Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
Ajustándome el jubón, salí del aposento y sin apenas lavarme la cara enfilé la calle, acompañado de aquella cuadrilla de amigos que soñaban con la gloria de las Indias, igual que yo.
—¿Alguien sabe ya la fecha de la partida? —cuestioné tratando de cambiar el tema de la charla.
—Don Nicolás se hará a la vela en los primeros días de febrero. Hemos de ir hasta Sanlúcar para embarcar —informó Diego, siempre el más formal de toda aquella partida de truhanes que trataban de embaucarme para que soltase por mi boca la aventura de la noche pasada.
—Entonces comencemos con nuestros preparativos, nos queda menos de un mes —propuse, aparentando la seriedad que me caracterizaba, no en vano ya ejercía de líder de aquella cuadrilla.
—Pensad que con el tiempo que nos queda, aún han de pasar muchas cosas, ¿no creéis?
—Indudable que sí, en ese tiempo pueden ocurrir muchas cosas, pero no creo que sea ninguna buena. Así que hemos de tener cuidado, el diablo acecha y no quisiera por nada del mundo que nuestro futuro se viera truncado por alguna desgracia.
Sin saberlo aún, me encontraba presagiando la desdicha que mi destino me tenía preparado antes de la partida para las Indias. Bien sabía ya, a pesar de mi corta edad, que la vida estaba sujeta a todos los vaivenes que el destino imponía. Solo Dios estaba libre de aquellas desdichas.
El almuerzo transcurrió por los mismos lances que otras comidas. Las burlas se juntaban con risotadas a las que acompañaban el buen vino que la tierra les daba. Algunos jóvenes hidalgos jugaban a las cartas, partidas en donde a veces incluían algún intruso al que le sacábamos los buenos ducados. Su irreverencia no tenía freno, la vida era corta, pensaban algunos, y había de aprovecharla y sacarle todo el jugo posible. No conocían impedimento a su juventud que desbordada arrasaba en lances buscando aquel placer que sobrevolaba por la ciudad.
El atardecer empezó a acechar la ciudad. Transcurría enero y el frío, aunque templado, acariciaba los rostros. Algunos se embozaban en sus capas, pero nosotros, extremeños recios, dotados de sangre joven, sentíamos arder en nuestro interior el fuego que la vida nos había dotado, y caminábamos sin recato ante la templanza de esas noches frescas de Sevilla.
Retomando, cada cual, su camino, yo me marché hacia mi posada. Descansaría un poco y esperaría el anochecer con deseos. Mi cuerpo, aún maltrecho por la noche pasada, sentía el vivo placer recordando los momentos más excitantes que había vivido. Aquella empresa me transportaba a un mundo de inquietud y frenesí y mi alma me exigía continuar la historia.
Al compás de las campanas de la catedral, me dirigí hacia la casa de mi amada doña Ana. Soñaba con ella y deseaba tomarla, y sabía que ella también me estaría esperando con los brazos abiertos.
Mis pasos sonaron al entrar en la calle. Procuré delimitar mis ruidos acercándome al portalón. Una vez ante él miré a ambos lados. Comprobando que nadie me observaba, forcé el portón y alargué la mano. Suavicé el tranco y penetré en el patio. Ya en el interior de él pude comprobar cómo aquella zona me era conocida de la noche anterior. Caminé templado y aguzando el oído por si algún sonido se escapaba de la casa. Avancé con confianza al sentir el silencio como compañero. De nuevo, los animales de la cuadra se retorcieron y sus ruidos se dejaron sentir en el exterior. Traspasé la zona de la cuadra y alcancé la escalera que fiel seguía allí para ayudarme en mi conquista.
Subí con determinación y arrojo. Esta vez no dudé ni un instante al llegar al final de la escalera, empujé suavemente la hoja de la ventana y entré con decisión a la habitación.
Al entrar en esa habitación sentí, como la vez anterior, que la oscuridad reinaba en aquel recinto de una forma total, pero después de unos instantes, mi vista se adaptó a la penumbra y pude vislumbrar la cama y en ella, entre las sábanas, a la mujer a la que deseaba.
Sin pensarlo un segundo me despojé de mi jubón y de mis calzones, así como de mis botas. Solo la camisa me cubría el cuerpo joven y ansioso del amor de esa mujer que silenciosa me aguardaba en la cama. Me introduje en ella y busqué con deseo el cuerpo que me recibió con avidez, besándome y abrazándome con fuerza. Los besos y las caricias se repartieron por toda la superficie de los cuerpos. Ambos sentíamos sobre la piel el roce del otro y ambos sentíamos correr la sangre como caballos desbocados. Los corazones latían con celeridad y las pulsaciones se precipitaban. Nuestros cuerpos eran como un volcán que entraba en erupción.
La noche transcurría en medio de aquel vendaval de lujuria y sexo que solo un hombre en plena juventud, con su ímpetu, sabía proporcionar a la dama, quien, soñando con esos momentos, había dejado pasar el día reposando para poder saborear el encuentro mágico que la noche le proporcionaba.
Exhausto y cansado, empecé a sentir que el vigor y las fuerzas me abandonaban, por lo que solicité un descanso.
—Pues si queréis descansar marcharos a vuestra posada, aquí es peligroso que estéis. Podríais quedaros dormido y sorprenderos la madre de mi esposo en la mañana.
—¿Acaso os vigila? ¿Tiene dudas de vos, señora mía? —Mi voz prudente y musical sonó entre las sábanas y ante las dudas a la que me sometía mi cuerpo, deseé marchar y descansar, además de huir del peligro, pero también quería seguir en aquella pelea; mi cuerpo no concebía rehusar el envite de esta mujer que era un trueno devorador de sexo. La lucha de sentimientos se desarrollaba en mi cabeza.
—¡Tal vez! ¡Pero quien evita el peligro, evita el castigo, ¿no creéis?
—¡Cierto, señora mía! ¡Pues permitidme que me marche! Mañana será otro día y habrá otro después. No creo que sea por falta de jornadas que se ausente mi compañía.
—Pensad que no serán tantos días los que presumís. Mi esposo estará al llegar pasado mañana y nuestra aventura tendrá su fin.
—No penséis ahora en el final. Pensad en el comienzo. Mañana será como el primer día y pasado mañana, Dios dirá.
—¿Vendréis mañana otra vez? —preguntó con voz dulce y melosa. Por el tono de su voz se delataba la ansiedad de su cuerpo para que llegase el nuevo día y yo acudiese a la cita.
—Claro está, señora mía, que aquí estaré. El día me dará el descanso oportuno y mi vigor repuesto de este desgaste volverá con más empuje y más tesón si cabe.
Besándola dulcemente me levanté y con sumo cuidado me fui vistiendo poco a poco iniciando mi retirada.
La noche era oscura y ello me serviría de protección en mi huida. Calzadas mis botas y puesto el jubón, tomé mi espada y de un brinco me posé en el borde de la ventana, miré hacia el patio y no encontré ninguna sombra que por allí caminase. La verdad era que si hubiese alguien en el patio no lo descubriría con aquella oscuridad, pensé.
Caminé entre las sombras hasta perderme por las callejas de la Sevilla morisca. Mi silueta se paseaba en la negrura de la noche como un alma en pena hasta encontrar la casa de mi posada. Aquella noche mi cuerpo no corría con alegre marcha. El cansancio me obligaba a caminar con detenimiento. La fatiga se había adueñado de mí y esta era una situación nueva. Debía aprender que el exceso no era bueno y tenía que ser más previsor. Guardaría las fuerzas para que nunca me fallara el ardor.
Dormí hasta bien entrado el día, después comí algo y soñé mucho. Esa mujer era mucha mujer para un hombre tan joven como yo, pero ya había comenzado la guerra y no pensaba retirarme por nada del mundo, antes muerto que huir de ese reto. Mi experiencia con las mujeres se había ensanchado mucho, ahora podría presumir de conocer mejor al sexo contrario. Mi vida era un torbellino en pos de unas faldas y ahora que había encontrado las de doña Ana no pensaba salir de ellas hasta el último día en que las fuerzas me fallaran. Pero también pensaba que la fecha para mi partida estaba próxima, estábamos a mediados de enero y la expedición saldría de Sanlúcar a principios de febrero, los días se acercaban y la desdicha de abandonar a esta hermosa dama me producía desazón. Tenía que aprovechar la ocasión hasta el máximo, ya que el fin de la empresa estaba por llegar pronto y