Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


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pirámides de piedra tan gigantescas? —preguntó Quetzalcóatl intrigado.

      —Esas pirámides las construyeron los hombres de estas tierras para así poder alcanzar el cielo y hablar con los dioses —reveló Tepexcolco—. Esta tan gigantesca es la pirámide del Sol y esa un poco más pequeña, es la pirámide de la Luna.

      —Pues yo subiré algún día a ellas y desde allí alcanzaré el cielo y hablaré con los dioses.

      —¿Para qué quieres tú, Quetzalcóatl, hablar con los dioses?

      —Quiero preguntarles por qué permiten realizar esos sacrificios tan horrendos. —Quetzalcóatl miró pensativamente hacia la cima de la pirámide del Sol que, orgullosa y desafiante, se postraba delante de él.

      Aquella respuesta dejó pensativo a Tepexcolco. El príncipe no era un niño normal, sería un pequeño dios dentro de su diminuto cuerpo.

      Pasados los años, Quetzalcóatl vivía feliz en Teotihuacán, una ciudad muy grande, pues tenía unos doscientos mil habitantes. Crecía y era un niño listo y poco a poco se había convertido en un muchacho con grandes aptitudes para el conocimiento. Tepexcolco no había dudado en ningún momento que los mejores profesores que habitaban en la zona le enseñaran todas las materias conocidas. Nezahual era un buen sacerdote y astrólogo. Aprendió los secretos del firmamento, la ciencia de la agricultura, los del calendario y todo aquello que consideraba importante para que el niño alcanzase un grado de madurez e inteligencia para el cargo, que estaba seguro, en un futuro tendría que desempeñar.

      Algunas veces preguntaba por su madre o por su padre. ¿Todos los niños tienen padre y madre?, ¿por qué yo no he de tenerlos? El pobre Tepexcolco, quien había tenido que hacer de ambos padres, no sabía qué responderle.

      Los años transcurrían en la placidez y la felicidad que le aportaban los juegos y las enseñanzas. Añoraba a aquellos padres desconocidos, pues no recordaba nada de su niñez. Los años habían borrado los recuerdos que su mente guardaba, pero Tepexcolco había suplido a sus padres, con todo su corazón y su paciencia. El niño se había convertido en un joven cuyas aptitudes eran generosas y sobresalían por encima de los demás jóvenes. Aprendió a escribir los jeroglíficos, el calendario solar y la aritmética basada en el número veinte. Su cuerpo atlético recordaba al de su padre, con la diferencia de que su piel era muy blanca y el cabello rubio, como el maíz maduro, algo que sobresalía en la ciudad.

      A pesar de todo, Quetzalcóatl recorría todos los días plácidamente la plaza del Sol y al llegar a la gran pirámide se quedaba extasiado contemplando aquella grandeza. Desde su cima el cielo estaba muy cerca y él soñaba con tocarlo con sus manos. No le importaban los palacios, sobre todo el de Quetzalpapálotl, ni las demás pirámides. Solo la gigantesca construcción le atraía con todas las fuerzas. Esas piedras tenían una fuerza que le llamaban y su corazón se sentía feliz al poder contemplarlas.

      Las noticias llegaron un buen día. Ihuitimal había muerto. Los partidarios de Quetzalcóatl, heredero legítimo del imperio, no le habían olvidado, y mandaron en su busca. Un enviado llegó a Teotihuacán con la noticia. Este se presentó ante Quetzalcóatl y le entregó la petición de su pueblo. El joven, aturdido, no encontró respuesta. Había descubierto su verdadera identidad. Todo su pasado se empezaba a desvelar y aquella oscura cortina que había ocultado sus primeros años de vida se había descorrido para dejar ver al mundo quién era verdaderamente Quetzalcóatl. Rápidamente acudió nervioso al palacio en donde vivía. Debía de hablar con Tepexcolco, quien le desvelaría los últimos secretos de su padre, el rey. Por lo que le aconsejó que aceptara su destino.

      Tepexcolco llevó al joven Quetzalcóatl de regreso a Oaxaca, en donde le ofrecieron que fuera su sumo sacerdote y gobernante supremo.

      Quetzalcóatl regresaba triunfal, como un día su padre lo hizo de una de sus muchas victorias. Ahora era un joven, aún no había alcanzado la madurez de un hombre, así que no había cosechado hazañas bélicas, pero algún día las conseguiría y entonces su pueblo le aclamaría con más vigor, pensaba.

      Quetzalcóatl aceptó lo que el destino le había ofrecido, pero sus enseñanzas le recordaron que debía de gobernar con la razón, la sabiduría y no con la fuerza. Algo que su padre le había inculcado a Tepexcolco y este, a su vez, a él.

      Pronto las campañas de guerra se pusieron en marcha. No podía eludirlas puesto que su país estaba amenazado por otros pueblos limítrofes y debía de conseguir para los suyos tranquilidad, además de felicidad por la victoria. Quetzalcóatl demostró su gran valía. Avanzó hacia el norte penetrando en el valle de Toluca. También estuvo en Acolman volviendo a Teotihuacan, a la que respetó, pues no olvidaba que allí había vivido su niñez. Siguió conquistando territorios como lo había hecho su padre. Las victorias eran conseguidas con facilidad y los tesoros se acumulaban en los palacios. Luego se estableció al sur de los lagos, en Cerro de la Estrella.

      Quetzalcóatl quería construir una nueva ciudad. No deseaba reinar en aquella donde la sangre de su padre había corrido por los pasillos de su palacio. Construiría una ciudad en el valle, en las tierras que había conquistado. Fundaría la ciudad de Tula-Xicocotitlan, «lugar donde abundan los tulares o carrizales».

      Pasados los años, Tula se convirtió en una hermosa ciudad. La capital de aquel imperio de los chichimecas. Los palacios que se construyeron sobresalían por su elegancia, por las figuras de jade y estatuas en piedra, así como toda clase de ornamentos, entre ellos las plumas de quetzal. Poco tiempo después, Tula se había convertido en una ciudad más hermosa que Oaxaca.

      Pronto la ciudad alcanzó gran auge en el comercio y la prosperidad alcanzó a su pueblo. El cacao llegaba de todas las partes del altiplano, así como los metales preciosos y las piedras de obsidiana. El jade llegaba desde el valle de Coplán. Las pieles de animales tan queridos, como los jaguares y las figuras de arcilla, procedían de Chiapas o de la lejana Guatemala. También llegaban plumas de los pájaros más exóticos, así como el algodón para la confección de las prendas.

      Los años transcurrían y Quetzalcóatl, al igual que su padre, se había convertido en una deidad. Un hombre amado por su sabiduría y por la sencillez de su vida. Odiaba la violencia y había conseguido desterrar todos los sacrificios humanos en las ofrendas a los dioses. Algo que a los sacerdotes no les había hecho mucha gracia, pero que acataron por la gran devoción que el pueblo tenía por su rey. La semilla del rencor dormiría en el seno de aquellos hombres hasta el día en que despertase y recordasen a su rey-dios que las tradiciones estaban para cumplirlas. El dios Sol reclamaba sangre para poder salir todos los días y darles luz y calor.

      Quetzalcóatl se había convertido en un hombre alto con un cuerpo bien hermoso de piel muy blanca. Algo que llamaba mucho la atención entre las gentes de su pueblo que tenían la piel tostada. Su cabello era dorado, como el sol, decían, y su rostro se pobló con una gran barba. Poseía grandes conocimientos científicos y enseñó a su pueblo todo aquello que había aprendido en Teotihuacán. En astrología, inventó los calendarios, la situación de las estrellas y nuevas técnicas de agricultura, pues enseñó la implantación del algodón. Los instruyó en la construcción de casas, a trabajar los metales y, en general, a vivir mejor.

      Un buen día, unos sacerdotes y otros dioses celosos de su vida le pidieron a Tezcatlipoca que se transformara en un anciano para poder tener acceso a él. Cuando llegó Tezcatlipoca a la presencia del rey, este le dijo que estaba enfermo y el viejo le prometió que le daría una sustancia que le curaría. Quetzalcóatl probó un poco de la bebida, que no era otra cosa queoctli, algo que él en su vida de abstinencia y rectitud nunca había probado, y le gustó. Quetzalcóatl bebió octli en gran cantidad. No tenía costumbre y le produjo una borrachera que le llevó a cometer actos que a un hombre de su posición no le fueron perdonados. Los sacerdotes le habían incitado a beber, deseaban su perdición y encontraron el momento. Sus enemigos le engañaron y, al verle en su estado, le llevaron a una habitación con la promesa de que yacería con una mujer hermosa. Pero dicha mujer era Quetzalpétlatl, mujer dedicada al culto divino por lo que había contraído los votos de abstinencia. Mantuvieron relaciones sexuales rompiendo todos los votos sagrados que habían prometido. A la mañana siguiente y descubierto el


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