Infierno verde. Federico Aliende
Una versión nunca antes conocida de la “Crónica del descubrimiento del Amazonas”, escrita por el fraile Gaspar de Carvajal en el año 1542, se encontraba en esos retazos de papeles antiguos.
Me hice de la versión conocida por la historia y, después de un largo estudio comparativo, comprendí que aquel cronista de Indias se había encargado de escribir dos bitácoras en paralelo: Una para la Corona española, la divulgada y obrante en el Archivo General de Indias en la actualidad y la otra, hallada por Ezequiel en algún lado del Perú, casi el doble de extensa y de un tinte más personal y reflexivo. En el inédito manuscrito, Carvajal no solo revela la misión secreta que la Iglesia Católica le encomendó, sino que, además, expone las atrocidades cometidas por los expedicionarios durante su avance por el Amazonas.
Respecto del trabajo efectuado sobre la Crónica hallada, me limité a su traducción del español antiguo al moderno, insertando algunos títulos que dividen la obra para su mejor comprensión y agregando también algunos signos ortográficos, como guiones de diálogos o puntos seguidos ante oraciones en extremo extensas. Por lo demás, el contenido no ha sido alterado ni suprimido en ningún pasaje, habiéndose devuelto el manuscrito original al Gobierno del Perú y obrando una copia digitalizada en el Archivo General de la Nación.
Anhelo que, al dar a conocer la experiencia vivida en sus últimos y fatídicos días, así como también su incalculable revelación histórica, le permita a Ezequiel librarse para siempre de aquel Infierno verde que lo persiguió y consumió sin tregua.
Todo termina en Iquitos
N. d. A: El presente relato ha sido confeccionado sobre la base de las últimas quince hojas manuscritas de la libreta personal perteneciente al escritor argentino Ezequiel García Moreira, hallada flotando sobre las aguas del río Itaya, ciudad de Iquitos.
La humedad se siente aún por efecto del ventilador desvencijado; cada vuelta que logra completar parece el último y agónico esfuerzo que el aparato hará para seguir esparciendo el aire caliente en la habitación. No pude dormir en toda la noche; las pesadillas hicieron que despertase desorientado y completamente mojado por la transpiración. La cara de una vieja sucia llorando, una correntada de agua marrón burbujeante y un niño indígena atacado por una jauría de perros salvajes y pelados por la sarna, son algunas de las imágenes que puedo recordar y que vienen repitiéndose desde que llegué.
A Iquitos y sus habitantes los agobia el pesado vaho y el extremo calor de manera continua. La selva se erige como una maligna diosa que, desde el otro margen del Amazonas, se encarga de recordar a la intrusa civilización que ella es la única y verdadera soberana.
Ni los miles de autorickshaws con sus ensordecedoras bocinas pueden aplacar a la jungla extendiendo su intimidatoria presencia en la vida cotidiana de los iquiteños. La continua tierra en el interior de las viviendas, el sudor caliente impregnado en las ropas también sucias y los ataques constantes de los insectos que pican a turistas y locales por igual, dejan en claro que la presencia del hombre no significa que la humanidad haya triunfado allí sobre lo primitivo y salvaje.
Escribir no ayuda —como en otras ocasiones— para olvidar las circunstancias de las que intento escapar, las cuales se vuelven más constantes y angustiosas debido al indeseado desvelo que vengo sufriendo. Sentado ahora en el balcón de un bar ubicado en el Malecón Tarapacá, veo el atardecer muriendo sobre la bahía de Iquitos. Al cabo de unos minutos, el río Itaya y la selva que se encuentra en la lejanía envueltos en un paisaje humeante y terroríficamente encantador, se vuelve una absoluta oscuridad apenas difumado en un azul profundo al fusionarse con el cielo estrellado. No logro vislumbrar ni la más ínfima luz que pueda indicarme la continuación de la civilización en lo profundo de esa selva; como si la presencia de lo humano allí estuviese completamente ausente.
Las cervezas siempre tibias, otra de las imposiciones de la Amazonia. Cuatro lagartijas se encuentran inmóviles alrededor de uno de los focos del bar aguardando la llegada de los insectos.
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N. d. A: Las impresiones que García Moreira plasma al visitar el barrio de Belén —que a continuación se transcriben— se encuentran separadas por dos líneas —una al principio y la otra al final— efectuadas a mano alzada de las elucubraciones que escritor plasma mientras descansaba en un bar en el Malecón de Tarapacá.
Ayer me perdí en el mercado de Belén, uno de los lugares más caóticos en que recuerdo haber estado: las mujeres espantaban las moscas con movimientos desganados, queriendo evitar —inútilmente— que los insectos posasen sus larvas en pedazos doblados de carne de Paiche al aire caliente; los pollos esperaban ser sacrificados y las cabezas de tortugas desmembradas se exhibían naturalmente para su venta. Cientos y cientos de personas compraban y vendían las más variadas y extrañas frutas y alimentos. Allí fue que, después de caminar por esos pasillos asfixiantes y claustrofóbicos buscando una salida a la calle, bajé por unas de las escalinatas y terminé en el barrio bajo de Belén. Alguna vez leí que a aquella parte de Iquitos la llaman la “Venecia de Amazonas” por sus palafitos y balsas hogareñas a las cuales sólo se puede acceder por canoas, al estar gobernadas por el río Itaya. Nada de eso fue lo que encontré al bajar esos escalones: los palafitos dejaban al descubierto sus pilares mojados y hundidos en la contaminada orilla fangosa. El río estaba bajo en esos meses y la mugre y desperdicios se aglomeraba en la tierra en cantidades irreales.
Caminé sabiendo del peligro; ya me habían advertido que cualquier forastero allí era una presa fácil para ser robado. Metí mis manos en los bolsillos de la bermuda descubriendo que tan sólo tenía unos diez soles. Mientras avanzaba por los senderos hechos de tablones semihundidos en la porquería y el fango, los niños de todas las edades corrían y se detenían a centímetros detrás de mí y, cuando me daba vuelta rápidamente, mantenían distancia y me observaban como perros desconfiados que siguen a alguien por interés o simple curiosidad.
En un segundo de lucidez, me pregunté el motivo por el que me encontraba en ese paisaje surrealista enclavado en el margen de un río amazónico, mas no encontré otra explicación que la inconsciencia misma gobernándome por completo durante el viaje. No lo llamaría sentimiento de autodestrucción ni mucho menos tendencia al suicidio, sino, simplemente, una irresponsable despreocupación que me arrastraba, por decantación, a ser en todo momento una posible víctima de robo o de asesinato. Una pseudo metafísica necesidad de ver el fondo de un precipicio colgado del mismo.
Después de unas cuantas vueltas, localicé una escalera de cemento que llegaba hasta una de las venas laterales del mercado y, al comenzar a subirlas, pasé por la puerta de un bar roñoso y del cual sentí una sobrenatural atracción que me hizo ingresar sin dudar. Un mostrador, tres mesas de madera, dos borrachos completamente inconscientes y su dueño, me recibieron bajo un calor aún más asfixiante que el que imperaba en el exterior. El tipo me miró y sólo después de unos segundos atinó a saludarme. Me senté en un banco ubicado en el mostrador también usado como barra y saqué los únicos diez soles que tenía.
—Buen día. Para las cervezas que alcancen —le dije poniendo el billete sobre la mesa mientras continuaba secándome la transpiración de mi cara con la remera.
Al dueño le llamó la atención que hablase español y no inglés. “Pocos españoles, y casi ningún che argentino”, me repetirá durante nuestra conversación. Le dije que era escritor y que había ido hasta allí buscando paisajes y costumbres que pudieran inspirarme. Terminado aquel intento de justificar mi presencia, percaté que el tipo me miraba fijamente hacía ya varios minutos, como si estuviese sacando conclusiones a partir de un meticuloso estudio de mis facciones.
—Parece que la selva lo tiene a mal traer —me dijo sin sacarme la mirada de encima.
Mi expresión de sujeto al que le descubren algo bien íntimo debe de haber sido tan reveladora que el dueño del bar inmediatamente continuó diciéndome:
—Sus ojos pierden brillo y su piel está cuarteada, es la selva queriendo echarlo. Pocas personas sienten la furia verde queriendo expulsarlo. Tiene dos alternativas, che argentino: o se va de Iquitos y ruega que la selva lo deje