grupo de ciudadanos reunidos con ocasión de una ceremonia religiosa, la ciudad misma, el vencedor de una justa deportiva, etc.), se aleja de las funciones de la épica, aunque sin abandonar muchos de sus motivos míticos, y da paso, por vez primera en Occidente, a la expresión del mundo interior de sus creadores. Intimista, vivencial, emotiva, sincera, por instantes abiertamente crítica, la lírica se constituye en el medio de expresión de un mundo cambiante que empieza a defender nuevos ideales y valores individuales. Sus cultivadores, en lugar de actuar como “funcionarios de la soberanía” (Detienne, 2004, p. 64), es decir, como agentes culturales que recorren el dispar territorio de la Hélade reconstruyendo discursivamente las narraciones míticas que dan sentido a los diversos pueblos, ejercen una especie de magisterio social, íntimamente anudado al ámbito religioso. Por tal razón adecúan las cláusulas rítmicas y los tipos de estrofas a las circunstancias concretas que motivan la hechura de las piezas (la honra de un muerto, la fijación de una alianza matrimonial, la delicada manifestación de un sentimiento amoroso, la proclama de unos principios políticos, etc.), pero sin verse forzados a sacrificar los rasgos de su propia energía creadora. Cada uno de ellos, a su manera, se siente depositario de un conocimiento que trasciende el simple aprendizaje escolar y que pone a disposición del grupo humano que lo acoge y por el cual le manifiesta su profundo reconocimiento y respeto.10

      Fieles a la idea de que el drama emerge como un gran signo teatral de carácter sincrético, es razonable pensar que la inserción de la danza en la tragedia no es más que una prolongación del legado artístico precedente. Esta herencia será recogida años después por Platón quien, en las Leyes (VII, 816a), afirma haber encontrado el origen del arte de la danza en el hecho de que cualquier ser humano al momento de hablar o cantar no solo no puede dejar de mover su cuerpo o alguna parte de él, sino que se inclina a imitar naturalmente con determinada clase de gestos aquello mismo que dice o canta. Sea que estemos o no de acuerdo con la idea platónica, los pasos y movimientos que por definición forman la danza se ensamblan dinámicamente en una totalidad rítmica con el fin de calcar, hasta donde ello es posible, el “logos simbólico” de la música en la cual se asienta (Trías, 2007, p. 19). Mediadas por dicho logos, cuyo espesor contiene una promesa de acuerdo, alianza o conciliación, ambas manifestaciones artísticas tienen lugar en la orquestra del teatro. No en vano, al ponerse bajo la advocación de Terpsícore, la danza deviene competencia del coro, pues es el grupo de coreutas el responsable de ejecutar sus evoluciones rítmicas. ¿Qué tipo de danzas acompañan el drama trágico? ¿De qué modo se mueven los bailarines en la orquestra? ¿En qué medida el baile ennoblece y reafirma la significación del drama? Las respuestas a estas y otras preguntas solo pueden ser conjeturales. La emmeleia (palabra que significa “armonía perfecta o pacífica”, “afinación”, “decoro”), por oposición a plemmeles (“desafinado, “desordenado”), es, según Markessinis (1995), el baile por antonomasia de la tragedia. Este baile, del que apenas se sabe que era solemne y fastuoso, se opone al kórdax (o “cordacio”), propio de la comedia, a la sikinnis, más adecuado al drama satírico, y al “pírrico”, de connotaciones bélicas (p. 43). Pese a que no nos es posible determinar las particularidades de dicha danza (¿Saltos? ¿Brazos echados hacia atrás y hacia adelante? ¿Giros del cuerpo? ¿Sujeción de los hombros? ¿Cabriolas con algún tipo de objeto? ¿Movimientos de cadera? ¿Sacudidas del pecho?), algunos creen, aunque con incertidumbre, que los cantantes que integran el coro evolucionan en la orquestra de acuerdo con la estructura típica –tripartita– de la composición coral: previa distribución en la orquestra (siendo la más socorrida la que disponía “tres filas de cinco miembros”), una fila se dirige a los espectadores de la derecha para cantar –¿y bailar?– la estrofa, otra a los de la izquierda para la antistrofa y la del centro a la escena para el épodo (Fernández-Galiano, 1985, p. 26).

      La choreia, al determinar la reaprehensión mítica que lleva a cabo la tragedia, solo se materializa estéticamente en la vida ateniense cuando la ciudad se convierte en el punto de convergencia de múltiples manifestaciones humanas, fecundas unas, como la política, la filosofía, la estatuaria y el teatro, y desastrosas otras, como la guerra. Considerados desde un punto de vista estrictamente formal, los tres lenguajes descritos –la palabra versificada, la música monódica y el baile colectivo– son contracara de la atmósfera ciudadana que se ventila en Atenas caracterizada por la acogida que dispensa a nuevas corrientes de pensamiento (la sofística), diversos cultos o credos religiosos (el órfico o el pitagórico y las denominadas sectas sapienciales) y radicales iniciativas de reforma política (la supresión de algunas de las atávicas prerrogativas del Areópago). Si para los griegos el tres es expresión de pluralidad, entonces la tríada de códigos o lenguajes artísticos no hace más que traducir una parte de la riqueza espiritual que la polis experimenta a todo lo largo del siglo V. La homología no termina aquí. Así como la unidad de los lenguajes que conforman la choreia no excluye cierta tensión interior, que se expresa estructuralmente en el hecho de que tanto el personaje que


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