Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
eres muy bonita. Ahora que te veo bien creo que eres la mujer más bella del palacio. Desearía que me amaras y me dieras unos bellos hijos. ¿No te alegras de ello? —manifestó el rey Mixcóatl cogiéndole la barbilla y levantando suavemente el rostro de la mujer.
—Si mi rey me lo ordena, así será. Pero no por ello lo haré gustosa y alegre. —Su respuesta escondía la rabia y la desilusión por la noticia.
Tepexcolco, asustado ante la intrepidez de la muchacha, temió por su vida. Aquella mujer se había atrevido a contrariar al rey-dios, algo que nunca ninguna otra había osado. Se acercó hasta ella y con un ademán trató de golpearla.
El rey, con un movimiento rápido, se le adelantó y sujetó el brazo de su consejero. Sintió curiosidad ante las palabras de aquella mujer. La miró descaradamente y sonrío por la situación en la que se encontraba.
—Déjala que hable, Tepexcolco. Espero que puedas explicarnos tu razonamiento.
—Sí, mi señor. Haré lo que vos me mandéis, porque sois mi rey, pero mi corazón siempre estará abierto para el hombre que sepa ganarlo, y en cuanto a lo de tener hijos, siempre había deseado traer a la vida a los hijos con un hombre con el que estuviese casada. Y aquí en palacio según me habéis indicado seré una concubina más, de las muchas que ya tenéis —las últimas palabras salieron de la boca de Xochiquétzal con desdén.
Mixcóatl se quedó sorprendido ante las palabras de aquella mujer, desconocida hasta ese momento. Después reaccionó y con dulzura en sus palabras se dirigió a ella.
—Bueno, si ese es tu problema, creo que lo podemos solucionar. La próxima noche que haya luna llena nos casaremos ante ella y ante la mirada de todas las estrellas del cielo para que así todos los dioses del firmamento se enteren que estaremos casados y que los hijos que nazcan de esta unión serán dioses bendecidos por la luna.
Xochiquétzal sonrió feliz ante la respuesta de su rey. Ese hombre, ingenioso y amable, había empezado a ganar su corazón. Se marchó alegre hasta la estancia que le indicaron y aquella noche durmió plenamente, en una cama con un lecho de plumas de aves, soñando con la llegada de la próxima luna llena.
Los días y las noches transcurrieron pausadamente. Xochiquétzal no volvió a ver al rey. Algo que la extrañó mucho. Siempre pensó que la llamaría a sus aposentos para yacer con ella en su cama. El tiempo se desplazaba entre los cielos mientras que la ansiedad corría por su mente. Sentía nostalgia de su vida junto a los dioses y a veces añoraba la sencilla casa en la que había tocado vivir con sus abuelos, pero también gozaba del lujo y el refinamiento del palacio. Su mente era un torbellino de ideas y el desencanto estaba empezando a conquistar su cabeza.
«Igual se ha olvidado de mí —pensaba—. A lo mejor fue un capricho pasajero y las muchas ocupaciones de un rey en su gobernar le han hecho olvidarse de mí. El rey tiene muchas otras concubinas y tal vez desea estar mejor con alguna de ellas. O quizás se molestó con mis palabras, creo que no fueron muy adecuadas para responder a un rey. A veces debo tener la boca más cerrada», razonaba en su intimidad. Su ímpetu juvenil y sincero le había jugado malas pasadas en otros momentos. Pero sus padres y otros dioses le habían enseñado a ser sincera a fuerza de poner en peligro su vida si fuese necesario.
Triste y olvidada por su rey, Xochiquétzal miraba al cielo y soñaba con ver una noche en que la luna llenara todo su horizonte. Deseaba borrar aquellos negros pensamientos. Tal vez ocurriría algo milagroso, su rey aparecería y, tal como le había prometido, se casaría con ella. Aunque bien sabía que la boda no tenía efectos legales ante el pueblo, el rey ya tenía una esposa, la reina, y no podía volver a casarse otra vez hasta que esta muriese. Pero en lo más íntimo de su corazón a ella no le importaría, se sentiría la esposa de ese hombre valiente y fuerte. Se entregaría a él y le daría los hijos que los dioses le enviasen.
Una mañana, Tepexcolco apareció en sus aposentos, la miró fijamente y prendado de su belleza le hizo un pequeño saludo. No era normal que aquel hombre, la persona más cercana al rey, se dignara a saludar a una concubina con esa devoción. Quería borrar de su mente el intento del castigo que intentó imponerle al contestar desairadamente al rey. Deseaba el perdón de aquella mujer que le había cautivado, igual que a su rey.
—Xochiquétzal —saludó con voz solemne—, nuestro rey y señor os pide que esta noche acudáis a los jardines del ala sur del palacio. Allí, delante de la luna llena, que esta noche alcanzará su esplendor, os tomará por esposa teniendo como testigo a todos los dioses del firmamento. Os ruega que os vistáis y adornéis para tal acto.
Xochiquétzal notó que la emoción embargaba su cuerpo. Sintió una fuerte sacudida de ilusión que alimentó a su corazón. Su sueño se estaba convirtiendo en realidad. El rey no la había olvidado y estaba dispuesto a cumplir su palabra. Esa noche se convertiría en su esposa. Había conseguido lo que deseaba.
—Allí estaré, Tepexcolco. Me pondré el vestido más bello de todos los que me habéis proporcionado, también las joyas más maravillosas que el rey me ha enviado como presente. —Su rostro desprendía una alegría que resaltaba sobre el ambiente de aquella habitación.
—Espero que estéis muy bella, aunque dudo de que podáis estarlo aún más de lo que lo sois. Y no creo que sea necesario que os pongáis muchas joyas, vos seréis la joya del jardín. Una simple flor será suficiente. Mi rey es muy afortunado de haberos hallado. —Inclinándose nuevamente, Tepexcolco se marchó de la habitación dejando a Xochiquétzal sumida en un torbellino de emociones.
Había llegado el día soñado. Su corazón se sintió inundado de aquella felicidad y bailó alegremente por la estancia.
La noche era profunda cuando la luna con su blancura más extensa apareció en la lejanía. Todas las criaturas del jardín se callaron cuando observaron la llegada de Xochiquétzal. Caminaba por los pasillos con la gracia de las aves del lago. Cuando llegó al jardín su belleza era tal que hasta el firmamento se detuvo por unos instantes para poder contemplarla mejor. Las fuentes de agua, antes saltarina y juguetonas, callaron al ver a esa mujer que, con el resplandor de la luna llena, sobresalía en el marco del jardín.
Xochiquétzal apareció entre las plantas del jardín, y Mixcóatl, que la aguardaba, pensó que era una diosa que nacía desde el fondo del estanque.
—Esta noche soy el hombre más dichoso de todo el mundo, Xochiquétzal. El poder contemplar toda tu belleza y poseerla me hace el ser más rico de todo el universo.
—Yo también soy muy dichosa, mi señor. Sois un hombre generoso que habéis sabido cumplir vuestra palabra. Mi corazón os lo compensará entregándose a vos sin ningún impedimento. —La sonrisa que desgranó sus hermosos labios provocó que Mixcóatl la deseara en ese mismo instante.
Ambos, un hombre y una mujer dentro de sus corazones, se agarraron de las manos y, mirando fijamente a la luna, expresaron sus sentimientos para que los dioses del firmamento se enteraran de la unión de ese enlace.
—Yo, Mixcóatl, rey de los chichimecas, tomo por esposa a esta mujer, Xochiquétzal, ante los ojos de todos los dioses del firmamento. Desde este instante le entrego mi corazón y mi vida. Los hijos que nazcan de esta unión serán dioses bendecidos por vosotros.
—Yo, Xochiquétzal, princesa tlahuica, tomo por esposo a Mixcóatl ante los ojos de todos los dioses del firmamento. Desde este instante le entrego mi corazón y mi cuerpo para que de él nazcan los hijos que vosotros queráis enviarnos.
A partir de ese instante Mixcóatl y Xochiquétzal se sintieron unidos por unos lazos poderosos, algo inusual entre un rey y una desconocida hasta hacía poco tiempo.
Abandonaron el estanque y se marcharon lentamente hacia las estancias del rey. Cruzaron pasillos adornados ricamente y ambos sentían que viajaban en una nube que los transportaba hasta un nido de amor.
La noche echó su velo de seda y tanto hombre como mujer se entregaron a un acto de amor puro; solo los dioses podían alcanzar aquella felicidad.
Xochiquétzal, por su parte, como mujer, experimentó que