Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto

Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl - Juan Gomes Soto


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en voz baja, a la vez que escondía una leve sonrisa burlona.

      Yo también sonreí. Algo en mi interior hizo que la alegría desbordara mi pecho. Era ella y estaba allí junto a mí.

      —Os equivocáis, señora. Nunca rechazo un lance de amor, mi valor no tiene límite.

      Me sentía arrebatado de pasión al verla con aquella presencia tan hermosa. Deseé acariciar sus manos, pero el lugar era tan recatado que tuve que luchar con todas mis fuerzas para sujetar el empuje de mis instintos y calmarme dejando la ocasión para otro momento y lugar.

      —Aquí no podemos hablar. Debemos respetar el culto a Nuestra Señora la Virgen —apuntó muy sensata—. Escuchad, mi marido se marcha esta misma tarde hacia Marchena, allí posee unas tierras y acude a comprobar cómo marchan sus asuntos. Estará fuera de Sevilla durante tres o cuatro días. Acudid esta noche. Pero no entréis por la puerta principal, mi marido no está, pero su señora madre sí, y tiene el sueño muy ligero. Por la parte posterior a la casa hay un gran portalón que no está cerrado, solo un gran tranco lo sujeta. Forzadlo un poco y entrad, luego dejadlo tal como estaba, pues no vaya a ser que alguien note la entrada de un forastero y dé la voz de alarma. Caminad por el patio y una vez que alcancéis las cuadras, a vuestra mano diestra, encontraréis una pared que tendrá colocada una escalera, subid por ella hasta la ventana que se os aparece, yo la dejaré abierta. Allí os estaré aguardando. Recordad, no acudáis antes de las diez de la noche.

      —Bien, mi señora, allí estaré.

      Nuevamente me sentí turbado por aquella mujer que me arrastraba hacia su lecho. La aventura me abría sus puertas y mi vida se lanzaba con toda su juventud en pos de ella.

      Con gran recogimiento se levantó del asiento y tras persignarse ante la figura de la Virgen se marchó. Yo, atónito aún por el desenlace de la cita, me quedé sentado ante el retablo. Cómo era posible aquella devoción a la Virgen y después pecar con toda la intención. Esa sociedad era un mundo desconocido para mí, con el tiempo me acostumbraría y navegaría por él con cierta soltura. Mi juventud me delataba y no encontraba respuesta a la pregunta. Después, con el paso de los años, las encontraría. Mis piernas me flaqueaban de la emoción. No sabía si levantarme y seguirla o permanecer sentado. Tenía miedo de verla desaparecer como un alma etérea ante mis ojos.

      Salí de la catedral y caminé por esas callejas hasta llegar a la plaza de San Francisco, la que siempre ofrecía un ambiente festivo. Los comerciantes se afanaban en vender sus productos y los viandantes observaban los puestos en busca de algún producto que les pudiese interesar. Yo intentaba encontrar a mis amigos para ver cómo se las ingeniaban en llevar algo a nuestros estómagos, ya que el hambre siempre estaba arañando sus paredes; era nuestra eterna compañera.

      A mí, el amor siempre me producía ganas de comer. Soñaba con que llegara la noche, pero antes debía encontrar algo para solucionar aquel problema tan pueril.

      Hallé a dos amigos, paisanos de mi tierra extremeña, que se habían agenciado una buena pitanza y se disponían a marchar hasta un mesón cercano donde darían cuenta de ella.

      —Hernán, acudid pronto, querido amigo. Nuestras barrigas reclaman la ración de comida y vamos al mesón del Pollo. Allí hay buen vino y nuestra comida será repartida entre todos como buenos compañeros.

      Estaba claro que sabían compartir la sal y la gloria del mundo, pensé. Caminamos hasta el mesón y entramos como un tropel, tal que si entrara un regimiento. El ruido y el barullo, contagió a otros paisanos que pronto se apuntaron a nuestra mesa. El vino corría y la comida desaparecía con mayor celeridad de la que deseábamos. Pero nuestra camaradería así nos lo exigía, compartir todo. Todo, excepto las mujeres. En ese punto, la rivalidad y el deseo, no estaban sujetas a las reglas del compañerismo. Todos lo sabíamos y respetábamos, y cuando alguno trasgredía las reglas, las espadas siempre estaban a punto para dilucidar aquellos lances.

      Todos querían saber qué había sido de la hermosa dama que la noche pasada había conocido en la casa del comerciante que nos había invitado a su fiesta. Pues, aunque la charla había sido privada y silenciosa, todo el mundo la había estado observando, sin que yo lo notara, a la espera del lance final. Yo guardaba silencio, nunca me gustaba fanfarronear de mis conquistas amorosas. En mi interior estaba deseando contarles mi aventura con doña Ana, mi cita en la catedral y, lo más importante, mi quedada esa noche en su lecho, pero mi pudor y mi honor impidieron que mi lengua sacara a relucir ni el más mínimo de esos detalles. No era de buen caballero jactarse de conquistas y yo no estaba dispuesto a transgredir aquella frontera.

      —No sé de qué me preguntáis —negué distraídamente poniendo cara de circunstancia, aunque en mi interior una sonrisa burlona adornaba esa mentira. Tenía miedo de que mi verdad se viese reflejada en mis ojos, pues aquel día brillaban con una luz muy especial, signo del deseo y del amor que salía de mi cuerpo a borbotones.

      —¡Vamos, Hernán! Que todos sabemos cómo os las gastáis con las damas. Os vimos que hablabais en el patio con ella —apuntó, terminando con una gran risotada.

      —En este lance os equivocáis —añadí, tratando de capear el temporal de aquellos dicharacheros, y viendo cómo se tornaba la ocasión, mucho tendría que cuidar de que no me descubrieran, pues echarían a perder mi empresa.

      —Pues qué hacemos esta noche, señores. No tenemos caudales para irnos a una mancebía y el cuerpo ya nos va pidiendo un poco de jarana. —Alguien cortó la intromisión en mi empresa, y yo, dentro de mi alma, le agradecí aquel quite.

      —Vayamos a los extrarradios a ver si hay suerte y encontramos a alguna que nos lo haga gratis.

      Todos rieron la ocurrencia del compañero de jarana.

      —Hecho. Esta noche nos reuniremos aquí y después partiremos —propuso uno de ellos.

      —Lo siento, amigos, pero yo no puedo asistir a ese banquete —me disculpé serio—, tengo un compromiso muy importante y he de asistir sin falta.

      —¿Con hombre o mujer? Contestad.

      De nuevo un coro de carcajadas.

      Por unos instantes dudé si contar la verdad debido a que todos esperaban mi respuesta con ansiedad y no sabía lo que responder.

      —¡Mujer! —grité viendo la cara de expectación que todos ofrecían.

      —La mujer del comerciante, ¿verdad, truhan? —Volvían a la carga en busca de una confesión que yo no estaba dispuesto a dar.

      —No. No sabéis quién es. La he conocido esta mañana en la catedral. —Mi mentira a medias me podía salvar, así que continué narrándoles aquella historia sin especificar quién era la dama.

      —Vaya, ¿y cómo es que vos acudíais a la catedral esta mañana? ¿Desde cuándo os habéis vuelto tan devoto? —formuló solemnemente uno de los comensales, el cual, pasado un tiempo, vislumbraba en su porvenir que algún día tomaría los hábitos de san Francisco.

      —Ha sido un casual. Caminaba por la plaza de los Canónigos cuando vi a una hermosa joven que marchaba con su criada camino de la catedral. Decidí seguirla y cuando comprobé lo hermosa que era, no dudé ni un instante en abordarla. Había entrado para escuchar misa y yo, ya sabéis, no me detengo ante nada ni ante nadie cuando he de conquistar a una dama, y si es hermosa mejor. El resto, os lo podéis imaginar. Esta tarde ha quedado en salir de su casa, con su acompañante, claro está, y yo me incorporaré al paseo. Y esa es toda la historia, señores. Lo que ocurra después, solo Dios lo sabe.

      La tertulia acabó y todos nos marchamos, cada cual a su cubil en busca de un descanso para atacar la noche con buen pie. En Sevilla las noches ofrecían siempre un campo hermoso para las diversiones y para las conquistas, aunque yo ya tenía una plaza por ganar, no podía causarme mayor diversión, en mi interior, el saber que mis compañeros me daban por acompañante de una joven dama desconocida, cuando en realidad yo estaría en el lecho de doña Ana.

      Las campanas de la catedral sonaron, meditabundas, dando las diez de la noche. Impaciente, rondaba la casa oculto en la penumbra,


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