Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


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su hijo, le sucedería en la dirección de aquellas tierras. Al reír presentaba la cara quemada por el sol y se le arrugaba como un cuero suave adornando su rostro y el cabello canoso anunciaba que la juventud se había escapado de su vida hacía ya largo tiempo. Los recuerdos, que ahora acuden ante mí, los veo con más claridad, si cabe, que los hechos que me acaecen ahora mismo. Por eso deseo exponéroslo para que podáis perdonar a vuestro padre por todos los excesos que cometí en esta vida.

      A pesar de las fiebres cuartanas que me persiguieron en mi niñez, las cuales reaparecieron varias veces en mi vida, y más de una vez estuvieron a punto de llevarme de esta vida, seguí creciendo, volviéndome un mozo muy revoltoso. Mis juegos eran simples correrías a caballo, la caza de liebres y alguna que aventura más con otros niños del pueblo. Llegamos a cruzar el umbral de lo permitido y cogíamos frutas en algún huerto prohibido o nidos en los árboles Mis dotes de mando se empezaron a practicar, pues era el jefe de aquel grupo de mozalbetes que alborotaban la vida del pueblo y así, mi vida transcurría entre los juegos infantiles y las enfermedades que me azotaban. Organizaba las guerrillas callejeras y blandiendo mi espada de madera gritaba y asaltaba a los cabecillas de los otros grupos.

      Pronto, mis padres salvaguardando mi futuro, fui invocado para ser protegido por san Pedro, mi benefactor, al cual mi familia me ofreció y me protegió hasta el día de hoy.

      Todos los vecinos ya sabían quién era el pequeño Hernán, pues todas las travesuras que sucedían en ese pequeño pueblo llevaban la mi firma y la de mis compañeros de aventuras. Mi padre me reprendía y castigaba, pero aquellos castigos pronto se me olvidaban, no obstante, en su interior disfrutaba de la rebeldía y esas ganas de vivir que poseía su hijo. Aunque nunca me lo expresaba para que mi aprendizaje fuese lo más recto posible.

      La vida era muy primitiva para un niño en aquellos campos. El sol y la buena vida debían de fortalecer mi cuerpo si no quería que mi existencia se truncase en cualquier momento. Algún baño me di en los bordes del gran río que acariciaba las orillas de mi pueblo, el río Guadiana, aunque no muchos; el agua no era mi pasión. El ardor juvenil me lanzaba con valentía, pero pronto perdí esa afición. Algunos años después, una vez perdido el amor hacia aquellos baños, cambié de amante: del agua pasé a las mujeres. Luego, en mis años de plenitud, me enfrenté al ancho océano y surqué por los mares del Caribe misterioso. La inmensa extensión de los campos de Extremadura pronto se quedó cortos para mi pensamiento, que soñaba con ver otros mundos. Fantaseaba de todo corazón que algún día conseguiría la gloria y las riquezas. Mi ambición en esos tiempos no tenía límite. Era un joven lleno de pensamientos en los que siempre me colocaba en lo alto de esa escala de triunfadores de la vida.

      En Medellín estudié las primeras letras en la escuela que, por aquel entonces, tenía el pueblo. También fui paje en la iglesia. Por lo que pronto empecé a relacionarme con el latín. Algo bastante latoso, pero que no pude eludir en todos mis años de aprendizaje. Yo no sentía ninguna atracción hacia las letras, al igual que por el sacerdocio, a mí lo que más me gustaba era aprender a montar a caballo y el manejo de la espada, que muy pronto comencé a tomarle el gusto. Mi padre no dudó en ponerme un preceptor para que aprendiese el montar a caballo y a utilizar bien la espada.

      Mi padre me miraba en silencio, viendo que yo, que sudaba con todo el ardor del verano, y siendo apenas un chiquillo, manejaba la espada de madera con soltura y gallardía. El buen hombre recelaba de mi afición. Se notaba que me gustaba. Al caer la tarde y finalizar las clases, siempre pedía que estas no acabasen nunca.

      —¿Cuándo podré manejar la espada de acero? —suplicaba a mi buen padre, con la esperanza de que al fin accediera.

      —Tal vez algún día. Sois aún muy joven para pensar en ello. Antes debéis aprender bien las letras. Eso es lo que más os conviene. —Con rostro serio, mi padre se concentraba en lo más íntimo de su corazón. Veía en mí algo que no quería que ocurriese, pero era algo que estaba allí delante de sus ojos. Ese deseo de aventura y el ardor juvenil por la batalla. Quizás, con el tiempo, decaiga ese espíritu y sus caminos se dirijan hacia otros logros, pensaba en su interior.

      Mi padre, hombre prudente y escarmentado de los tiempos de las luchas civiles de espada y mosquetes, que la España reciente había sufrido, no quería que entrase en mis venas el fuego que atormentaba a los más jóvenes. Algo que al final no pudo impedir, pues si algo llegó a envenenar mis venas fue el deseo de usar mi espada en toda refriega que se me presentó en adelante.

      Un nuevo sueño había embriagado la mente de la juventud de aquellas tierras. Todos soñaban con las conquistas de los nuevos territorios, que allá en los confines del océano, un navegante genovés había descubierto para nuestra Corona. En el horizonte de ese mundo, unas islas habían aparecido y todos querían acudir a las nuevas tierras para conseguir aquella gloria que, en España, los árabes, con su rendición, habían negado a todos esos jóvenes. Deseaban embarcar y batallar, aunque luego las rutinas y la fatiga al avanzar por esas selvas con marchas interminables, pasando frío o calor según el lugar, fueron las emociones que tuvieron que padecer. Todos iban en pos del oro y de las riquezas que debían de aparecer, pero pocos eran los que regresaban con los faldones llenos de oro y riquezas que brotaban sin parar en aquellas tierras, según decían los que pregonaban las nuevas buenas.

      Yo no fui ajeno a esas noticias de los descubrimientos y pronto sentí correr por mis adentros las ansias de encontrar en ese nuevo mundo la gloria que deseaba para mi vida. Como cualquier joven de la época, escuchaba las noticias de aquellos descubrimientos que llegaban al pueblo perdido en la meseta extremeña, con avidez. Mi mente se ensanchaba con los escasos conocimientos que disponía y la fábrica de sueños, que era mi cerebro, producía los escenarios más disparatados y las heroicas aventuras que terminaba disputando. En la soledad de mi cama, yo forjaba la vida que llevaría por esos mundos y el final feliz que obtendría, volviendo a mi patria chica con el oro y las riquezas que todos soñaban conseguir.

      En cualquier lugar que alguien comentase las nuevas noticias que se recibían por entonces sobre los descubrimientos, yo escuchaba, atentamente, con mi mente juvenil bien abierta, y entusiasmado soñaba con los lugares que alguien mencionaba. Había otros mundos lejanos y diferentes al mundo en el yo vivía y deseaba conocerlos algún día. Por las noches, después de la cena, salía del portón de mi casa y sentía que algo me impulsaba hacia aquellas tierras en busca de aventuras. Después me acostaba, y en la placidez de mi lecho, miraba a través del ventanuco de mi habitación fijamente al cielo donde las estrellas me guiaban hacia los confines de grandes aventuras. Ya me veía cabalgando por esos nuevos rincones que habían descubierto para nuestra nación.

      A la edad de doce años mi padre, Martín Cortés, vuestro abuelo que era un hombre recto y buen caballero, aunque hidalgo pobre, había heredado de mi abuelo, Rodrigo Pérez de Monroy, el cual había servido a caballo en las vegas de Granada a las órdenes de Álvaro de Luna, unas escasas rentas de unos treinta mil maravedís anuales, un viñedo, un molino de trigo en el río Ortigas, colmenas y fanegas de cereales allá en la ribera del Guadiana. También poseía algunas vacas. Era un buen negociante, cualidad que heredé de él; también su carácter sobrio y las dotes de mando, ya que él había sido capitán con cincuenta soldados a su cargo en la lucha de la nobleza contra la reina Isabel, al lado de Alonso de Monroy, maestre de Calatrava, hombre belicoso y guerrero que mantuvo las disputas por nuestras tierras hasta su muerte. Era pariente de Alonso de Hermoso y por fidelidad a él, aportó su lucha. Decidió, harto de mis travesuras, cortar de raíz mis sueños y me envió a estudiar a Salamanca con mi tía Inés, una casi hermana suya, que vivía en la capital salmantina. Su esposo, Francisco Núñez de Varela, era profesor de gramática e impartía clases en su propio domicilio.

      Vuestro abuelo soñaba con que yo sería un buen letrado, no quería por nada del mundo que mi vida estuviese ligado a las armas. Quería que mi vida se afianzara en los tribunales de justicia. Tal vez me veía débil por mi aspecto enfermizo y pensó que no tenía madera para ser un soldado. La vida entre los libros me sería más útil y provechosa en aquella España donde los analfabetos eran gran mayoría entre el pueblo y aún entre la nobleza.

      El día que vuestro abuelo me comunicó la partida hacia Salamanca sentí una fuerte sacudida en todo mi cuerpo. Era lo más parecido a esas


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