Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


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vivaracha. Había recorrido ya algunos caminos buscando los prados secretos con más de un mozo del pueblo.

      Yo acudí, mi inquietud y mi inocencia ante lo desconocido siempre era un acicate para mí, y aún más viniendo de una joven. Caminé con pasos dubitativos. Entrar en aquella casa era como acceder a un mundo misterioso. Recelaba de Cecilia, pero a la vez me sentía atraído por el instinto que me empujaba hacia su persona.

      Me pidió que la acompañara, me enseñaría la casa donde vivía. Y ya lo creo que me la enseñó. Me lo mostró todo. Apenas había cumplido los catorce años y ya empezaban mis correrías de cama en cama.

      Cecilia se acercó a mí y mirándome a los ojos empezó a gozar al sentir el miedo y la angustia que la presencia de la joven despertaba en mí. Se quitó lentamente el vestido y después una camisa raída que llevaba debajo. Su cuerpo quedó totalmente al desnudo delante de mi mirada, que descubría, por vez primera, la desnudez del cuerpo femenino. Tenía un cuerpo lozano y la piel tersa. Trabajaba en las labores de los campos, pero aún los rayos del sol no habían hecho presa en ella. Acercó su mano y tomando la mía la llevó hasta sus senos para que los acariciara. Mi sangre se empezó a acelerar y todos mis sentidos se desbocaron como una manada de potros salvajes. Palpé su cuerpo con toda la inexperiencia que un mozo como yo, que estaba empezando a descubrir la vida, podía saber. Mis torpes movimientos me llevaron a todos los momentos más excitantes que jamás había sospechado que existieran. Después, el tiempo transcurría deprisa, yo sentía que se había detenido, deseaba seguir encima de la joven, una y otra vez. Aquello parecía no tener fin.

      Después de la tarde en la casa junto al río, le siguieron otras muchas más. Gozaba plenamente del placer que esa mujer me proporcionaba. No sospechaba de los peligros a los que me encontraba expuesto, pues un embarazo de Cecilia me podría haber traído complicaciones. Algo que mi padre seguramente hubiera solucionado, pues no creo que hubiese consentido que yo, un hidalgo, me casase con una simple mujer del campo. Pero la vida siguió y aquella aventura no llegó a oídos de nadie, excepto a los del señor cura, al cual Cecilia se lo transmitió en forma de sacramento. Se había confesado con el párroco y allí se lo había soltado todo.

      Pero pasado un poco tiempo mi padre tuvo noticias de mi tío Francisco, el cual me invitaba a que fuera a Valladolid, pues allí me había buscado un trabajo de ayudante de un pasante. Mi padre, sin dudarlo un instante, preparó con toda rapidez mi marcha; era la ocasión para que su hijo siguiera el camino que él había proyectado.

      Cuando le dije a Cecilia que me marchaba de nuevo, esta vez a Valladolid y que nos dejaríamos de ver, sintió que su mundo joven de ilusiones se hundía bajo sus pies. Estaba enamorada de mí y seguramente había soñado muchas veces con casarse conmigo algún día. Inútil sueño. Mi vida con las mujeres estaba marcada. Las amaría, pero pasado un tiempo, algo me indicaba que debía olvidarlas. Solo una de las mujeres que aparecieron en mi vida no conseguí nunca que se alejara de mi pensamiento. Aquella mujer era Malinalli, la princesa india que marcó mi destino. Su sombra me perseguiría toda la vida.

      Nuevamente mi vida se veía embocada hacia la completa formación humanística y jurídica. Por ese tiempo llegué a dominar el latín y conocer los corpus jurídicos tradicionales. A mis estudios teóricos se unió la rica experiencia de mis años en el despacho en Valladolid. Junto a mi etapa de aprendiz de leyes había desarrollado otra vida de jugador y pendenciero, que me produjo más de un disgusto, como los que yo le proporcionaba a mi tío Francisco, el cual, cansado de mis calaveradas, me amenazaba con escribir a mis padres para notificarles la existencia disoluta que llevaba.

      En aquella época se había acentuado otra de las pasiones que me perseguirían toda la vida, mi gusto por las mujeres. Cecilia había despertado la fiera que se ocultaba en mi interior y eso era un deseo irrefrenable por amar a todas las mujeres que se cruzasen en mi vida. Pensaba que si las mujeres las había puesto Dios en el mundo, sería por algo, por tanto, aquella debilidad no podía ser pecado alguno. Si a mi cuerpo le atraían las mujeres, yo no podía tener la culpa, acaso la tendría mi cuerpo. Las mujeres en Valladolid eran muy recias y buenas beatas, pero también las había alegres y disolutas. Así que continué con mi deseo de amar a las mujeres, que no detuve, hasta que, cansado y viejo, mi cuerpo me dio respiro.

      También aprendí a manejar la espada y convertirme en un diestro y habilidoso espadachín. Más de una querella las tuve que dirimir con mi espada, y en todas ellas salí bien librado, salvo algún rasguño que fue marcando mi etapa juvenil.

      Durante mi estancia en Valladolid me relacioné con gentes que luego se volverían importantes como López Conchillos, que por aquel entonces desempeñaba un puesto como escribano de registro. Con el tiempo, consiguió un puesto de mayor responsabilidad, secretario real del rey Fernando el Católico. En 1507 fue nombrado secretario adjunto al obispo Fonseca en el Consejo de Indias. Un cargo que en el devenir de los tiempos le otorgó fortuna y poder.

      Alguna vez que otra recordaba Medellín. Allí en las riberas del río había gozado del amor por primera vez y ahora sentía que mi cuerpo me lo recordaba. Aquella experiencia juvenil fue tan maravillosa que todavía la recuerdo con satisfacción.

      Apenas había comenzado el verano de 1501 cuando, de nuevo, abandoné Valladolid y me presenté en Medellín. Había cumplido ya los dieciséis años y me sentía ya un hombre de verdad. Aunque mis experiencias eran muy escasas como para sentirme un hombre curtido y experimentado. Esta vez era firme mi deseo de marchar en busca de la gloria hacia esas islas recién descubiertas. Mi decisión estaba tomada: marcharía en busca de ese mundo de gloria y riquezas que había por doquier.

      Con aquel abandono de mi trabajo ocasioné muchos disgustos a mis padres, pero mi temperamento, que se había ido volviendo bullicioso, estaba despertando mi verdadera vocación. Yo quería ser un hombre de armas, gozar de las aventuras que se desarrollaban por todo el mundo. En Italia, el Gran Capitán ponía los pendones de Aragón en lo más alto de los castillos, los tercios españoles no daban tregua a los franceses y en las Indias, aquel genovés misterioso había descubierto un nuevo mundo para Castilla. Allí se marchaban en busca de vivencias la juventud de hidalgos sin tierra, donde esperaban encontrar la gloria que en la España posterior a la finalización de la guerra contra el moro era muy difícil de encontrar.

      —Veréis, padre, el mundo está cambiando. Los nuevos descubridores nos están enseñando que el mundo es muy amplio. Yo deseo llegar a esos rincones para incrementar nuestros conocimientos. —Trataba por todos los medios y con mi mejor dialéctica convencer a mi padre. Así que todos los días le argumentaba una nueva razón para mi decisión.

      Mi padre, conociendo mis flaquezas físicas, no dudaba ni un instante de que ese mundo no era para mí. El tiempo acabaría por demostrarle que yo no me equivocaba con mi inclinación. Las discusiones y las afrentas se volvieron cotidianas. Mi padre trataba por todos los medios de disuadirme de aquellas ilusiones que como savia de primavera corría por mis venas.

      —Hernán, hijo mío, tú no estás preparado para esa vida de soldado. Esa vida es muy dura y no podrás soportarlo. El peligro acecha en todo momento y tú vida correrá un gran peligro. Tú madre y yo no queremos que te ocurra nada malo. Piensa que no tenemos nada más que a ti. Si te ocurriese algún mal, ¿qué sería de nosotros? Quédate en Medellín que ya encontraremos una ocupación que calme tus ambiciones. —Mi buen padre buscaba en su mente todas las palabras que le sirviesen para convencerme de que el camino que estaba eligiendo no era el más idóneo. En lo más íntimo de su ser sufría porque no encontraba la forma de iluminar sus razonamientos para que su luz llegase a mi interior.

      Los días transcurrían lentamente en esta meseta extremeña. Yo, como buen hidalgo, no aceptaba el trabajo físico, por lo que solo me quedaba el juego, la caza y alguna muchacha descuidada. Procuraba huir del acoso de Cecilia que me perseguía sin cesar. Pero ella ya era una historia pasada, un libro cerrado. Su cuerpo ya no tenía misterios para mí y yo siempre soñaba con descubrir alguna figura nueva y misteriosa; y cuan más peligrosa era la aventura más me atraía.

      Medellín era un pueblo muy pequeño, por ello empecé a descubrir cómo eran los pueblos colindantes. En ellos siempre había alguna moza de la que quedaba prendado, aunque solo fuese durante un


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