Infierno verde. Federico Aliende
de un poblado pequeño ubicado sobre los márgenes de un río grande donde podríamos hacernos de provisiones.
Llegados allí, luego de una fatigosa marcha donde la lluvia no nos dio ni un instante de tregua, observamos que aquel pueblo no era sino una veintena de casas de madera y paja con corrales donde vimos gallinas y algunos cerdos. El cacique, temeroso, vino a recibirnos, pero cuando quiso volver sobre sus pasos y emprender la huida, asombrado de tamaña cantidad de cristianos y caballos, se lo tomó prisionero junto con otros dos señores que también habían llegado a ver quiénes éramos. “Encadénenlos y echen uno a los perros hambrientos”, ordenó Pizarro sin vacilamientos.
Enterados, cuarenta indios canoeros llegaron hasta el pueblo en socorro de sus jefes, no tardando los ballesteros y arcabuceros en usar sus armas, provocando así que las aguas del río se tiñeran de rojo sangre. Los gritos de guerra de los indios transmutaron a otros de dolor y agonía, confundiéndose con los de los cristianos que invocaban y agradecían a Dios por cada disparo certero.
Si es esta una misión amparada por Dios Todopoderoso, ¿por qué el pecado, en estos impenetrables bosques, parece encontrar más fácil su justificación y olvido?
Las aves y los cerdos que encontramos apenas alcanzaron para una magra ración. En las orillas de ese gran río, nos hallamos entonces al cabo de unos días sin ninguna de las provisiones que habíamos traído desde Quito.
El hambre y el cansancio hacen mella en nuestros cuerpos y almas; y los indios prisioneros que cargan los cañones y el matalotaje caen muertos con cada paso a causa del excesivo esfuerzo y los castigos iracundos. La duda de continuar golpea cada vez más en el corazón de los soldados, y yo tan sólo puedo implorar que Pizarro y Orellana decidan avanzar; debo cumplir con la misión que se me ha encomendado.
Al atardecer, el Jefe comunicó la decisión de construir un barco para avanzar río abajo y así poder encontrar alimento y también transportar a los enfermos, el matalotaje y las armas; labor imposible para hacerla caminando.
El teniente Orellana no estuvo de acuerdo con la construcción del navío; prefería, por el contrario, dar la vuelta y seguir los caminos de las sabanas hasta los poblados de Pasto y Popayán. Su desacuerdo tampoco importó; Pizarro había hablado y, por lo tanto, la fabricación del bergantín se puso en marcha.
Dejaré en claro que, pese a aquella primera disconformidad, y una vez que la decisión estuvo tomada y encomendada su construcción a Juan de Alcántara; Orellana fue el primero en obedecerla. Anduvo por todo el campamento activo buscando hierro para clavos, dándole la madera que conseguía a los designados, e incluso distribuyó la tarea de los soldados y también la de los indios, a los que diariamente despachaba a cortar en el bosque la madera necesaria.
Mis sueños son invadidos por inexplicables escenas y he amanecido con la imagen de árboles y plantas que, de momento a otro, ardieron de forma incandescente en fuegos violetas y cobrizos.
*
Después de largas y penosas semanas, la fabricación del bergantín llegó a su fin con la ayuda de todos. Estanco y recio, aunque no muy grande, lo bautizamos con el nombre de San Pedro y, al poblado donde lo construimos, “El Barco”.
Tal como Pizarro lo había planificado, se embarcó en el San Pedro a los enfermos y heridos, armas, ropas, algunos indios dolientes y todo el hierro y los tesoros que poseíamos.
Me negué a subir pese a la sugerencia de Orellana. Continuar la marcha a pie implicaba para mí una mayor probabilidad en lograr mi misión encomendada, pero asimismo, y por alguna circunstancia desconocida, entendí que mi sufrimiento y cansancio debían ser sentidos por esta impenetrable selva; como si de un sacrificio se tratase.
Anduvimos, nosotros y los caballos, por las fangosas orillas abriéndonos paso entre lo desconocido, mientras que el bergantín cursaba lentamente el río. Hallamos en nuestro lento y tortuoso avance algunos poblados pequeños en donde pudimos abastecernos de maíz de yuca y guabas. El camino nos obligó a adentrarnos más y más en lo inhóspito, perdiendo la costa y a nuestros compañeros embarcados de vista.
Precavidos de no perdernos, nos vimos obligados a adentrarnos en imposibles ciénagas y atolladeros con el propósito de retomar a las barrancas para ver dónde nos encontrábamos. Logrado tal propósito, debimos de caminar por las aguas del río, hundidos hasta la cintura y atacados por las alimañas que, sin piedad, gustaban de nuestra carne.
Las ciénagas se transformaron en hondos esteros, y algunos de los caballos y compañeros se ahogaron sin que pudiésemos hacer otra cosa más que elevar una cansada plegaria al Altísimo por sus almas.
Seguimos así unas cincuenta leguas, con gran necesidad y hambre hasta que Pizarro decidió hacer alto en un despoblado para descansar nuestros cuerpos fatigados. Los indios, algunos agotados y todos maltratados, volvieron a afirmarles a nuestros jefes la existencia de tierras ricas y pobladas más adelante. Al proseguir la marcha, los cautivos que aún conservaban algo de fuerza, aprovecharon el cansancio de sus custodios y escaparon arrojándose al agua, nadando con gran destreza hasta la orilla opuesta sin que ninguno de los captores atinase siquiera a recapturarlos.
Con gran sacrificio llegamos durante la noche profunda donde se encontraba atracado el San Pedro con los enfermos y el matalotaje. Pizarro, Orellana y Rivera se juntaron en reunión consulta para determinar cómo proseguir, interrogando para ello a un par de indios que admitieron las mendacidades proferidas por los que habían logrado escapar. Adelante no había poblados bañados en riquezas, sino otros tantos y más grandes descampados y sólo después del Gran Páramo, al juntarse el río con otro, los campos se tornaban verdes y de abundante alimento de frutos y animales.
Nuestra situación era acuciante y, entre tanta pérdida, Orellana se ofreció a buscar provisiones río abajo. Pude escuchar el breve diálogo, pero contundente, que nuestros jefes mantuvieron:
—Si la fortuna me favorece y hallo poblado y comida, volveré hastiado de bastimento —prometió Orellana.
—Sabes de la confianza que te tengo, pero debes regresar una vez logres llegar a la junta de los ríos que los indios nos han mencionado.
—No sabemos la magnitud del Gran Páramo y, en consecuencia, dónde se encuentran las juntas.
—Te esperaré aquí durante dos semanas; es imperioso avanzar, y no podremos hacerlo hasta no saber qué nos depara el devenir. Llévate el San Pedro, diez de las canoas y cincuenta hombres; dependemos de ti, primo.
—Así será, entonces.
El comienzo
26 de diciembre de 1541
Al amanecer, el capitán Orellana ordenó subir a bordo del San Pedro a los compañeros enfermos y los soldados designados para seguirlo. Como si supiese de mi oculta y divina misión, vino directamente hacia mí y me solicitó que, junto con mi compañero de orden, Gonzalo de Vera, también embarcásemos. No lo dudé ni por un instante; si no me lo hubiese ofrecido en primer término, tendría que haberlo persuadido hasta convencerlo de que la palabra de Dios debía ser un tripulante más en la tarea encargaba.
Se cargó en el bergantín todos los objetos pesados, incluyendo la ropa de los soldados y muy pocas provisiones, ya que pensábamos dar la vuelta en el tiempo pactado entre Pizarro y nuestro ahora capitán.
Comenzamos así a navegar por el río. Con diez de las quince canoas capturadas a los indios amarradas a los costados de nuestro barco, sumamos en total cincuenta y siete almas rumbo a lo incógnito.
27 de diciembre de 1541
En tan sólo nuestro segundo día de marcha, huelgo de fuerzas para escribir en esta noche calurosa. Estuvimos a punto de perdernos debido al choque del casco del barco con un tronco enclavado en medio de la corriente que provocó la rotura de una tabla y la formación de una vía de agua, que por poco nos hunde sin remedio.
Pudimos llegar hasta una de las márgenes del río, sacar el agua que ingresaba y reparar la avería. Luego,