Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


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mi padre y la alegría de mi madre. No quise explicarles cuál había sido el verdadero motivo de mi abandono de la expedición de don Nicolás de Ovando, le expliqué lo de las fiebres y el resto fueron vagas respuestas.

      Con el transcurrir de las jornadas, mi madre trató por todos los medios, sobre todo con buenos platos de comida, recuperar la salud de aquel hijo que presentaba un aspecto muy distinto al que siempre había soñado que tendría al conseguir la gloria en tierras lejanas.

      —¿No habéis oído, madre, que allá en las Indias todos los indígenas llevan cadenas de oro y adornos en las orejas del mismo metal? Allí el oro mana de los ríos como aquí el agua nace de los manantiales.

      Trataba por todos los medios de insuflar en mi madre aquellas leyendas que corrían de boca en boca para dulcificar mi futura partida, pues ella soñaba con que ya no partiría y yo, con la marcha de mi casa lo más rápidamente posible.

      —No creáis tantas fábulas que cuentan, Hernán, allá será como en todos los sitios. Habrá que trabajar duro para sacar de la tierra ese oro que tantos pregonan, que más bien parece que el oro llueve del cielo y no que nace de la tierra. —La buena madre sonreía viendo el rostro de su hijo que suspiraba por aquel mundo. Una caricia en el rostro y un deseo—: Descansad, hijo mío, descansad y reponeos bien que ya veréis cómo tendrás tiempo para alcanzar la gloria y conseguir todo el oro del mundo.

      —Dios os oiga, madre. —Un leve suspiro salió de mi pecho.

      Volviéndome hacia la ventana miré a lo lejos el paisaje. El cielo se estaba encendiendo en un rojo brillante, preludio de la sangre que delante de mi vida vería derramar.

      Después de un tiempo de buena vida y mesa, y repuesto totalmente de aquellas cuartanas y el incidente de la pierna, aunque de esta siempre me quedaría recuerdo, abandoné mi casa familiar y me dispuse a partir hacia Sevilla en busca de otra oportunidad para embarcar hacia las Indias.

      Deambulé por Sevilla, Cádiz, Sanlúcar y demás puertos del sur de España que hiciese a la mar cualquier expedición para las Indias. Pero aún tuve que esperar. La euforia del embarque con la expedición de Nicolás de Ovando se había desvanecido, pero siempre quedaban rescoldos y hombres ávidos de emociones que esperaban ansiosos una oportunidad, como yo, de encontrar un camino que nos llevase a las Indias.

      Y así, hacia principios de 1504, con diecinueve años en mi zurrón, y con todos los sueños despiertos en mi cabeza, encontré acomodo en un convoy de cinco navíos, todos ellos comerciantes que llevaban vituallas a las Indias. Las naos partirían de Sanlúcar de Barrameda. El barco con el que arribaría a las Indias era de Palos, del mismo puerto del que había partido el descubridor de aquellos mundos, así como el maestre y toda la tripulación. Eso representaba una señal. Iba a seguir los pasos del primer navegante.

      El maestre de la nave, Alonso Quintero, un hombre pícaro y de pocos escrúpulos, gobernaba la nave con la avaricia de llegar a la isla Española el primero para vender sus productos al precio que él marcara. Me ocasionó algunos problemas, pero a causa de mi juventud y el deseo de viajar, permanecí ajeno a esas escaramuzas y no perdí la ocasión para aprender que la avaricia rompía el saco, al menos eso decía el refranero.

      —Capitán, quisiera hacer la travesía en vuestro barco —le propuse un buen día al maestre Quintero—. Me han dicho que junto a vuestra carga también llevaréis algunos pasajeros.

      El día era muy luminoso y fresco. El amanecer me había sorprendido mirando el horizonte de aquellos mares. Estaba convencido de que había llegado el día soñado. El día señalado en mi vida para comenzar la aventura que marcaría el devenir de mis años.

      —Por supuesto, señor. Pero antes deberéis de pagar vuestro pasaje. Tenéis que pensar que vuestro peso restará mercancías a mi viaje y eso significa menos ganancias —me indició el deslenguado y avaricioso maestre. Ese hombre valoraba más el dinero que la salud, pensé.

      —Ah, no os preocupéis por eso. Aquí tenéis esta bolsa con buenos ducados; ya veréis que os compensa vuestro déficit de peso. —Le entregué una bolsa con monedas y el rostro de aquel marino se iluminó.

      El maestre Quintero, feliz y risueño, abrió la bolsa y contando el contenido dio su aprobación.

      —¡Está bien! Nos acompañaréis en el viaje. Espero que encontréis hueco en algún rincón en la cubierta. Dentro de dos días partiremos con la subida de la marea, no os retraséis, pues el barco no espera.

      —No os preocupéis, señor, aquí me encontraréis. Ya perdí un barco y no pienso perder el segundo. —Saludé al maestre y me marché, quería despedirme de algunos amigos, así como aprovisionarme para el viaje. Había gastado parte de mis ahorros en pagar el pasaje, los cuales habían surgido del dinero que mis padres, de nuevo, me proporcionaron en mi partida de Medellín, además, algo había ganado jugando a los naipes. Aún me quedaba un buen pellizco y no quería hacer el trayecto pasando calamidades.

      Preparé mi equipaje, aunque poseía pocas cosas, pues el trayecto podía ser largo y debía estar prevenido. Recalé en busca de aprovisionamiento, pues los días en la travesía se tornaban largos. Yo me sentía nervioso, no en vano iba a ser mi bautizo del mar. Nunca había viajado por el agua. El mundo se ensanchaba ante mis ojos y la emoción de ver esas nuevas tierras provocaba que mis sentidos se desbocaran.

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