Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
sobre el cuerpo de Xochiquétzal y vertió sobre ella unas gotas del elixir de la vida. Esa unión había quedado sellada para siempre. Pensaron los dos.
El amanecer les sorprendió dibujando sobre sus cabezas el destino futuro. Llamó rápidamente a Tepexcolco para pedirle que su amada Xochiquétzal ocuparía a partir de ahora unas habitaciones más cercanas a la estancia del rey. Mixcóatl quería tenerla bien cerca. Soñaba con volver a poseer ese cuerpo. Había estado gozando toda la noche y aún, a pesar del cansancio, deseaba volver a tenerla entre sus brazos y besar esos labios que le ofrecían la miel del éxtasis.
Los días y las noches continuaron con aquellos encuentros, donde Mixcóatl y Xochiquétzal entrecruzaban sus cuerpos y los dioses envidiosos los observaban desde su balcón del cielo. Nada ni nadie podía impedir que la felicidad los inundara de dicha y la vida se volvió un río suave y caudaloso donde ambos navegaban dichosos.
Transcurridos ya un mes de la noche del enlace, las visitas a su habitación habían sido constantes. Mixcóatl sentía una atracción cada vez más fuerte por aquella mujer. Sin apenas darse cuenta, Xochiquétzal se había convertido en una fuerte droga que le dominaba. Se pasaba el día esperando que el sol se marchara a dormir para acudir al lecho con la mujer amada. No sabía si eso era bueno o malo, solo sabía que debía de seguir los impulsos de su corazón y acudir a la cita con el amor. Los asuntos del gobierno de aquel reino quedaron relegados. No deseaba ninguna guerra, no quería abandonar a su amada y por ello procuraba que todas las tensiones se resolviesen con acuerdos y otras negociaciones. Sus viajes lejos de la ciudad quedaron relegados. El pueblo miraba extrañado que el rey no marchaba a las batallas y a la conquista de otros pueblos. Odiaba el solo pronunciamiento de su marcha. Había olvidado el camino hacia la habitación de su esposa y a las demás concubinas casi no las trataba. Solo había una mujer en su vida: Xochiquétzal.
Xochiquétzal sentía que había conquistado el amor de aquel hombre y sufría el tedio y el aburrimiento que la sacudían en el transcurso del día. Pero no le importaba, solo soñaba con la llegada de la noche en la que su rey, su amor, la visitaría y la acompañaría toda la noche en ese viaje de sueños y deseos. Había olvidado por completo su vida anterior. Apenas recordaba su casa y a los otros dioses. Se sentía una mortal más, incluso ingrata ante los demás, pero la felicidad le había borrado todos sus recuerdos anteriores.
Los días se fueron desgranando y Xochiquétzal sintió que su cuerpo se iba transformando. Dentro de su vientre una pequeña semilla estaba empezando a germinar y el origen misterioso de una nueva vida iniciaba su mecanismo para alcanzar el milagro del nacimiento de un hijo.
—Mi rey y señor, he de deciros que estoy esperando un hijo vuestro. Dentro de unos meses veréis el fruto de vuestro amor. Estoy segura de que será un niño. —La felicidad la embargaba y había soñado con darle esta noticia a su amado. Por fin había llegado el día y el hombre al que amaba la abrazó con todas sus fuerzas y besándola en los labios le agradeció la buena nueva.
—Es la mejor noticia que podía recibir, Xochiquétzal. Eres un sueño para mí y desearía poder estar siempre a tu lado. —Mixcóatl se despedía de su amada con gran dolor de su corazón.
El día empezaba a consumir sus horas y los deberes de un rey tenían que ser atendidos. Solo deseaba que el tiempo corriera loco y se marchara con el atardecer para volver nuevamente a la estancia en donde le esperaba ella.
Transcurrieron las temporadas que lentamente encadenaban los años. A la época de las lluvias le siguieron el periodo de siembra de maíz y luego la recogida de los frutos. Xochiquétzal apreciaba que su vientre se inflamaba. Su cuerpo perdió aquella figura tan escultural que sorprendía a todo el mundo, aunque una ligera y amplia túnica lo ocultara. Su vientre hinchado escondía el fruto de una semilla real. Una simiente que reclamaba la llegada a la vida. Por ello era atendida con todo esmero y cuidado por muchas mujeres que velaban por su felicidad y por la del niño que iba a venir al mundo.
Un atardecer, cuando la luz rojiza del cielo teñía el horizonte, Xochiquétzal sintió los fuertes dolores que anunciaban el parto. Se retiró a sus aposentos y Tepexcolco, eficaz y atento, como siempre, mandó buscar a la parturienta para que la ayudase a traer al mundo al hijo del rey.
La parturienta se presentó jadeando y sudorosa. Pensaba que el niño ya estaba allí. Luego comprobó que el parto todavía había de durar. Ordenó que todos los preparativos estuviesen listos, y ayudando a Xochiquétzal a meterse en la cama rezó para que todo saliese bien. Aquella ciencia que practicaba no contaba con las bendiciones de los dioses. Todos soñaban con un hijo, un príncipe que alegraría la vida de su señor, ya que no había tenido nada más que hijas con la reina.
Xochiquétzal, con todo su cuerpo bañado en sudor, abrió sus ojos aún llorosos, su rostro reflejaba el dolor por los esfuerzos del parto, cuando descubrió ante ella la figura de un niño tan hermoso que deslumbraba ya recién nacido.
Se encontraba sin fuerzas y hundida en el dolor. Su imagen era la de una mujer pálida con los ojos perdidos en la lejanía. Por unos momentos la belleza de Xochiquétzal se había perdido en los bosques de la naturaleza. Pero la ilusión de poder ver a su hijo hizo que recuperara la fuerza.
Intrigada por la imagen del niño, Xochiquétzal interrogó a la parturienta.
—¿No creéis que tiene la piel demasiada blanca? —dudó—. ¿Y el cabello no lo tiene muy dorado? —Su rostro reflejó las dudas que aquel niño le planteaba.
—Sí, mi señora. El niño ha nacido con la piel más clara de lo normal y el cabello es dorado como los rayos del sol. Es un niño bendecido por los dioses, y quién sabe si no vive en su interior algún dios que ha querido visitarnos.
Xochiquétzal sonrió a duras penas, ella bien sabía que el niño era un dios.
La explicación de la parturienta no había sorprendido a Xochiquétzal. ¿Acaso no sería posible que su hijo fuese un dios siendo ella una diosa? Quizás fuese un mortal, puesto que su padre sí lo era. Desechó aquellos pensamientos. Acababa de nacer y quizás más adelante, con el tiempo, la piel oscurecería y su cabello se tornaría más oscuro. La debilidad de su cuerpo hizo que se durmiera dulcemente.
La parturienta llamó rápidamente a Tepexcolco para solicitar a un sanador. La reciente madre había perdido mucha sangre y su aspecto no era muy halagüeño. Tepexcolco, asustado, mandó llamar a los mejores sanadores que hubiese en la ciudad. La salud de esa mujer era algo muy importante para su rey y él no podía fracasar en su cometido. Después ordenó llamar a su rey, pues debía de estar al tanto de lo que ocurría en las estancias de su amada.
Mixcóatl acudió a la zona del palacio en las que Xochiquétzal se debatía entre la vida y la muerte. Comprobó que aquella mujer luchaba por rehacer su vida y después miró al niño que había nacido sano. Abrazó tembloroso el cuerpo de su amada y acarició sus cabellos. Rogó a todos los dioses para que la protegiesen de la muerte y después de besarla en la frente cogió al recién nacido y levantándolo al aire le dijo:
—Hijo mío, serás un gran príncipe y algún día un gran rey, me sucederás en el gobierno de este vasto imperio que he conquistado para ti. Pero no quiero perder a tu madre. Si muere ella por tu nacimiento, una estrella desgraciada amparará nuestros caminos y las desgracias se enfrentarán a nosotros. Tepexcolco, quiero que vengan los mejores sanadores del reino. Deseo que la salven y que ella vuelva a la vida. En caso de que ella muera, ordenaré que todos la acompañen en la pira funeraria. Empezando por ti, parturienta. —Una mirada de odio traspasó la estancia y se fijó en la pobre mujer que ya sentía sobre su cuerpo la espada de la muerte.
La parturienta, abatida, inclinó su cabeza y pensó que su sentencia de muerte ya estaba firmada. Xochiquétzal luchaba pendiente de un fino hilo y sabía por experiencias que aquella débil hebra se rompería en cualquier momento.
Tepexcolco informó que ya había realizado lo que su señor le indicaba. Los mejores sanadores de la ciudad se encontraban en la sala contigua esperando que les autorizasen la entrada para intentar curar a la enferma.
La noche se volvió profunda. Xochiquétzal respiraba con dificultad.