Infierno verde. Federico Aliende
aire y de los ronquidos de los borrachos, comencé a analizar lo que me acababa de decir.. Lo había leído alguna vez, personas que morían sin causa aparente días o meses después de haber estado en la jungla. Fiebres, delirios y manchas en el cuerpo se detectaban antes de que el corazón se detuviera de un momento a otro. Los locales se referían a esta afección como “El Infierno Verde”.
—Si me permite, che argentino, yo me adentraría y buscaría la forma de alcanzar su Janagpacha, claro que para eso hay que llegar a Mazán y de ahí navegar tres días hasta dar con los descendientes de los Iwonias para que ellos lo guíen aún más quién sabe hasta dónde. Después, es cuestión de suerte y de lo que lleve con usted —dijo al reaparecer del cuarto.
No entendí nada de lo que me estaba diciendo, y sentía que sus irrisorios consejos sólo sumaban más confusión a mi mente privada de sueño. Elucubré que podría estar borracho, pero descarté de plano aquella posibilidad; el hombre hablaba y se movía sobriamente.
—¿Alcanzar el qué? —le pregunté arrimándome al mostrador en muestra de interés.
—El Janagpacha; el Paraíso, che argentino; de lo contrario la selva lo destruirá. Tiene que buscar su paraíso en la selva. Irónico, ¿no? Una tradición tan antigua y sin embargo, tan inquietante. —Continuaba hablando con una cadencia hipnótica que acompañaba con movimientos de manos que parecían estudiados hasta en los mínimos detalles.
—¿A qué tradición se refiere? ¿Una especie de ceremonia de Ayahuasca? —le pregunté mientras me terminaba la primera “Cuzqueña” tibia que me había servido.
—No, no. Nada de yagé, no, no. El Janagpacha, el cielo, el paraíso de nuestro Cristo Señor. Se puede contemplar e inclusive se puede caminar por él. En su caso, es la única forma para que ella lo deje en paz. Los Iwonias subían a sus cielos al menos una vez en la vida —me explicaba como un profesor a un niño. Realmente sentí que tal vez me estaba dando la solución para terminar con el insomnio y las visiones que venía padeciendo.
—¿De qué forma? —volví a preguntar.
—Los Iwonias mantuvieron la ceremonia en el más absoluto secreto, al igual que sus descendientes, por eso es que no sabría decirle cuáles son los componentes, sólo que el ungüento que preparan es aplicado acá. —Y me señaló la frente, específicamente en medio de los ojos. —Y casi de inmediato se experimenta el poderoso Janagpacha.
—Una alucinación.
—Claro que no. Usted está completamente consciente mientras la vivencia dura. Usted vive el paraíso y un sentimiento de felicidad primaria lo inunda.
El término “felicidad primaria” me llamó la atención. Pensé en escribirla para, después, robársela a ese pobre diablo y utilizarla en algún cuento. Aquel me dio otra cerveza y él se sirvió un vaso de chicha.
—¿Usted cree en el reino de los cielos? —me preguntó mirándome con sus ojos de negro petróleo.
—Soy católico por mandato, no por convicción —le contesté en una respuesta que creía grandilocuente y rozaba lo engreído.
—Es de los hombres que necesitan pruebas. Puede convencerse si conoce el paraíso que tanto le han prometido, además, en su caso, no tiene muchas opciones. Es su única alternativa para que la selva lo acepte y lo deje ir en paz.
A pesar de calor y del olor a encierro y madera húmeda que sentía ahí dentro, la misma fuerza que me había hecho entrar en el bar me provocaba ahora el deseo de quedarme un poco más. El tipo que en algún momento se presentó como Miguel, volvió a mirarme con esos ojos de oscuridad primitiva.
—¿Sabe usted cuál es el mayor secreto de la selva? —Me preguntó, señalando la única ventana que tenía el mugriento bar al concluir su interrogación. Volteé mi cabeza y al no poder ver nada desde la barra, comprendí que en aquella dirección se encontraba la rivera del Amazonas.
—¿Cuál?
—Los románticos y religiosos han asociado la selva como sinónimo de paraíso: un lugar ausente de insectos que escarban la carne humana, de víboras salidas de las peores pesadillas y fieras que irrumpen como sombras por las noches. Aquellos dibujaron hombres y mujeres desnudas y sonrientes conviviendo armoniosamente en la jungla. Y luego, esa concepción se invirtió por completo: la selva no es sino ahora un verde infierno en la Tierra. Se sustituye el paisaje de lava y fuego con que se caracterizaba al averno, y la selva oscura y sofocante pasó a ser el nuevo castigo para los hombres. ¿Y sabe qué? Todos esos naturalistas que consideraban a la selva un infierno, tienen toda la razón, pero se olvidan de algo.
—¿De qué?
—De que muchas veces el mal contiene al bien y viceversa.
—No le entiendo.
—En esa selva infectada de moscas del tamaño de un puño y bestias que sólo pueden haber salido de una pesadilla del mismo Dios, en ese infierno sobre la Tierra, esa tribu anclada en el tiempo descubrió lo que exploradores buscaron por siglos: el paraíso en la Tierra; la posibilidad de acceder a aquel sin pasar por la lanza y el rifle.
—Los exploradores tan sólo añoraban riquezas.
—Detrás de toda búsqueda extrema de materialismo se esconde la necesidad de una absoluta redención. Todos vinieron por el oro, pero también para escapar de sus otras vidas y conseguir la salvación eterna. Cielo en el infierno, como fuego sobre el agua. Mañana voy a ir para Mazán a llevar unas provisiones, puedo hablar con un primo para que lo guíe si es que le interesa lo que le conté —y volvió a desaparecer metiéndose en el cuartucho de atrás. Esperé unos minutos su regreso; hasta me asomé tímidamente por si lograba verlo por el umbral que daba a esa habitación, pero no. Miguel se había esfumado.
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Una de las lagartijas acaba de atrapar una mosca pequeña. La otra la mira recelosa a escasos centímetros y, de un momento a otro, la ataca tan velozmente que se me vuelve imposible seguir la pelea que se da en la mugrosa pared del bar. Las arañas que se encontraban inmóviles aguardando también alguna presa comienzan a tejer sus telarañas de manera violenta, como si estuviesen fuera de sí. Miro a la absoluta oscuridad que se encuentra más allá del Malecón y no logro escuchar las aguas calmas del río Itaya, ni mucho menos los misteriosos sonidos de la selva. La cara de la vieja sucia llorando desconsolada, la correntada de agua amarronada burbujeante y el niño indígena siendo atacado por una jauría de perros sarnosos, se me aparecen al unísono y se mezclan y alternan en mi mente.
Intento leer los retazos de papel amarillentos que se encontraban dentro de cilindro del cuero; con cada palabra que intento descifrar, el dolor de mi cabeza se intensifica y las pesadillas se vuelven más frecuentes y vívidas.
A las dos de la mañana decido levantarme de la cama. Necesito tranquilizarme, ser racional; pero no puedo. Creo que este sentimiento atávico de repulsión-atracción a la selva terminará consumiéndome. Miguel parte por la mañana a Mazán, tal vez deba creer algo de lo que me ha contado y cambiar de destino. La cabeza me duele y los ojos me arden. Se hace imposible escribir mientras oigo en mi mente unos llantos que parecen un réquiem indio. Tal vez pueda llegar a lo de Miguel y decirle que necesito partir cuanto antes. No puedo pensar claramente, me aterran esos salvajes que mastican un brazo humano y se pelean por unas vísceras semienterradas en el lodo. El niño no para de gritar cuando los perros comienzan a hundir sus colmillos en su cuerpo.
N. d. A.: A partir de aquí la prolija escritura a mano alzada del escritor cambia radicalmente por palabras que desbordan los renglones, de impresión tan fuerte en el papel que en ciertos trazos lo agujerean. Círculos de tinta confeccionados a puño y la palabra “PARAÍSO” inundan los márgenes de las últimas dos hojas.
Salí corriendo hasta llegar al Malecón e intenté recordar en qué dirección se encuentra el mercado de Belén. La brisa asfixiante de la costa ribereña me envuelve y no puedo evitar mirar hacia allí abajo.
Difumado