Tastoanes de Tonalá. María Honoria de Jesús Hurtado Solís

Tastoanes de Tonalá - María Honoria de Jesús Hurtado Solís


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llegó a avisarle al gobernador; encontró a todos los españoles reunidos en la iglesia y les informó de la sublevación; las mujeres y los niños «comenzaron a llorar y a desmayarse». Entonces se levantó Beatriz Hernández, mujer de Juan Sánchez de Olea, y le dijo tajantemente al gobernador que pidiera que pronto terminaran con la misa porque tenían que prepararse para el conflicto (Tello, 1973: 218-219).

      La gente se resguardó en la casa fuerte, tanto «soldados como yndios y yndias de servicio, y niños y los encerró y él [el gobernador] con ellos, con todas sus armas y caballos» (Tello, 1973: 218-219). La gente de a pie y de a caballo eran cien y los distribuyó. Antes de llegar el mediodía se presentaron:

      Los enemigos al rededor de la Ciudad muy galanes, y con plumería y arcos, macanas, rodelas y lanzas arrojadizas, armados de todas armas, y era tanta la multitud de ellos, que media legua alrededor de la Ciudad por cada parte, la tenían rodeada y cercada, que no v[e]ían sino yndios enemigos, embijados y desnudos, pareciéndose al diablo, y llegados entró un escuadrón de doscientos yndios de guerra en la Ciudad, todos mancebos, dispuestos a reconocer; que no osaron entrar de golpe, temiendo no les viniese algún daño de las cassas (Tello, 1973: 219).

      Agrega fray Antonio Tello que:

      Reconocieron, pues, toda la casería de la Ciudad, con tanta brevedad,12 [...] y habiéndose juntado, comenzó un gran mormullo andando la palabra de unos en otros, que caussaba temor oillos,13 y luego por esquadrones entraron baylando14 y cantando mil canciones [...] hicieron su paseo por la ciudad, y lo primero que hicieron fue entrar en la yglesia y arrancar las imágenes [...] luego quemaron la Yglesia y todas las cassas de la Ciudad.

      ...uno de los yndios [...] arremetió a la puerta valentíssimamente y se entro a la Cassa Fuerte poniéndose a la fuerza con todos, [...] Al ruido que había, salió Beatriz Hernández a ver a su marido, que era capitán de la guardia de la puerta por donde el yndio había entrado, y comenzó a reñirlos a todos [...] que la dexassen a ella con el yndio. [...] y le dio una cuchillada en la cabeza [...] y poniéndole el pie en el cuello, le dio dos estocadas, con que le mató, y le dixo a su marido, que él había de haber hecho aquello (Tello, 1973: 220-221).

      La pólvora de los españoles estaba húmeda y no podían hacer fuego. Fray Antonio Tello dice que era tan fuerte la batalla que les estaban dando los indígenas, que todos estaban temerosos y asustados. Los enemigos se apartaron, se dejó de disparar la lluvia de flechas y uno de los indígenas dijo en su lengua:

      Llorad bien, barbudos christianos, hasta que comamos y descansemos, que luego os sacaremos de ahí y nos pagaréys los que nos matáysteis en la pared [los españoles permanecieron callados]. Sacaron mucha comida los yndios de las despensas de las cassas, que robaron los yndios,15 y traída, dixo el capitánejo que se había subido en la pared: Comamos y descansemos, pues estos españoles barbudos ya son nuestros. ¿No los véys llorar, que son unos gallinas? (Tello, 1973: 219).

      Cuando el gobernador Cristóbal de Oñate se percató de que los enemigos estaban en reposo llamó a toda la gente de a caballo para que se armara, «…porque ya era tiempo y llegada la hora de Dios para pelear y vencer o ser vencidos, que de su parte tenían a Dios, pues peleaban por su fee» (Tello, 1973: 219). Por su parte, los naturales luchaban por defender sus tierras, sus familias y por impedir que sus mujeres les fueran arrebatadas por extraños que no coincidían con sus creencias y ritos. Los españoles:

      … se pusieron todos en arma para salir a la batalla, [...] el bachiller Estrada les predicó un sermón y plática en que los trató de la victoria que los ángeles tuvieron en el cielo contra Lucifer, cuyos ministros eran aquellos yndios; que se esforzassen porque San Miguel los ayudaría y el señor Santiago, patrón de España y de sus españoles (Tello, 1973: 225).

      Todos se prepararon para el ataque, y entonces «…dijo el gobernador ¡Ea!, señores, ya es tiempo, salgan los diez de a caballo y se disparo un tiro…». Salieron todos de la iglesia y se dirigieron de una esquina a otra asustados. De pronto cayó al suelo Francisco Orozco junto con su caballo, de lo que se aprovecharon los indígenas; se le echaron encima y lo «hicieron tajas» (Tello, 1973: 226). Entonces el gobernador dijo desde una ventana:

      ¡Ea!, caballeros, vamos todos los de a caballo. [...] [echando un grito al apóstol para que les ayudara] ¡Santiago sea con nosotros! [...] matando y hiriendo, no quedó enemigo en la ciudad que no alanceassen, y aquí se dixo peleó Santiago, San Miguel y los ángeles; [...] Romero, [...] vio en una loma que estaba sobre la Cassa Fuerte, más de dos mill yndios caxcanes que se venían a meter en ella y querían coger el caballo de Orozco, que solo andaba entre ellos escaramuceando, y visto por Christóbal Romero fue corriendo a la Cassa Fuerte a avissar disparassen la artillería hacia donde estaba esa gente, y él passó adelante y se metió entre los enemigos, y comenzó a pelear y alancear yndios, [...] alanceó más de ciento de ellos y les quitó el caballo de Orozco, y viendo los enemigos el destrozo que hacía, se fueron huyendo, y los venció (Tello, 1973: 226-227).16

      Al final de la batalla las calles y plazas estaban llenas de cadáveres y corrían arroyuelos de sangre, y después de que todo quedó en calma el gobernador mandó recogerlos. Los indígenas que atacaron la ciudad fueron poco más de cincuenta mil; la batalla duró cerca de tres horas y en ella murieron quince mil indios y solo uno del bando español (Tello, 1973: 227).

      Después del combate los españoles fueron a recorrer la ciudad para ver los daños causados a sus casas y hallaron en su interior una «gran summa de yndios escondidos en los hornos y aposentos…». Les preguntaron por qué se habían escondido, a lo que respondieron que por miedo, ya que cuando quemaron la iglesia, «…salió del medio de ella un hombre a caballo blanco, con una capa colorada y cruz en la mano yzquierda, y en los pechos otra cruz, y con una espada desenvaynada en la mano derecha, echando fuego». Estaba acompañado de mucha gente guerrera, que los atacó sin piedad; «los quemaban y cegaban, y que muchos quedaron como perláticos, y otros mudos…», y también les contaron que se había aparecido Santiago (Tello, 1973: 227). Fray Antonio Tello dice que este milagro lo representan cada año los indios en los pueblos de la Nueva Galicia (Tello, 1973: 227-228).

      Los indígenas que quedaron heridos se lamentaban de las mutilaciones y los maltratos que habían recibido de sus vencedores:

      Cortaron a unos las narices, a otros las orexas y manos y un pie, y luego les curaban con aceite hirviendo las heridas; ahorcaron y hicieron esclavos a otros, y a los que salieron ciegos y mancos, de haber visto la sancta vissión de Santiago, muy bien hostigados los enviaron a sus tierras, y fue tal el castigo, que hasta el día de hoy volvieron a la Ciudad (Tello, 1973: 227).17

      La gente de la ciudad siempre entendió que vencer a los indígenas fue obra del cielo porque era imposible vencer a tantos enemigos sin la intervención de Dios, del apóstol Santiago y de los ángeles. Para los españoles esta fue una de las batallas más maravillosas que tuvieron en tierras de la Nueva España y de la Nueva Galicia, y sobre todo la más milagrosa por haber vencido a un numeroso ejército indígena con unos cuantos soldados ibéricos (Tello, 1973: 232).

      Para los indígenas fue el inicio de sus luchas contra una ideología y cultura distinta a la que practicaban. Después de lo acontecido el gobernador mandó llamar a Diego de Orozco, le dio un caballo y armas y le encomendó los pueblos de su hermano caído en esta batalla: Mezquituta y Moyahua; además le pidió que fuera como su hermano, trabajador y emprendedor, a lo que él se comprometió (Tello, 1973: 232).

      El día de San Miguel, después de la batalla, los españoles se reunieron en la casa fuerte. Salieron de ahí con el pendón que tenían y la cruz, llevando la imagen de san Miguel al altar, para celebrar la misa muy temprano; cuando terminó, «sobre el misal y el ara consagrada», hicieron votos donde se reconoció como patrono de su ciudad a san Miguel, al que le hicieron su propio altar, y en memoria de esta gran victoria se comprometieron a sacar cada año su pendón (Tello, 1973: 233-234).


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