Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
a los padres sin recursos a casar a sus jóvenes hijas buscándoles un marido que las protegiese en la vida. Pero una cosa era el marido y otra bien distinta el amante.
—Es algo misterioso que en esta tierra los patios despiden un olor tan intenso —susurré, a sabiendas de que ella, que estaba detrás de una columna de rico mármol, me escuchaba.
—Sí. En esta tierra todo es misterioso. Pero vos, que sois un joven poeta, sabréis cantarle con todo vuestro ingenio a nuestra bella ciudad.
Doña Ana, volviéndose de su escondrijo, se acercó hasta ponerse delante de mí. Su mirada altiva y provocadora me causó cierto rubor, ya que, aunque había estado con mujeres, no tenía aún bien aprendida todas las artes de la galantería. La oscuridad del atardecer hizo que mi rubor no lo apreciase la dama.
—Porque vos sois poeta, ¿verdad? O, ¿tal vez soldado? —dudó, sonriendo con malicia al notar mi juventud, aunque aparentaba algo más de edad de la que tenía, y apreciar un cuerpo tan poco curtido. Su perversidad en las preguntas y la malicia de su sonrisa me empujaban hasta el deseo.
—En efecto, señora mía. Soy poeta, estudie gramática y latín en Salamanca y soy soldado porque formaré parte del séquito que acompañará al nuevo gobernador de las Indias en su viaje de toma de posesión —le revelé lleno de energía tratando de impresionarla—. Pero esta noche, señora mía, soy vuestro admirador y hasta las estrellas se pondrán celosas cuando vean el fulgor de vuestros ojos.
—Bien veo a mi joven poeta lo lanzado que sois. ¿Acaso sabéis si soy una mujer libre? ¿Acaso podéis cortejarme con vuestro desparpajo? —Sus ojos brillaban con la luz del galanteo. Su cuerpo, antes inclinado, adoptó una posición erecta y parecía haber rejuvenecido.
—Señora mía, vuestros ojos me dicen que la puerta de vuestro amor está abierta y yo pido permiso para traspasarla. —Me acerqué silenciosamente hasta ella y cogiéndole la mano se la besé suavemente.
—¡Joven! ¿Cómo sois tan insensato? No soy una mujer libre y vos no podéis cortejarme con tal descaro en el patio de mi casa. Mi esposo debe de andar por algún aposento cercano y podría salir en cualquier momento.
Sentí un acaloramiento súbito y mis manos, antes ligeras y truhanas, se pusieron a atusarme el cuello de la camisa y el pelo. No sabía bien qué hacer.
—¿Al menos podré saber cuál es vuestro nombre? —le pedí muy recatadamente mirándola fijamente a los ojos.
—Mi nombre es Ana. Mañana, a las once de la mañana, en la catedral. Allí os espero —casi en susurro sus labios me confirmaron el deseo que tenía de encontrarse conmigo.
—Allí estaré —confirmé azorado ante aquella cita que la dama me proponía.
Nunca había sufrido tal proposición de una forma tan directa. Durante unos instantes me sentí nervioso y confuso. Mi corazón estaba tocado, pensé.
Doña Ana se dio la vuelta con determinación, caminaba despacio. Estaba claro que quería que la observase detenidamente. Su arrogancia femenina la convertía en algo sensual que caminaba por el jardín del deseo. Se volvió y me dirigió una sonrisa pícara y rápidamente desapareció de mi vista. Al principio, dudé si aquella conversación había sido real o imaginaria. Todos los fantasmas de la noche se habían presentado en ese patio. Mi pecho sentía una agitación muy fuerte. Decidí marcharme, mis actividades habían sido liquidadas con resultados positivos.
Una vez en la calle, marchaba deprisa. Mis pies, alegres y juguetones, eran el símbolo de mi juventud que volaba por el mundo. Me sentía el hombre más feliz del mundo. Miré al cielo y le di las gracias por la ofrenda tan generosa y maravillosa que me había hecho.
Aquella noche en mi jergón de la posada di rienda suelta a todas las historias de amoríos que mi mente me podía transportar. Soñaba con que amaneciera pronto, con ver la luz del nuevo día que me llevaría hasta la mujer hermosa que suspiraba por mi amor. Ansiaba poseerla y acariciar ese cuerpo tan maravilloso.
Fantaseando con el encuentro de la mañana siguiente me quedé dormido profundamente. Cuando desperté, el sol, ya radiante, iluminaba con fuerza la mañana. Mi cuerpo protestaba debido a que no había descansado bien. La noche se había vuelto ajetreada con mis pensamientos y no había encontrado el sosiego.
La ciudad estaba en todo su ajetreo. Los comerciantes se afanaban en lucir sus mercancías ofreciéndolas a los viandantes que habían madrugado y a los que aún acechaban por los puestos. Allí acudían todas las criadas de las casas de postín en busca de las viandas para sus amos. También se citaban las amas de casa más pobres en busca de algo que llevarse para preparar el guiso. El pescado estaba en los puestos a orillas del río y hasta allí acudían como tropel todos los que buscaban, y podían pagarlo, aquel exquisito alimento. El río era un inmenso lago lleno de fustas y tartanas que cargadas con toda clase de género trataban de descargar. Los hombres con sus esportillas danzaban desde las escuálidas embarcaciones hasta la orilla a través de gruesos tablones de madera que se cimbreaban a su paso y al peso de la carga.
En aquella ciudad, representada por la Torre del Oro, no era oro todo lo que relucía. La famosa torre la habían levantado los árabes hacia el primer tercio del siglo XIII. Fue llamada así por el resplandor de sus azulejos al reflejo del sol. Esos azulejos habían desaparecidos y solo quedaban los ladrillos de su fachada. Después fue utilizada para muchas cosas, hasta para cárcel.
La mayoría de la población no tenía mucho que llevarse a la boca y la gracia y la picaresca se desarrollaron por doquier. Allí, el que no se espabilaba se lo llevaba la corriente del río, decían. Todo el mundo soñaba con las riquezas del nuevo mundo que se había descubierto allende los mares. Pero estas no llegarían tan pronto. Habrían de transcurrir unos pocos de años para que aquel comercio con las Indias prosperase y diese a la ciudad riquezas que muchos ya habían profetizado.
«Yo disfrutaré algún día de esas fortunas», me dije, mirándome al espejo acicalándome un poco para mi cita en la catedral. Me puse mi mejor jubón, bueno, el único que tenía, claro está, después de limpiarlo lo mejor que pude y supe. En aquellos momentos en los que la torpeza me dominaba, recordaba con cariño a mi madre, la que siempre me había cuidado y protegido.
La mañana se había ido despejando y la hora a la que debía de acudir estaba próxima, no quería llegar tarde a tan especial cita. Salí a la calle con la ilusión por bandera. En esos instantes no hubiera cambiado mi existencia por la de un noble o la de un rey; yo era el rey de la nobleza.
Me puse en marcha hacia la catedral, joya, orgullo y emblema de la ciudad. Aquella iglesia era la obra de unos hombres que ofrecieron el monumento a su Dios. El arte gótico resplandecía por doquier con sus sietes naves, gran altura y ventanales. Era la catedral más grande del mundo, además de la más suntuosa de las Españas.
Entré en la catedral por la Puerta del Príncipe. Caminaba despacio admirando el resplandor de aquel arte tan grandioso. Dios había puesto en las manos de los hombres la sabiduría para poder realizar esa magna obra que se alzaba con sus agujas hasta el cielo.
Me detuve en la entrada de la capilla de la Virgen de Antigua. En el fondo había un retablo en cuyo centro había una imagen de la Virgen pintada al fresco. Después de admirar el retablo, en donde la Virgen sostenía a su hijo con la mano izquierda y con la derecha sujetaba una rosa, mientras el niño Jesús sostenía a un pájaro y dos ángeles agarraban la corona que orlaba la Virgen, paseé la mirada por el interior de la capilla.
Al mirar entre los asientos, en un extremo de uno de los bancos, una mujer joven oraba muy devotamente. La miré detenidamente y vi que su figura se asemejaba a la joven ama con la que estaba citada. Aunque al principio tuve mis dudas, pues al encontrarla con tal recogimiento distaba mucho de la mujer sensual que había conocido la noche anterior. Tenía un velo de fino encaje negro de Flandes que le cubría la cabeza. Su capa era de suave seda de un tono malva y brillaba en el fondo un vestido, también de seda, de un color carmesí. Deduje por su estampa que aquella dama debía de ser doña Ana. En sus manos portaba un fino rosario de cuentas de marfil y un libro de rezos a los que abrazaba con devoción.