Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


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algún resquicio para la libertad de un hombre de dieciséis años que luchaba contra su cuerpo porque pretendía ser un hombre ya curtido, pues no en vano había vivido dos años en Salamanca y otros dos en Valladolid. Aquello era de gran importancia, cuando casi no había empezado a salir de mi cascarón. Por ello tuve que recorrer los pueblos cercanos y buscar en ellos las aventuras que mi calenturienta cabeza me pedía.

      Mi padre trataba todos los días que aprendiese el funcionamiento de esas tierras. Algún día tendría que hacerme cargo de su administración, me decía con reiteración, y la verdad era que yo no contaba con mucho conocimiento del trasiego de aquella naturaleza que no deseaba conocer. El campo tenía su ciencia y era necesario comprender todos sus secretos para poder sacarle el mejor provecho a las tierras.

      Para mi padre, todo su empeño en lograr que amase el campo era inútil. Su carácter recio y fuerte se fue doblegando ante aquel junco que, débil y tornadizo, crecía cada día mirando al cielo con la gloria como meta. Mi juventud me arrastraba hacia esos derroteros, mi mente ya soñaba con lo que luego sería una realidad. La conquista de un imperio, un imperio que se encontraba perdido en selvas de las nuevas tierras que el genovés Colón había descubierto no hacía mucho tiempo. Aunque la realidad, esta vez, superó con creces lo que había soñado. Mi padre, y mi madre a su estilo, lo intentaron de todas las formas, con castigos y con privaciones, con adulaciones y caricias cariñosas, pero mi ánimo no se resquebrajaba ni un centímetro. Seguía firme en mi propósito.

      Cansado de aquella lucha sin fin, mi padre cedió, no sé si por que comprendió que mis deseos estaban intactos, después de todas las amenazas, y después de tratar de mostrarme la inutilidad de esas ideas, o por el cansancio que los años le proporcionaban.

      —Está bien, vete y que san Pedro te bendiga. Él que siempre te protegió y te ocultó de la muerte, espero que lo siga haciendo cuando estés en el campo de batalla.

      Triste y abatido don Martín se alejó pensando que su hijo le había derrotado con su tesón y su empeño en conseguir una gloria que estaba muy lejana y la que él, seguramente, no vería. Su pensamiento se volvió negro. No esperaría mi regreso porque yo quedaría enterrado en alguna ciudad perdida. No podría ni darme cristiana sepultura en su Medellín natal. El alma se le había roto y los trozos de ella se fueron navegando por el río Guadiana en busca del mar. Allí, algún tiempo después, se encontraría con su hijo.

      Mi madre, Catalina Pizarro, sintió que su corazón se le oprimía. La congoja le asaltó y las lágrimas le resbalaron por sus mejillas. Su niño, aquel joven de apenas dieciséis años, marcharía con los ejércitos españoles por vastos territorios del mundo. Eso era una tentación ante los deseos del joven, pero también era una llamada a la muerte o a cualquier otra desgracia, Dios sabe qué le podía ocurrir, no quería ni pensarlo. Pero, al fin y al cabo, era mi vida y debía vivirla como yo deseaba. Como madre solo le quedaba una cosa por hacer: rezar. Le suplicaría todos los días a Dios, y sobre todo a san Pedro, en quien seguía confiando para que me protegiera de los peligros que su hijo había de afrontar. Acudiría a la iglesia de Santiago o a la de San Martín de Medellín y allí rogaría a todos los santos para que no sufriese ningún percance. Mandaría decir las misas que fuesen necesarias y quemaría todas las velas de cera, aunque ardiera la iglesia. La Virgen tenía de enterarse que su hijo marchaba a la aventura por el mundo y debía de cuidarle. Era su único hijo y quería volverlo a ver.

      Preparé mi marcha pensando en lo que iba a encontrar. Había estado viviendo en Salamanca y en Valladolid, pero siempre bajo el manto protector de mi tía Inés y de mi tío Francisco. Ahora sería todo muy distinto, acudía a Sevilla, una ciudad nueva, y allí nadie asistiría en mi ayuda cuando lo necesitase.

      Partiría a la ciudad donde más truhanes se habían refugiados en los últimos años; Sevilla. Era la urbe de las oportunidades, todos lo pregonaban. Solo había que encontrarlas. Mucha gente buscaba la sombra de aquel puerto, donde el río, manso y solícito, le daba a la ciudad la posibilidad de almacenar riquezas. Al trajín del comercio debía la ciudad andaluza la pujanza y el resplandor que estaba alcanzando. La flor y nata de la nobleza se trasladaba desde Castilla en busca del fulgor que a algunos cegaban por el oro que circulaba.

      No tenía miedo. Había aprendido en Salamanca y Valladolid que en la vida tienes que luchar por aquello que deseas. Las reyertas que había disputado siempre fueron entre estudiantes y gentes de bien. A partir de ahora tendría que luchar con avezados hombres de mundo donde el honor y las reglas del decoro no servían para nada. Tenía que aprender a subsistir si quería conseguir la gloria que mis sueños me incitaban.

      Terminaba el verano y las labores de la siega y la trilla habían finalizado. Las viñas pujaban porque les quitasen aquellos frutos que llevaban en sus entrañas. Mi padre, que como siempre era un hombre previsor, ya había solucionado mi marcha hacia el nuevo mundo. Había conseguido que me aceptaran en la expedición que próximamente viajaría a las Indias. Así que marcharía con el comendador de la Orden de Alcántara, don Nicolás de Ovando.

      Don Nicolás había sido nombrado por los reyes nuevo gobernador de las tierras que Colón había descubierto. Los problemas de su administración se habían acentuado y los monarcas querían ordenar el buen funcionamiento, para ello enviaban a un hombre recto y justo.

      Preparé mi equipaje y guardé bien los dineros que mi madre a escondidas de mi padre me entregaba.

      —Cuidaos bien, Hernán. No gastéis nada más que lo debido. Y comed, que estáis en una edad en la que lo necesitáis. Ahí os pongo unas chacinas para que no os falte nada y os recuerde bien a vuestra tierra. —Mi madre preparaba mi equipaje mientras las lágrimas, de sus cansados ojos, se vertían sobre mi ropa.

      —Madre. No lloréis. No va a pasarme nada. Estaos tranquila y pensad que vuestro hijo estará como siempre protegido por todos los santos del cielo —trataba de tranquilizar a mi buena madre, pero todo empeño era inútil, las gotas saladas seguían fluyendo de aquellos hermosos ojos que, aunque ya en el atardecer de su vida, aún tenían un brillo que endulzaban la vida a mi buen padre.

      Una sonrisa se dibujó en el rostro de esa mujer, que por unos instantes se había convertido en una anciana. La vida se le escapaba por la puerta de su casa hacia un mundo muy lejano. Esa vida que había salido de sus entrañas. Quién sabe si lo volvería a ver algún día, pensaba entre sus lamentos y llantos. Los malos presagios le nublaban la visión.

      Mi padre, con aspecto serio y abatido, se acercó hasta mí para abrazarme. Con aquel gesto sentí la fuerza de ese hombre, al que siempre había tenido por algo más débil. La virilidad se aposentó dentro de mí y desde ese momento dejaba en mi casa al niño Hernán y se marchaba a la conquista del mundo el hombre Hernán.

      —Aquí tenéis un poco de dinero, espero que os sirva para vuestros gastos en Sevilla hasta la partida con don Nicolás. No lo derrochéis, y pensad que el dinero se acaba y cuando se acabe no podremos mandaros más.

      Sus palabras sonaron como una sentencia. Mi padre trataba de inculcarme que mi huida de aquel mundo rural era la fuga de un hombre de la tierra a la que jamás esperaban que volviese. Mis raíces se quedarían allí enterradas, a partir de ahora no tendría arraigo ni un hogar que me esperase, pues una vez que llegase a las Indias el mundo se volvería diferente. Todo sería nuevo para mí; comenzaría una nueva vida partiendo de cero.

      —No os preocupéis, padre. Seré comedido en el gasto y espero que algún día os lo pueda devolver con creces —le expresé con la emoción contenida en mi pecho. Mis ojos estaban a punto de soltar unas lágrimas, que algo rebeldes, se resistían en ver la luz del día.

      —No quiero que me devuelvas el dinero, solo que retorne la vida que te di. Eres muy importante para nosotros y deseo volver a verte algún día antes de que yo muera. —Sus palabras se incrustaron en lo más hondo de mi corazón; entraron en mis oídos con toda la energía que el amor de un padre podía emitir. Estaba en deuda con aquel hombre que me había dado la vida y que ahora me recordaba cuán querido era allí en esa casa extremeña.

      —Volveré, padre. Os lo juro. —Mi garganta estaba a punto de ahogar el suspiro que me acongojaba.

      Aquel


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