Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


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para sujetarlo. Ni el llanto de la criatura conseguía reanimarla y rescatarla para la vida. Su mirada se nublaba y no era capaz de percibir la figura de su hijo. Poco a poco la vida se le escapaba y el dolor le traspasaba lo más profundo de su alma. Dejaba atrás al hombre que amaba más que a su vida y al fruto de ese amor. El hijo que acaba de venir al mundo.

      Xochiquétzal moría al amanecer. Fallecía cuando nacía el sol en el firmamento y todos los pájaros del mundo comenzaban a trinar gozosos por la nueva promesa que acompañaba al día. Ella ya no tendría aquellas promesas de felicidad que todos los días les había traído el dios sol. Había bebido el elixir de la felicidad con demasiada rapidez y ahora su vida se había apagado como una antorcha sin resina.

      Mixcóatl cayó de rodillas al suelo y sus lágrimas rodaron por sus mejillas llegando hasta el frío suelo de mármol, que se convertía en un río de dolor. Tepexcolco le daba la noticia y no encontraba palabras para consolar a ese gran guerrero, aquel rey, como un hombre débil, gemía y maldecía a la vida que le robaba lo que más había querido. Para qué quería todo un reino, para qué todos los tesoros acumulados en sus palacios si a partir de ahora no tendría a Xochiquétzal para compartir con ella la felicidad que le había aportado en todo el tiempo que ella le había acompañado. Su llanto traspasaba las paredes del palacio y todos los habitantes de la ciudad lo escuchaban, enterándose de la desdicha de su rey. Corrió como un loco hasta la habitación de Xochiquétzal y allí encontró su cuerpo sin vida, lánguido e inerte. Se abrazó a ella y deseó la muerte para acompañarla en el viaje tan siniestro. La vida, que era caprichosa y cruel, le había quitado al ser más querido, pero también era generosa y le había proporcionado al más deseado: un varón. Un hijo al que había de proteger, cuidar y enseñar para que el día de mañana le pudiese suceder. Debería de seguir viviendo con el dolor dentro de su corazón, pensó mientras permanecía en la cama abrazado a la mujer que había amado con esa pasión. Con su muerte, Xochiquétzal se convirtió en la diosa del amor.

      —Tepexcolco, buscarás a una nodriza que amamante a mi hijo para que crezca sano y fuerte, y tendrás que jurarme por todos los dioses que le cuidarás y le protegerás aun con tu vida, para que algún día sea rey de este imperio. Pase lo pase vivirás solo para protegerle. Mi vida ya no importa, solo la de él; es lo importante.

      —Sí, mi señor. Juro que así lo haré. ¿Ha pensado mi señor en el nombre que le pondrá al niño?

      —Mi hijo se llamará Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. El primer nombre por el año de su nacimiento. Así quedará registrado en la historia de este mundo. Algún día será un dios y gobernará sobre muchos pueblos con su sabiduría e inteligencia. No quiero que gobierne con la fuerza, como lo he tenido que hacer yo, quiero que se gane el cariño y la voluntad de las gentes y gobierne en paz.

      Los años desgranaban las cosechas y las lluvias aportaban nuevamente la promesa de buenas recolectas. La soledad de Mixcóatl se veía ensombrecida por las envidias y las luchas por el poder que aquel rey dormido y abatido había dejado crecer bajo sus pies. Habían pasado ya unos años desde que le abandonó la mujer tan amada, y su apatía había llevado al reino a una situación de desamparo ante otros pueblos enemigos suyos. Su propio pueblo había caído en el letargo de la indiferencia y sus enemigos, que habían esperado este momento durante muchos años, se lanzaron como chacales contra aquel rey-dios que se había convertido en un hombre vulgar y desamparado.

      Una mañana oscura y grisácea, con un cielo que amenazaba una fuerte tormenta, se desencadenó la ira que algunos de sus enemigos tenían encerrada en sus corazones.

      —Mi rey, señor. Algo grave está sucediendo. —Tepexcolco llegaba a palacio alterado, con el rostro desencajado y la mirada perdida.

      —¿Qué sucede, Tepexcolco?

      —Las gentes de Ihuitimal se han sublevado. Han comenzado las matanzas y creo que vendrán hasta palacio para mataros. Debéis huir, mi señor. Son muchos los guerreros que le secundan y vos apenas tenéis partidarios —la voz de Tepexcolco se quebró y sus ojos se inundaron de lágrimas. Había combatido toda la vida por aquel rey y, sin embargo, ahora, en los momentos más amargos, era un pobre viejo que casi no podía luchar. Aún sonaban en sus oídos las palabras que su rey le había predicho: la derrota había llegado y su pueblo le daba la espalda.

      —No, Tepexcolco. No puedo huir. Mi destino ya está fijado en las estrellas y debo esperar lo que los dioses han dispuesto para mí. Pero tú todavía tienes que servirme con un último encargo. Llévate a mi hijo Quetzalcóatl y ocúltalo en alguna ciudad hasta que sea mayor y pueda luchar para recuperar lo que es suyo. Si lo encuentran los partidarios de Ihuitimal lo matarán. Así que date prisa y llévatelo antes de que sea tarde. —Mixcóatl hundió la cabeza entre sus manos y allí en la negrura de su pensamiento vio por unos instantes el rostro de Xochiquétzal, que le llamaba con una sonrisa dulce. Por unos instantes pensó que su muerte sería un acto de amor, por fin se encontraría con ella, aunque fuera en la otra vida. Así que no opondría ninguna resistencia a su destino y aceptaría aquella muerte como su última voluntad.

      —Sí, mi señor. Así lo haré. Que los dioses os protejan. —Tras una gran reverencia, Tepexcolco salió deprisa hasta las dependencias del niño, al cual arroparon con ropas más corrientes, ocultando sus cabellos con una peluca negra y untando su piel con grasas para oscurecerla, para que así que no fuese reconocido y mezclado con varios niños, hijos de criados, se marcharon del palacio por un pasadizo secreto que los comunicaría con el exterior de la ciudad.

      Poco tiempo después cientos de guerreros enfurecidos y encabezados por aquel malvado de Ihuitimal entraron al palacio gritando, pasando a cuchillo a todos con quienes se encontraban. No respetaron ni a mujeres ni a niños. Todos murieron en ese día funesto para la vida de ese reino.

      Mixcóatl moría en su trono atravesado por un puñal de obsidiana en la garganta. Su mirada, perdida en la niebla de la muerte, buscaba con ansiedad encontrase con la mirada de Xochiquétzal, quien le esperaba ardientemente en el paraíso de los dioses del firmamento.

      Tepexcolco y el cortejo que ocultaba al joven Quetzalcóatl huyeron por caminos poco transitados para no ser descubiertos, sin saber que, en palacio, Mixcóatl y la mayor parte de la familia real caían asesinados por Ihuitimal, quien, a partir de ese momento, usurparía el trono de aquel imperio. Ihuitimal había ordenado buscar al niño-príncipe, el único que, junto a su hermana Quetzalpétlatl que se escondió en un lugar secreto y que habían conseguido escapar, para que fuese asesinado. Todo el palacio fue removido, en cada rincón y en todas las estancias buscaron afanosamente para encontrarle. Pero Quetzalcóatl ya no estaba allí. Su cuerpo joven y vigoroso marchaba veloz por los caminos en pos de la salvación de su vida. Aquel niño, ágil y ligero como un pajarillo, revoloteaba por los campos del reino en busca de un lugar más seguro.

      Tepexcolco y toda la comitiva que ocultaban al joven príncipe caminaban por senderos junto a los maizales y a través de los campos donde los frijoles y los frutales crecían en su larga marcha. Durante el camino comían tortillas, algunas aves y bebían chocolate, la bebida de los dioses, que los criados preparaban para él. Caminaban con una meta: Teotihuacán, el lugar donde los dioses se reunieron. Las leyendas narraban que había sido construida por los dioses y allí decidieron crear la Tierra y las gentes.

      Allí tenía sacerdotes amigos que le protegerían. El camino era largo y la marcha lenta, pero anduvieron por senderos seguros, pues estaban convencidos de que los partidarios de Ihuitimal le estarían buscando para darle muerte. Cinco largos días necesitaron para llegar sanos y salvo a su destino.

      Tras pasar todas las penalidades que la huida les había proporcionado, Tepexcolco y su personaje real llegaron a Teotihuacán. Allí les darían refugio y cobijo, allí nadie les encontraría, pensó.

      —Nezahual, amigo mío. —Tepexcolco abrazó a aquel viejo sacerdote—. Debo pediros que acojáis a este joven en vuestras estancias y le eduquéis como mejor podáis. Los dioses os lo premiarán. No me preguntéis su nombre, solo puedo deciros que es un príncipe chichimeca y su vida corre un gran peligro. Nadie ha de saber que se encuentra aquí.

      El niño quedó sorprendido al ver esas pirámides gigantescas que los


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