Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
su hijo, pero eso no fue nada más que un espejismo debido a que nuevamente me volví a marchar, y esta vez mi vuelta fue muy lejana, cuando él ya había fallecido.
Allá en lo lejos, cerca del río, en una choza, una mujer joven lloraba sabiendo de mi partida. Esta vez temía que sería para siempre. Aquel niño al que ella le había enseñado los secretos del amor se marchaba hecho un buen mozo, tal vez un hombre, para recorrer el mundo, y sabía que olvidaría el amor de la niñez. Encontraría muchos brazos femeninos por esos mundos y ella tendría que olvidarle y buscar algún peón de los muchos que trabajaban los campos. Tendría que enseñar a algún ignorante los secretos de la alcoba para conseguir que una noche oscura y con tormenta le prometiese casamiento, aunque fuese al amanecer y en solitario en alguna de las iglesias del pueblo.
Miré fijamente al horizonte, el sol acariciaba la campiña extremeña y vertía sus cálidos rayos sobre aquel tranquilo pueblo. Después volví la cabeza hacia el portal de mi casa. Mi madre, abrazada a mi padre, lloraba con la esperanza de que se produjera un milagro y me arrepintiera en el último momento; y mi padre, con la figura arrogante, desafiaba al mundo. Su corazón, roto por el dolor, se preguntaba qué mal había hecho él en este mundo para tener que soportar aquello. Ese mundo que le arrebata el único hijo que tenía. Al igual que mi madre, seguía pensando que se produciría el milagro deseado y su hijo no se marcharía. Pero el día no era bueno para los milagros. El señor cura miraba desde el portalón de su iglesia la escena de mi partida. Observaba a los jóvenes con sus sueños de gloria, pensaba. El también querría partir hacia esas tierras y catequizar a todo un mundo. Pero no, permanecería en aquel pueblo lánguido y sencillo al cuidado de las almas de sus feligreses, que más de uno pecaba con profusión, sobre todo en la fornicación. Me miraba con pena, sabía que ese truhan, que había sido su paje, no se había confesado de todos sus pecados y que se marchaba con ellos a cuesta, sabiendo que el camino era muy peligroso y la muerte acechaba en cualquier parte. Si ello ocurriera, me iría al infierno a purgar allí todos mis devaneos con Cecilia.
Levanté mi brazo para saludar al viento. Mi caballo, nervioso por el calor, se revolvió y después se encaminó hacia el camino que me conducía a Sevilla. La vida que había deseado me abría sus puertas. Deseaba entrar en aquel mundo y descubrir todas las maravillas que en él había.
La marcha hasta Sevilla fue tranquila y feliz. Llevaba como compañeros a algunos jóvenes de Medellín que se habían apuntado a la aventura. La conquista había comenzado. Al menos la conquista de Sevilla, consideraba.
Nos deteníamos en algunas posadas. Otras veces, en las orillas de algún riachuelo. El tiempo era apacible y las noches agradables. Las cenas, compartidas, con las viandas que mi madre me había preparado y alguna pieza de caza que se presentaba, nos hacía alegre la estancia. Todos añorábamos las mujeres, pero no así el vino que fluía de las pieles para deleite de nuestras gargantas.
He de deciros que siempre fui muy sobrio en el comer y en el beber. Mi madre trató por siempre que comiese más, pero no estaba muy dado a las comilonas. En el beber os diré que siempre tomaba el vino aguado, algo que no todos compartían. Lo que sí gustaba era dormir la siesta después de la comida. Aquella costumbre procuré mantenerla siempre que pude durante el resto de mi vida.
En la quietud de la noche miraba las estrellas y preguntaba al firmamento: ¿cómo serían las estrellas de ese mundo? ¿Serían las mismas que yo estaba viendo ahora? Las estrellas distraían mi sueño mientras gozaba mirando aquel cielo cuajado de pequeñas luces que parpadeaban suavemente como si quisiesen guiñarme el ojo para encandilarme. La emoción de la empresa o el suelo tan duro provocaban que mi sueño me abandonara y el amanecer se presentara ante mí con la promesa de un nuevo día y más aventuras.
Sevilla estaba cerca, y según nos aproximábamos la emoción nos embargaba. Aquella ciudad era la puerta del nuevo mundo. Sabía que Sevilla era muy diferente a las otras ciudades en las que ya había estado. Todos nos encontrábamos impacientes por llegar. Queríamos beber en sus fuentes y comer en sus tabernas; vivir la vida que se respiraba en la ciudad, mitad lujuria, mitad beatería, pues no en vano vivía en ella el Santo Oficio. Pues había que guardarse del enemigo que velaba por la integridad de la religión. La virtud estaba muy alabada y los vicios perseguidos, aunque siempre los había, solo que no se debía alardear.
Mis acompañantes y yo caminábamos con la emoción en el pecho por el camino de Extremadura. Llegaríamos a la ciudad por Castilleja, gran paradoja de mi vida; allí estaba el comienzo de mi andadura y allí estaría el final de la misma.
El atardecer se cernía en la distancia y a lo lejos las torres de las iglesias de Sevilla nos anunciaban su presencia. Entre todos ellas había una torre que destacaba por encima de las demás: la de la catedral.
Esa torre era el símbolo de la ciudad, que antes había sido el estandarte de los almohades y ahora era cristiana. Anteriormente fue el alminar que acompañaba a la mezquita que los árabes habían construido para gloria de su dios. La torre se había terminado para honrar la gloria del califa Abu Yaqub Yusuf, quien había derrotado a los castellanos en la batalla de Alarcos. Durante mucho tiempo fue la torre más alta del mundo. Desde lo alto los almuédanos voceaban el adán, llamando todos los días a la oración a los fieles árabes. No hay otro dios más que dios, y Mahoma era su profeta. Hoy, desde ella, las campanas llamaban a la oración a los fieles cristianos. Tañen su oración y todas cantan sin dudar la gloria.
Todos llegamos exultantes y nerviosos a la ciudad. El bullicio nos sorprendió. La vida en Sevilla era trepidante con sus calles llenas de viandantes y comerciantes que procuraban hacer sus dineros con gran rapidez.
Encontramos una pensión, allá en el barrio de San Bernardo, en aquellos tiempos era un barrio extramuros, tras pasar la Puerta de la Carne, pero nuestra bolsa no daba para albergues de lujo ni más céntricos. Pagué a la patrona mi alquiler, aunque no tenía ni idea de cuánto tiempo permaneceríamos allí, ya que la expedición del gobernador Ovando todavía no había fijado la fecha de la partida, le pagué un par de meses, pues tenía miedo de que en el juego o en los mesones el dinero se dilapidara y después me sería más dificultoso pagar.
Exploramos el mundo que nos rodeaba. Pronto encontramos paisanos y compañeros que realizarían la travesía con nosotros. Los lazos de amistad de aquella juventud, que estaba deseosa de embarcar en busca de la aventura, se fueron tejiendo, y durante ese tiempo de espera llegaron a ser fuertes y recios. Estábamos unidos por los sueños, por nuestra procedencia, la mayoría éramos extremeños, y por la edad, pues muchos no pasábamos de los veinte años.
Los días transcurrían ociosos enrarecidos por el clima seco y caluroso. Nuestras mentes jóvenes solo estaban pendientes de las fiestas, las mujeres que se mostraban a nuestro alrededor, que eran maravillosas, y las comilonas en los mesones, pues nuestros cuerpos nos pedían sustento para soportar aquellos envites. Todos éramos hombres pocos curtidos y deseábamos iniciar la empresa que nos llevaría a la otra parte del mundo para encontrar las riquezas que se pregonaban, aunque la verdad era que muy pocos las habían visto.
De vez en cuando, alguien se acercaba hasta el palacio del gobernador para recibir alguna información sobre nuestra marcha. Pero la respuesta siempre era la misma. De momento debíamos esperar. La preparación de una armada tan gigantesca representaba un desafío para la organización. Eran infinidad de asuntos los que se debían resolver y multitud de cosas que había que embarcar, pues la vida en las colonias era muy dura. Allí no existían muchos de los productos que estábamos acostumbrados a usar en nuestro país, ni comerciantes dispuestos a vendernos las muchas cosas, algunas, a veces insignificantes, pero que, para nosotros, que estábamos acostumbrados a ello, representaba algo importante.
Aquella tensa espera marcaba nuestras ansias por vivir nuestros últimos momentos en la Sevilla de jaranas y mujeres bellas, que como flores de primavera nos atraían como a abejas hacia sus pétalos. Todos los atardeceres suspirábamos ante las estrellas mirando el cielo y preguntándole cuál era nuestro camino para lograrlo. Aunque también debo decir que veíamos a muchas, pero eran muy pocas a las que teníamos acceso.
Nos recordaban con gran ahínco que debíamos preparar nuestros equipajes, comprar todas aquellas pertenencias que queríamos llevar, puesto