Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


Скачать книгу
distinguir a una sombra de un viandante. En todas ellas esperaba encontrar al marido de doña Ana acercarse hacia mí y, que con su espada, atravesara mi pecho. Aquel presagio pudo acabar en realidad. Todavía con ese temor, mis deseos se impusieron y ataqué de forma impetuosa la fortaleza. Nada me haría desistir en mi conquista. Mis deseos de gloria estaban en firme resolución de avanzar con fe. Era mi naturaleza la que me impulsaba, la que me llevaría por los confines del mundo en mis conquistas futuras.

      El portalón apenas se resistió. Traspasé aquel vejestorio portal y volviendo a poner el tranco en su sitio avancé por el patio trasero de la casa. Tal como me había advertido doña Ana, me encontré con el cobertizo donde estaban las cuadras de los animales que, al oír los pasos de un extraño, se inquietaron y bufaron. Con todos mis sentidos en alerta avancé unos pasos y al finalizar el cobertizo giré y me topé con la escalera que me había indicado. La luna iluminaba mi camino. Miré hacia arriba y encontré la ventana que estaba medio abierta. El paisaje parecía despejado. Empecé a subir por la escalera mirando al cielo para no despertar a ningún santo que esa noche estuviese de guardia, no quería molestar a nadie, para que así nadie me molestase a mí.

      Llegué a la altura de la ventana y suavemente empujé la hoja. Miré hacia el interior y la oscuridad no me permitía distinguir nada. En el interior de aquel reciento la negrura era total. Con suavidad alcé mi pierna y me apoyé en el alfeizar de la ventana, un pequeño escorzo y mi cuerpo ya estaba dentro de la habitación. Nuevamente miré y casi no distinguía muebles o persona. Solo el silencio reinaba en el ambiente. Trataba de adaptar mi vista a la oscuridad, no quería tropezar con algún mueble y despertar a la madre del amo.

      En un rincón de la estancia, unos ojos brillantes delataron la presencia de aquella mujer hermosa, y segundos después, una voz muy dulce y templada, en tono muy bajo, me susurró.

      —Habéis tardado mucho en conseguirlo, mi joven poeta. Guardad silencio, por Dios. Estáis haciendo mucho ruido.

      Al reconocer su voz supe que estaba con seguridad en los aposentos de doña Ana, la cual me aconsejó que no hablase y que me quitase las ropas. Su voz delataba el deseo escondido en su cuerpo.

      Al oír aquellos consejos no dudé ni un instante; sus deseos me contagiaron. Me desnudé cual rayo y a tientas me acerqué hasta el borde de su cama, levantando las sábanas me metí con sumo placer.

      Esas sábanas olían a azahar, por unos instantes recordé el olor de mi casa en Medellín, otro mundo eran las de mi jergón en la posada, donde me alojaba, y sentí un arrebato de vergüenza. Poco después sentí el cuerpo de aquella mujer que latía con sofoco. Alargué mi mano y rocé su cuerpo que se estremeció al sentirlo. La noche presagiaba la tormenta que estaba a punto de desarrollarse en esa habitación.

      —Creo que la poesía no está reñida con el baño, mi joven poeta. Oléis un poco a verdulero de la plaza de San Francisco —comentó sonriendo la señora.

      —Perdonadme, señora mía, pero ni el tiempo lo aconsejaba ni el agua me esperaba.

      Yo, que poco a poco ya me había perdido por el interior de las sábanas, no tenía mucho tiempo para hablar de limpieza ni otras zarandas de aquel tipo. Mi cuerpo se había puesto en tensión y acariciaba el suyo con avaricia. Quería llegar a todos los rincones de su cuerpo a la vez, acariciar sus senos, sus muslos y, además, besar sus hermosos labios. El frenesí se apoderó de mí y me vi envuelto en un torbellino de deseos que hacían que no pudiera frenar ese ímpetu. La tomé y la poseí, y ese deleite me llevó por la senda del paraíso.

      Después de un breve descanso, durante el cual nos reponíamos del primer ataque, el sudor y el fulgor de la batalla la habían descompuesto, se abrazó a mi cuerpo y al sentir su roce se despertaron mis sentidos, que estaban alertas, pues bien sabía que una batalla había terminado, pero no así la guerra que continuaba.

      La noche se me ofrecía interminable, pues la lucha, cuerpo a cuerpo, se me antojaba dura; doña Ana no daba tregua. Su cuerpo llevaba mucho tiempo deseando el placer del amor, pues con su esposo no lo practicaba con demasiada frecuencia, y exigía todo mi esfuerzo para su satisfacción. Pronto el cansancio aconsejó una tregua. Mi cuerpo estaba exhausto, y aunque no quería detener mis ansias de placer, pedía un descanso. Pero la noche se había marchado silenciosa y nosotros enfrascados en los lances del amor no nos habíamos dado cuenta de ello.

      El cielo empezaba a clarear y doña Ana, temerosa de que alguien viese salir por la ventana de su habitación a un hombre, me pidió que me vistiera y me marchara pronto. Pero al levantarme de la cama para vestirme se aferró a mi cuerpo y me apretó fuerte, luchaba denodadamente por retenerme, pero los primeros rayos de sol me invitaron a marcharme. Deseaba correr o volar desde aquella ventana, pues mi cuerpo había alcanzado la gloria de la felicidad.

      Me vestí rápidamente y con un beso apasionado me despedí de la dama que había sabido llevarme por el camino del amor. Siempre la recordaría, consideré.

      Bajé nuevamente la escalera y con sumo sigilo caminé ocultándome lo que podía por el patio. Los animales sintieron algo extraño y nerviosos relincharon. Un perro lejano se soliviantó por los ruidos de los animales y prorrumpió con frenéticos ladridos que me hicieron huir con toda la velocidad que mi cuerpo era capaz. Alcancé el portalón y con sumo cuidado descolgué el tranco, miré con atención hacia ambos lados de la calle y al no observar ningún moro en la costa salí de la finca. Volví a alargar el brazo y coloqué el tranco en su sitio.

      Antes de marcharme, doña Ana me había pedido que regresara a su alcoba en cuanto la noche volviera. Deseaba estar conmigo y sentir mi cuerpo sobre el suyo, que había estado durante una temporada muy larga en ayuno y penitencia. La promesa había de cumplirla; por mi vida se lo juré.

      Llegué a mi posada y el jergón me acogió, con un poco de asco, dejando que mi cuerpo recuperara el aliento, pues al de la noche tan ajetreada le acompañaba la brutal carrera que había realizado desde la casa de doña Ana hasta la posada, como si el diablo me persiguiera. Jadeando como un podenco me acerqué a él y caí de bruces. La respiración entrecortada no me dejaba saborear los recuerdos de aquella noche de placer y amor. Quería dormir, pero tampoco el sueño acudía a mi mente, solo los recuerdos de cada instante de la noche pasada me hacían permanecer en vigilia. Disfrutaba en mi mente con el cuerpo de la dama que horas antes había tenido entre mis manos y mi cuerpo se tensionaba, tal era la dicha de esos recuerdos. La vida me sonreía, me entregaba momentos de felicidad y recuerdos que satisfarían mis momentos más solitarios.

      Después de un buen rato despierto y gozando con aquellos recuerdos sentí que los primeros rayos del día se asomaban a la habitación donde estaba y estos, acariciándome, consiguieron que el sueño me dominara y perdiera el control de mis sentidos.

      Hacia el mediodía unas voces que armaban gran alboroto me despertaron. No cabía duda, eran mis amigos y paisanos que acudían en mi ayuda para organizar el almuerzo.

      —Arriba, gandul —gritaron al unísono—. ¿Acaso no veis ya que el sol ha llegado a su cenit? —Todos vociferaban con voces juveniles y potentes que traspasaban los muros de la casa.

      —Dejadme dormir, la noche ha sido muy inquieta y el cuerpo lo tengo dolorido —les pedí de malas ganas.

      —¿Inquieta decís? Contad, pues, cómo fue la borrachera de amor y quién fue la afortunada, pues vos bien lo sabéis y no queréis contárnoslo.

      Todos rieron ante la insinuación de Alonso que, a fuerza de chanzas, siempre quería saber la verdad de todas las aventuras que nos acontecía en nuestros amoríos.

      —No pienso deciros nada. Un caballero bien debe saber guardar el honor de una dama.

      —¡Ah, pero la dama tenía honor! —Las carcajadas sonaron estrepitosamente y hasta en la calle debieron de oírse.

      —¡Ya está bien, señores! Creo que tendré que levantarme y acompañaros hasta el mesón. Mi estómago se está rebelando contra mí y me pide comida. ¿Alguien tiene preparado algún almuerzo? ¿O hemos de aguzar el ingenio y buscar a alguien que nos invite?

      Nuevamente las carcajadas se soltaron y


Скачать книгу