Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
abandonando todos sus tesoros y renunciando al trono de su padre. Viajaría hacia el este.
Quetzalcóatl se despidió de las mariposas en Papalotla, cerca de Texcoco, marchó nuevamente a Teotihuacán, allí era venerado como un dios y aquel pueblo eligió para honrarle el más hermoso de los templos. Llevaría el nombre de la Serpiente Emplumada. Después de vivir un tiempo en esa ciudad que le había acogido en su niñez, inició un largo peregrinaje por las altas tierras de su imperio. Le acompañaban muchos de sus partidarios más allegados. Entre ellos Tepexcolco, que, a pesar de su vejez, no quiso dejarle en la soledad de su peregrinaje. Le seguiría hasta que su cuerpo le dijera adiós, solo entonces le abandonaría.
En su largo peregrinar llegó a la ciudad de Cholula, donde fundó un gran templo para adoración de su figura. El pueblo cholulteca, fiel a las doctrinas que ese hombre sencillo y bueno colaboró en la construcción, decidió que aquel templo fuese su lugar de devoción.
El templo de Cholula era una inmensa pirámide con cientos de escalones y al final de ellos se encontraba el santuario de La Serpiente Emplumada.
—Aquí veneraréis a este dios justo y noble, pues es el dios de la sabiduría —manifestó a sus habitantes.
Una vez sembrada las semillas de su reinado entre los habitantes de Cholula, Quetzalcóatl se marchó y continuó su peregrinar siempre caminado hacia el este, deseaba llegar al mar y ver el sol despertar cada mañana. Siguió caminando y llegó hasta Coatepec, «Cerro de las culebras», desde donde vio el Citlaltépetl, «Cerro de la estrella».
Al llegar a la costa de Veracruz, se embarcó en una balsa de juncos hasta Tlapallan y allí sintió que la vida se le escapaba; murió. Se había sentido muy cansado y no deseaba seguir viviendo en aquel mundo. Sus acompañantes sintieron mucho la pérdida. Su cuerpo fue incinerado en una pira y las llamas alzándose hacia el cielo se convirtieron en una estrella muy brillante que se posó en la cima del Citlaltépetl, en donde después de un buen rato desapareció; era como si se hubiese metido dentro del volcán. Se convirtió en el lucero del alba.
Pero antes de morir, Quetzalcóatl les habló a sus acompañantes. Prometió que volvería. Volvería cuando el quinto sol se dejara ver en el horizonte. Volvería acompañado de sus hijos y sus descendientes para recuperar los reinos que eran suyos. Sus enemigos le habían engañado, pero no vencido. Retornaría y castigaría a todos aquellos que mancillaran su nombre y maldijeran la imagen de la Serpiente emplumada.
Sus discípulos, desconcertados, se preguntaban cómo iban a saber cuándo llegará el quinto sol.
Había nacido el año Ce Ácatl (1 Caña) y regresaría un año Ce Ácatl, no sabía de qué ciclo, ya que cada cincuenta y dos años el ciclo de la vida se volvía a poner en marcha. Volvería para vengarse de todos los hombres que le habían obligado a abandonar su imperio. Castigaría a todos los sacerdotes que celosos de sus enseñanzas habían provocado su caída y desterraría a Quetzalpétlatl y a todos sus descendientes por haberse prestado al engaño usando su cuerpo para su desdicha.
Regresaría desde la otra parte de aquel mar inmenso que brillaba cada amanecer con la llegada de la luz del día.
—Algún día veréis una luz inmensa y unos barcos muy grandes que llegarán a estas costas —vaticinó—. Ese día será el anuncio de mi regreso al frente de mis hijos y de mis descendientes, unos hombres blancos y barbudos, hombres duros y curtidos por el frío y el sol, para la recuperación de estos, mis reinos. Regeneraré el culto a la Serpiente Emplumada, castigando a todos los hombres que hubieran hecho sacrificios humanos. —Algo que odiaba con todas sus fuerzas—. Regresaré con los vientos del este.
Retornaría a sus dominios y todos juntos gobernarían con amor y justicia para que su pueblo conociera la luz del mañana; la sabiduría y todas las ciencias del mundo que traería consigo. No quería que su pueblo permaneciera en la oscuridad de la ignorancia. Había conseguido hablar con los dioses y deseaba que su pueblo conociera la eterna felicidad.
El dolor por la larga marcha le había aportado sufrimiento, pero no lo tendría en cuenta. Solo la felicidad de su pueblo era lo importante. Su promesa estaba hecha, necesitaría un tiempo para cumplirla.
La rueda del tiempo se había puesto en marcha y mientras la vida seguía su curso, los sucesores de Quetzalcóatl planeaban la llegada a aquellas tierras en busca del imperio oculto por los bosques de verde vegetación que en las costas anunciaban ese mundo que, un día lejano, había sido el imperio de su dios Quetzalcóatl.
Un hombre ambicioso y valiente viajaba entre ellos. Toda su vida había estado soñando con la conquista. Su codicia no tenía límites. No ha conocido a Quetzalcóatl, pero siente correr por su sangre el influjo de aquel dios que le impulsa a seguir avanzando y conquistar esas tierras, para gloria de su rey y para la de él. Solo el destino es el portador de los secretos de los reinos, pero él quiere abrir esos secretos y ver con sus propios ojos ese mundo maravilloso y extraño que existe en aquella parte del mundo, hasta hacía bien poco, desconocida para ellos.
CAPÍTULO 2
MEDELLÍN
—Martín, hijo. Acercaos, he de deciros algo de mi pasado, no quiero morirme sin que lo sepáis.
Desde una cama sencilla y desvencijada, aquel hombre moribundo llama con voz débil a su hijo, que acude con lágrimas en los ojos. Estos, trémulos, apenas vislumbran ya la luz del atardecer. Unos cercos mortecinos adornan los ojos cansados que tanto han visto en sus correrías por el mundo. La habitación, iluminada por unas débiles bujías de cera, refleja la sombra del gallardo joven que con paso incierto se acerca hasta la cama donde yace el anciano que con infinita tristeza le llama.
El invierno crudo se cuela por las ventanas de la casa de Castilleja de la Cuesta. Martín Cortés se acerca a la cama donde su padre, ahora viejo y abatido por la enfermedad, respira con dificultad y presume que su vida se acaba. Le mira con tristeza y congoja, no espera la salvación de aquel hombre, que durante un tiempo fue un guerrero fuerte y valiente, ahora es un pobre anciano que se debate entre la vida y la muerte. Advierte que la agonía por la vida es una lucha perdida, su padre ya no tiene fuerzas ni ganas para ganar la batalla.
El anciano, en su último caminar, ve que la muerte se acerca, ya siente la procesión que camina por las calles de Castilleja y muy pronto se detendrá en aquella casa, donde ahora se cobija.
Desea contarle a su hijo algo que oculta en su mente, algo que quiere expresar para calmar su alma. Su larga vida ha sido una lucha interna entre todos sus sentimientos. La ambición se había enfrentado al honor, y el amor al deseo carnal. Es ahora, cuando ve el final de ella, que siente la necesidad de sincerarse con su hijo. Ya lo ha hecho con Dios, al que ha confesado todos sus pecados. La ambición le ha dominado y desea descargar la pesada carga, no quiere viajar con ella a la otra vida, donde el Creador le espera para pedirle cuentas. Aunque se ha confesado con el sacerdote de los pecados cometidos en la vida, aún le queda la confesión con su propio hijo.
—Ahora que la vejez me ha derrotado, siento que mis recuerdos me asaltan y veo que ese mozalbete, ese niño de salud muy enfermiza, al que encontraron muchas veces en trance de muerte, se pasea delante de mí. —Su voz apagada casi no la oye su hijo, y el hablar lento indica que su vida se está escapando por aquellos hilos de sonido que con gran esfuerzo escapan de su garganta.
Martín Cortés acerca su rostro al lecho donde su padre agoniza. Quiere oír aquello que le dicta. Pueden ser sus últimas palabras, y así comienza su historia.
Nací, como bien sabéis, en Medellín, en el año de 1485. Es un bello pueblo a orillas del río Guadiana, cerca de Villanueva de la Serena, en el valle del mismo nombre, allá en las tierras de Extremadura. Su orgulloso castillo mira desde la cima de un risco al pueblo y en una de sus laderas se encuentra un teatro romano, legado de nuestros antepasados. También cuenta con dos iglesias, la de Santiago Apóstol y la de San Martín Obispo, donde fui bautizado. Mi padre, vuestro abuelo, tenía unas tierras allí. Fui hijo único de aquel hidalgo, que ya cansado y harto, luchaba contra la naturaleza para extraerle los frutos que significaban el bienestar de los suyos. Tuve muchos primos, pero ningún hermano o hermana. En época de malas cosechas,