Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
mujeres de dudosa reputación que anhelaban encontrar otro mundo para soñar con nuevos episodios amorosos.
La noche se fue acercando. Lamentaba que el día no diera más de sí para el descanso, pero las jornadas para mi deleite estaban llegando a su fin y no podía desaprovechar el exquisito pastel que Dios me había puesto en la boca. Por mi mente se mezclaron el deseo y el cansancio de esas dos noches que llevaba gozando a todo placer. En aquella lucha, una vez más ganó el deseo y con toda mi fuerza me dispuse a abordar a la dama.
Las rutinas de mis visitas anteriores a la casa me habían granjeado el camino que recorría ya con toda naturalidad. Nuevamente la noche estaba bien oscura, pero yo, ya conocedor del terreno, caminaba presto y derecho hacia mi destino. Subí con determinación por la escalera, soñando que me conducía al mismísimo cielo.
Miré al firmamento y las estrellas me miraron con envidia. Todas sabían del éxito de mi conquista con aquella dama, mi vida había comenzado con todo el esplendor que mis diecisiete años me proporcionaban. Soñaba con ser soldado y conquistar el mundo, pero de momento me entrenaba conquistando mujeres casadas, ávidas de amor, que soñaban con los brazos de un hombre joven que les proporcionara el placer que sus maridos, ya metidos en años, la mayoría, cuyo único fin en la vida era comerciar para ganar más y más dinero, vigilando sus riquezas y abandonando el cuidado de su mayor tesoro, la honra de su esposa.
Una vez más me encontré en la habitación de la dama. Ya la oscuridad no era obstáculo para desenvolverme por ella. Mis ojos se habían adaptado a la falta de luz de la estancia, además, ya conocía la situación de los pocos enseres que en ella había.
Doña Ana, que me esperaba ansiosa, suspiró al verme llegar.
—¿Habéis descansado bien, mi señor poeta? —preguntó, no sabía si con sorna o con ganas de poder disfrutar del placer de aquel cuerpo joven.
—Sí, señora mía. He descansado a gusto para estar bien pertrechado esta noche. Vos lo habréis de comprobar.
Y dicho esto, me metí en la cama con gran diligencia. Sentí el roce del cuerpo de ella y todo mi cuerpo se convulsionó. Como un huracán, esos que luego conocería bien en las Indias, mi cuerpo arrasó todo el de ella, en unos instantes. Mis manos acariciaron cada rincón íntimo de ella y mis labios besaron sus fuentes de amor tratando de producir en ella todo el placer que dormía en su interior. Doña Ana se retorcía disfrutando y, a veces, no podía impedir que de su garganta se escapasen pequeños gemidos que yo trataba de apagar tapándole la boca.
Los ruidos que provocábamos no se podían oír en la planta baja, en cambio, estaba segura de que si alguien se hubiese acercado a la escalera sí escucharía algo.
Enfrascados en nuestra lucha no percibimos que alguien llegó a la casa. Era el dueño de ella, que inmediatamente preguntó a la anciana madre.
—¿Dónde está mi esposa?
Sus deseos estaban justificados por los días que había faltado de aquella casa y por la necesidad que tenía de estar con ella.
—Vuestra esposa duerme en la habitación de la planta superior. Alega que allí los ruidos no le impiden dormir y prefiere estar allí mientras vos, hijo, estáis fuera de la casa.
—Ah, muy bien, pues allí arriba estará bien guardada —dijo el hombre muy convencido de que a la planta superior solo se podía acceder por el zaguán y la sala de la planta baja en donde su madre dormía con el ojo avizor.
—¿Y cómo es de vuestra llegada? No os esperábamos hasta mañana.
—Los asuntos se resolvieron satisfactoriamente, madre, y según anunciaban mal tiempo por Marchena, decidí partir rápidamente. Sabía que la noche nos encontraría antes de llegar a Sevilla, pero decidido a realizar el camino nos adentramos en él y ya veis la hora de nuestra llegada, pero gracias a Dios hemos llegado a nuestra casa sanos y salvo, y ahora podremos descansar en ella. José, desengancha las mulas y llévalas a la cuadra para que descansen. Ponles algo de heno y agua, las pobres se han llevado también una gran paliza.
El criado, rápido y eficaz, ejecutó lo mandado por su amo y llevó las mulas hasta la cuadra. Al caminar por el patio, el ruido y la algarabía que emitieron alertó a la joven dama, que de un salto se encabritó en la ventana para observar que uno de los criados, que acompañaban a su esposo, llevaba las mulas hasta la cuadra.
—Rápido, mi esposo ha regresado antes de tiempo. Tenía que venir mañana, pero se ha presentado esta noche. Vestiros y marcharos, pero habéis de esperar a que nuestro criado se marche de la cuadra para poder bajar por la escalera.
Atónito y nervioso empecé a vestirme con gran desatino. Me coloqué las calzas y mis botas. Nunca en mi corta vida me había visto en una situación tan ridícula y comprometida. Si me pillaba el marido de doña Ana tendría funestas consecuencias. No en vano el honor de un marido era algo que la justicia amparaba.
—Esposa mía —gritó el marido al pie de la escalera que conducía al piso superior—. Vuestro marido está aquí y quiere descansar del largo viaje con vos.
—Daos prisa, por el amor de Dios, mi marido viene hacia aquí —doña Ana, con el rostro desencajado, me apremiaba a que abandonara la habitación. Su marido irrumpiría en cualquier momento.
Cogí, como pude, mis pertenencias y me acerqué a la ventana, no quería que me viese nadie bajando, pero dudaba de descender pues había visto que alguien se dirigió al establo. Podría dar la voz de alarma y estaría perdido. Pero, al mismo tiempo, sentí las pisadas del marido de doña Ana que alcanzaba la puerta de la habitación. Salté rápidamente al alfeizar y coloqué un pie en la escalera. Agarrándome con una sola mano, en la otra portaba jubón y espada, acelerado y nervioso quise bajar muy rápido, con tan mala fortuna que al posar mi pie en uno de los tramos resbalé y, sin apoyo, caí al vacío. Con gran estrépito se estrelló contra el tejado de la cuadra, el cual se desmontó debido a que estaba formado por unas vigas de madera muy viejas y paja.
Al recibir el golpe, debido al dolor, grité. Mi pierna había chocado con una viga. Al llegar al suelo las magulladuras eran muchas, pero el dolor de la pierna, mayor. Pensé que estaba perdido, era incapaz de ponerme de pie, no podría huir. La sangre me delataba por muchos puntos de mi cuerpo. Las heridas, algunas superficiales, eran muy escandalosas, pero, sin lugar a duda, el dolor de la pierna era quizás lo peor y más peligroso. La tendría rota y no podía huir de aquella situación.
—¿Qué ha sido ese ruido? —interrogó el marido mirando a su esposa. Al ver la ventana abierta se asomó por ella y contempló que el techo de la cuadra estaba destrozado.
Su mirada quedó fija. A través de la rotura del techo se divisaba la figura de un hombre que se lamentaba de sus dolores.
—¿Qué hace ese hombre ahí? ¿De dónde ha salido? ¿Acaso ha intentado huir por esta escalera y ha caído a la cuadra? ¿Venía de la habitación de mi esposa? —La cólera y la furia le fueron subiendo según hilvanaba las suposiciones—. ¡Dadme mi espada, por Dios que le atravesaré el pecho!
El marido, encolerizado por el engaño que suponía, bajó corriendo la escalera y cogiendo su espada salió al patio dirigiéndose al establo acompañado de algunos de sus criados. Al entrar contempló el cuadro. Un joven con la camisa destrozada yacía sobre el suelo con la pierna rota y el cuerpo lleno de cortes, la sangre fluía, dándole el aspecto de un crucificado que había descendido del calvario.
—Decidme, señor, decidme rápido y claro qué hacíais en la habitación de mi esposa, porque estabais allí, ¿verdad? Os habéis caído por esa escalera que esta al pie de la ventana de la habitación en la que mi esposa dormía.
El sofocado marido sacó el acero de su funda y acercándola hacia mí la colocó en mi pecho.
En aquellos instantes vi que la muerte me llegaba, me llegaba bien pronto. Era tan joven y había vivido tan poco que sentí pena por mi propia existencia. Recé en silencio una plegaria. Pedí a Dios que me perdonara mis devaneos, era joven y solo había seguido los impulsos de mi cuerpo. No pensaba que esto representara