Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl. Juan Gomes Soto
se personó en la cuadra y con grandes aspavientos convino detener a su hijo, quien decidido iba a penetrar su acero en aquel joven conquistador que había mancillado su honor—. ¿Acaso podéis saber a ciencia cierta que este joven ha penetrado en el aposento de vuestra esposa? —Mi aire de aspecto aniñado hizo que la anciana me cogiera cariño y me salvara de una muerte segura.
—¿Pero no veis, madre, que estaba medio desnudo cuando se ha caído? —observó con el rostro desencajado y los ojos llenos de ira.
—Eso no significa que hubiese subido y entrado. A lo mejor se ha caído cuando intentaba subir y al escalar ha perdido el equilibrio y las ropas. Igual es un ladronzuelo que intentaba entrar en vuestra casa y robar algo de valor. ¡Mirad lo que hacéis! Pues si os equivocáis y os tomáis la justicia por vuestra mano, después la justicia del rey os podrá pedir cuentas y quizás perdáis vuestra hacienda por un error.
—Está bien, madre, me encendí de celos y bien puede ser que me equivoque. Le diré a los criados que se lleven de mi casa a este bribón y que lo dejen por ahí en cualquier plazuela, ya lo encontrará la ronda y le pedirán cuentas.
Dándose media vuelta, el hombre agraviado se marchó con el rostro compungido, no sabía si por el trastorno que le proporcionaba el cansancio y al ser tan tarde o acaso por la duda de si había ultrajado la honra de su mujer, dejándome allí con la pierna quebrada. No dejaba de dar las gracias a Dios, a todos los santos y a la bendita anciana que me había salvado en el último instante. Ante todo, daba gracias a Dios Nuestro Señor que me había concedido una nueva vida para seguir disfrutándola.
La anciana me miraba, primero con compasión, después con desaire. Se imaginaba lo que yo había estado rondando y sopesaba lo que había podido conseguir. Dándose media vuelta y con gran efusión de resoplidos se marchó.
La culpa la tenía su hijo. ¿Por qué se había casado con una mujer tan joven? Él ya había sobrepasado los cuarenta y aquello no le podía traer nada más que complicaciones. En fin, la vida siempre era muy complicada. Recitaba la vieja en su caminar hasta la casa.
Había pasado ya el mal trance cuando me di cuenta de que los criados del comerciante me llevaban en una parihuela camino de alguna calleja. Con gran habilidad conseguí convencerles de que me llevaran hasta mi posada, donde algún alma caritativa me recogería y me curaría, prometiéndoles unas monedas. Los dos criados se miraron y la verdad es que a ellos les daba igual dejarme en cualquier sitio, y si se ganaban algunas monedas pues harían buen negocio. Caminaron con mi cuerpo enfermo por callejas a la luz de la luna y me llevaron hasta mi alojamiento.
Solicité ayuda a algunos paisanos que allí residían, quienes, como yo, estaban a la espera del viaje de don Nicolás hacia las Indias.
—Por Dios, amigos, buscadme un sanador. He debido de partirme la pierna y no puedo ponerme en pie. Ya sé que es muy tarde y a estas horas es difícil encontrar a nadie en Sevilla, pero creo que mi pierna se pondrá muy mal si espero hasta mañana.
—¿De dónde os habéis caído? —consultó mi amigo Alonso.
—Pues de dónde va a ser, amigo mío, escalaba una pared para encontrarme con una mujer, una verdadera belleza, pero ya veis, la suerte no estaba conmigo esta noche. No esperéis que juegue con vosotros a los naipes, pues hoy perdería toda mi fortuna.
* * *
Los días transcurrieron rápidamente y el 13 de febrero de 1502 llegó. La expedición del nuevo gobernador de las Indias, don Nicolás de Ovando, se hizo a la mar. Una poderosa flota compuesta por unos treinta navíos surcaría las aguas del océano Atlántico en busca de las Indias, aquel paraíso recientemente descubierto. Todos mis sueños se habían despertado a la vez y marchaban en pos del destino. Capitanes, pilotos y navegantes se iban ávidos de oro a la conquista de esas tierras que le habrían de proporcionar las riquezas y los honores. Yo, en cambio, permanecería allí en Sevilla con mi pata quebrada y mis sueños rotos.
Los días precedentes el trajín de mercancías y pasajeros entre Sevilla y Sanlúcar de Barrameda habían sido caóticos. Todo el mundo se había apresurado a llegar hasta las costas para embarcar en la expedición que era una de las más grandes que jamás se habían fletado.
Yo, con mi pierna maltrecha, maldecía mi desgracia. No podía embarcar en esas condiciones y veía con desilusión que mis mejores amigos se alejaban de mi lado marchándose a embarcar. Toda la alegría que había sostenido el tiempo atrás por mi suerte y por mis conquistas, ahora me había abandonado por aquel revés que daba al traste con todos mis planes. Dios me castigaba por mis devaneos con las mujeres, pensaba. Claro que también consideraba que el mismo Dios me había salvado la vida sabiendo de mi aventura con esa dama.
Mas, no solo la pierna maltrecha me asedió. Nuevamente las fiebres cuartanas me asaltaron y quedé postrado en la cama de mi posada. El sudor resaltaba por mi frente y mi cuerpo; imposibilitado clamaba contra mi desgracia. Mi salud debilitada atacó también a mi moral, que quedaba muy afectada viendo cómo el tiempo pasaba a mi lado y yo me había quedado detenido en Sevilla. La mayoría de mis amigos y paisanos se habían marchado con la expedición, por lo que me había quedado huérfano de amistad y de compañeros de jarana.
Algunas veces sonreía recordando lo ridículo que me había sentido en el suelo de aquella cuadra con la pierna rota y el acero de ese buen hombre apuntando a mi pecho, siendo salvado in extremis por una anciana de buen corazón que se apiadó de mí.
Ahora también me sentía ridículo, postrado en una cama de una mala posada, sin recursos y sin posibilidad de alcanzar esa gloria por la que había llegado hasta Sevilla. La fatalidad de mi destino me había jugado una mala pasada. Tendría que dejar pasar el tiempo hasta mejorar y buscar la gloria en otros caminos.
El tiempo, que todo lo cura, sanó las fiebres y mi pierna quedó un poco maltrecha, pero pude caminar. Con gran esfuerzo recorrí las callejas y plazuelas de aquella ciudad que por unos días había perdido la efervescencia de las vísperas de la salida de la expedición a las Indias. Los comerciantes habían hecho buenos negocios avituallando a todos los barcos, necesarios para la travesía, así como pertrechos y herramientas para los campesinos que marcharon en busca de otros campos donde depositar sus semillas.
Ni siquiera intenté volver a ver a doña Ana, sabía que si me volvían a sorprender en su compañía me costaría la vida. Deseaba verla y soñaba con su figura y con sus caricias, pero sabía que esa mujer podía ser mi desdicha, por ello decidí que tenía que olvidarla. La mejor solución sería marcharme de Sevilla, pues mientras estuviese allí, tan cerca de ella, sentiría la tentación de encontrarla.
Partiría hacia Levante, allí estaba el otro foco de la gloria de aquella España que luchaba para conquistar en dos frentes, pensé.
Valencia también era una ciudad pujante. Las guerras de Italia tenían al Gran Capitán en la mente de todo joven que soñara con la gloria y los honores como soldado.
Llegué a Valencia con pie decidido a embarcarme en el primer barco que me admitiese. Lucharía en cualquier tercio en el que pudiera enrolarme. Por mi mente pasaban todos los presagios funestos que podía tener, pero sabía que en cuanto la empresa comenzara todo se diluiría. No quería fracasar en el intento de conseguir algo de provecho para mi futuro.
El tiempo pasaba y yo no encontraba la forma de embarcar para Italia. Mi pierna renqueaba aún, mi aspecto aniñado y mi cuerpo debilitado por el hambre y por las fiebres no representaban el físico de un soldado. Todos los encargados de reclutamiento me aconsejaban que me cuidara de mi salud y más adelante ya lo verían.
Los días se volvieron años y la añoranza de mis conquistas, hicieron de mí un hombre áspero y violento. En más de una y de dos trifulcas me vi envuelto por culpa de aquel genio tan vivo y la mano tan ligera para empuñar la espada.
Estaba lejos de mi hogar y de mi gente. Apenas tenía caudales para malvivir y escaso de amigos y parientes que me auxiliasen. Mi vida en el levante la fui llevando como pude, pero lo peor era mi moral que, truncada por el fallido embarque en Sanlúcar de Barrameda, no apreciaba una subida, más bien se hundía cada vez más. Mi vida caminaba hacia