Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
ni una moneda para la compra de enseres tan necesarios para el viaje. Pero nuestras preocupaciones no estaban en eso. No entendíamos de dificultades ni de privaciones. El mundo era nuestro, era de la juventud que se proponía conquistar todo un continente que permanecía dormido separado por un ancho océano que debíamos cruzar. Deseábamos partir lo más rápidamente posible y enfrentarnos a ese dragón marino para vencerle.
Todas las recomendaciones que nos hacían los soldados y los funcionarios más veteranos no nos preocupaban mucho, nos inquietaban más las mozas y las jaranas; no había día en que no estuviésemos metidos en alguna. Visitábamos las mancebías, en cuanto nuestras bolsas nos lo permitían; en caso contrario, la vida nos enseñaba sus recursos para calmar nuestras ansias y deseos de amor carnal. Esta nos empujaba a encontrar el camino por el que nuestros cuerpos disfrutarían.
La vida en Sevilla transcurría con la placidez y felicidad que siempre había soñado vivir. Sin embargo, sabía que este no era mi destino, había algo más allá que me llamaba. La fuerza de aquella llamada hacía que mi sangre se impacientara. Cada día que transcurría, sentía la languidez del clima y adormecer mis deseos de aventuras. Mantenía una vida plácida, había juegos y bonitas mujeres, la tentación vivía a mi alrededor, pero en mi mente notaba que algo me faltaba.
El mundo se había detenido en Sevilla para el grupo de jóvenes cuyas mentes corrían disparadas. Para ellos no existían frenos ni impedimentos. Solo la ley y el Santo Oficio eran respetados o, al menos, esquivados.
CAPÍTULO 3
SEVILLA
Había marchado de mi casa, en Medellín, hasta Sevilla, la gran ciudad que era, en aquellos tiempos, la puerta de las Indias. El rey había ordenado que allí se asentase la Casa de la Contratación, y al obispo Fonseca le había entregado las llaves de la fortuna, dando al puerto de la ciudad el monopolio del comercio con las Indias. Allí donde las riquezas llegarían navegando desde la otra orilla del océano vasto y ancho que nos separaba de las tierras recién descubiertas, aunque ese caudal de oro y plata nunca llegaría al pueblo, solo la alta aristocracia se beneficiaría del río de beneficios.
Marchaba con el pecho henchido, el corazón radiante y unas ganas de vivir que oscurecían el paisaje del camino que llevaba recorrido. Durante unos momentos el mundo me pareció pequeño y diminuto. Era tal el poderío de mi zancada que con andar unos pasos ya soñaba que había recorrido medio mundo. Deseaba llegar a las Indias y empezar a recorrer sus tierras, descubrir aquellos territorios que permanecían vírgenes, perdidos en lo intrincado de las selvas que lo ocultaban. Estaba seguro de que con mi caminar firme y poderoso llegaría hasta los rincones más escondidos.
Miraba el radiante amanecer y ya divisaba en la lejanía los horizontes de grandeza que llevaba grabado en mi piel. Mis compañeros, algunos de aventuras juveniles, se habían dejado arrastrar por mis sueños. Años después se unieron a mis deseos de conquistas los Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Diego de Ordas, Alonso Hernández Porto Carrero, Andrés de Tapia, Juan de Sanabria y algunos más. Muchos de ellos nacidos en mi pueblo de Medellín. Otros en poblaciones cercanas, pero todos con una meta común: conquistar la fortuna que les volvería ricos y poderosos al regresar.
Mis dudas sobre mi destino se habían despejado ocasionalmente. En Cáceres residía don Nicolás de Ovando, comendador mayor de la Orden de Alcántara, que recientemente había sido nombrado gobernador general de las Indias en sustitución de don Francisco Bobadilla, caballero de la Orden de Calatrava. Así que por el trato de amistad que don Nicolás tenía con mi familia, fui admitido en el séquito para acompañarle en la poderosa flota de treinta navíos que se aprestaba en Sevilla para llevar al nuevo gobernador hasta las Indias descubiertas nueve años atrás por Cristóbal Colón. Mi cargo aún no estaba previsto en la organización de aquel gobierno, así que no sabía en calidad de qué viajaba yo. Pero para mí lo más importante era llegar, después Dios dispondría.
La armada llevaría también a hidalgos con sueños de conquistadores y a labriegos, que portando sus semillas tratarían de preñar los campos nuevos para extraer los frutos que alimentasen a todas aquellas gentes que aspiraban a una nueva vida. No era una expedición militar, por lo que no marchaba un gran contingente de soldados. Era una mezcla de aventureros y campesinos que, con familias a sus espaldas, trataban de poblar esos terrenos.
Llegué a Sevilla, la bella Isbiliya, según los almohades, en septiembre u octubre de 1501, no recuerdo bien la fecha. Hacía un día muy caluroso, aún recordaba al verano andaluz y la ciudad estaba engalanada, no sé bien por qué festividad, ya que la ciudad siempre se ha distinguido por su mezcla de beatería y rufianería. Me alojé en una posada en el barrio de San Bernardo, por aquel entonces un arrabal, allá en extramuros, pero la bolsa no daba para mucho y había que ser precavido con los dineros, y muy pronto me acomodé. Los juegos y las mujeres abundaban, así que me hallaba en mi salsa. Más de alguna vez dudé si debía de embarcarme o quedarme a vivir allí. Solo los acontecimientos posteriores me empujaron hacia mi destino. La ciudad, a pesar de sus ostentosos edificios, olía muy mal y las calles estaban muy sucias, eran estrechas y llenas de viandantes, caballerías, basuras y escombros. Resultaba difícil transitar por sus calles y plazas comerciales. La pobreza reinaba por todas partes. Cada cual se buscaba la vida como podía. Unos robaban, otros comerciaban con generosde adulterados y así, al eludir pagar los impuestos, sacaban unas monedas de más. Sevilla era un hervidero de vida, donde el trasiego de sus calles era ya una fiesta que adornada por el decorado del ambiente perfumado de la primavera calmaba el olor a suciedad y a caballerías.
Todo transcurría dentro de una rutina que, para nuestras mentes, que volaban sobre los sueños de las conquistas, era tediosa. Había cumplido ya los diecisiete años, así que me consideraba un hombre experimentado y eso representaba una pérdida de tiempo, pensaba, pero la fecha de nuestra partida aún no estaba fijada y todos deberíamos esperar hasta que llegara. Todos los días traspasaba la Puerta de la Carne y superaba las murallas de la ciudad para ir a mi acomodo o para volver a la ciudad en busca de alguna noticia o algarabía.
Cierto día fui invitado a una fiesta a una casa principal, como se distinguían las viviendas, con salas, cámaras y recámaras, portales y patios. El dueño, un rico mercader, ya metido en años, gustaba de presumir de su hacienda y de su mujer, joven y guapa.
La fiesta se me apetecía debido a que en ellas presentaban multitud de platos y la verdad era que yo no me alimentaba convenientemente. Desde mi llegada no comía otra cosa que huevos fritos o garbanzos con espinacas, algo típico entre los pobres. Yo añoraba las chacinas de mi tierra, que ya se habían agotado del cargamento, que mi madre me proveyó, así como la de todos mis paisanos. Por lo que accedí al asistir con la idea de llenar la tripa y después observar si el campo me proporcionaba alguna hembra, pues en aquellos tiempos siempre suspiraba cuando un vestido sonaba cerca de mí. Hasta ahora me las había apañado con prostitutas de alguna mancebía y, en alguna ocasión, allí en extramuros, junto al río, rondé a mujerzuelas que traficaban con sus cuerpos. Algo no muy digno para un joven hidalgo como yo, pero mi fortuna era precaria y las posibilidades de encontrar algo mejor, para satisfacerme, eran escasas.
Aquel atardecer paseaba tranquilamente entre las flores del hermoso jardín, muy bien decorado con plantas y otros ornamentos, algo muy corriente en un patio sevillano que, aunque era otoño, allí el tiempo era suave y templado como la primavera. El agua cantarina danzaba en una fuente cercana y la luna, que se había derramado por toda la ciudad con su luz plateada, me sonrió, lanzando una mirada con destellos de picardía que atravesó las orillas del río que regaba la ciudad. Todo el conjunto quedó hechizado y mi cuerpo sintió que la diosa Venus me marcaba para una nueva aventura. Soñaba que navegaba por un jardín embrujado.
Y así fue. La fortuna me sonrió. El hambre, que mi estómago demandaba, había quedado saciada, y el amor me rondaba, pues cierta damita que revoloteaba por el patio no paraba de mirarme. Se llamaba doña Ana, ella me confesaría su nombre más tarde. También me enteré de que era el ama principal de la casa, y la verdad es que tenía un cuerpo muy hermoso, la piel parecía pulida y la boca con una dentadura blanca y perfecta, adornada por unos labios sensuales que me incitaban a besarla. Las carnes rollizas y los pechos turgentes eran el acicate por el que me derretí en cuanto noté cómo me miraba