Infierno verde. Federico Aliende
a otro, se mueven como si estuviesen danzando. No hay viento. Siento que ese sendero me llama y me invita a entrar en él. Mis piernas saltan el paredón y me descalzo para mostrarle respeto. Me ha elegido; me convoca para que sea parte de Ella. Una verdadera comunión. Llego hasta el fin del sendero, donde el fango me avisa que el Amazonas se encuentra allí, aunque no pueda verlo por la oscuridad. Ella necesita un sacrificio, y yo una redención pura y total. Avanzo un poco más hasta sentir el agua en mis piernas; cierro los ojos, pero las imágenes siguen aterrándome. Tal vez deba seguir avanzando, hasta que mi mente logre serenarse. La selva y mi sangre; una perfecta comunión.
Crónica del descubrimiento del Río Amazonas
La novela escrita en el género de crónica que a continuación se presenta ha sido confeccionada mediante el estudio y adaptación de la “Relación del nuevo descubrimiento del famoso Río Grande de las Amazonas”, escrita por el fraile dominico Gaspar de Carvajal en los años 1541-1542, la cual he complementado con el estudio llevado a cabo por el historiador chileno José Toribio de Medina en 1894. Asimismo, me he valido de la versión de tal descubrimiento relatada en la Historia general y natural de las Indias, islas y tierra-firme del mar océano, Tercera parte, Tomo IV (1852), escrita por el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo.
Una vez efectuada la adaptación y la traducción del español antiguo al moderno con la consecuente reconstrucción de los hechos, procedí a novelar la misma, centrando la historia en el fraile Gaspar de Carvajal y en la misión secreta que le fue encomendada por la Santa Sede al navegar por las aguas del río Amazonas.
Federico N. Aliende
El primero de los sobres lacrados conteniendo uno más pequeño, parecía latir dentro de mis vestiduras desde el momento en que lo guardé celosamente. Aquel me fue entregado por mi mismísimo superior mientras aún me encontraba ejerciendo mi vicariato en la ciudad de Lima.
“Al Fraile Gaspar de Carvajal. Su servicio al Altísimo le exige de entrega y sacrificio absoluto. Cuando, y sólo cuando se encuentre entre lo ignoto y salvaje, tendrá el derecho de abrir el sobre que se encuentra acompañando la presente misiva. Que así sea.”
Sin emisor, sin fechas. Una advertencia postulada en nombre de Dios Santísimo.
La reunión
Para que todos los sucesos de esta jornada se comprendan de la mejor manera, deben saber que Francisco de Orellana era capitán y teniente gobernador de la Villa Nueva de Puerto Viejo y de la ciudad de Santiago, la cual pobló y conquistó en nombre de Su Majestad.
Inminente era la llegada de su primo, Gonzalo Pizarro y, cuando aquello aconteciere, se convertiría en el nuevo gobernador de la villa de Quito, ciudad desde la cual prepararía la expedición para encontrar el País de la Canela.
Por ello, Orellana partió hacia Quito con la finalidad de encontrarse con aquel bajo la excusa de ponerlo en posesión de las tierras que hasta ese momento administraba. Pero también a oídos de Francisco de Orellana habían llegado las noticias respecto de esa tierra donde crecía la canela, y no quería quedarse fuera de la expedición que se preparaba en su búsqueda.
Efectuado el encuentro, y una vez puso en posesión de Pizarro las tierras bajo su mando, le manifestó su voluntad de sumarse a la empresa en servicio de Su Majestad Carlos I; ofreciendo a sus hombres y disponiendo las riquezas que detentaba para tal aventura.
Pizarro aceptó la propuesta y así, a principios de febrero de 1541, Orellana regresó para organizar sus gobernaciones y dejar en quietud y sosiego la ciudad de Santiago y la Villa Nueva de Puerto Viejo. Para este nuevo emprendimiento, gastó cuarenta mil pesos de oro en todo lo necesario para tamaña empresa y, ya con todo lo necesario, partió nuevamente a Quito, para enterarse al llegar de que Gonzalo Pizarro había partido semanas antes.
Confundido de qué debía hacer, Orellana determinó pasar adelante e ir a su encuentro, a pesar de las advertencias que los vecinos del pueblo le refirieron sobre las tierras intrincadas y belicosas que le deparaban.
Nada le hizo reformar su convicción, ni siquiera el temor que los conocedores de la región le manifestaban a que los matasen, como ya había sucedido con otras expediciones anteriores, en donde no había importado la cantidad de soldados y arcabuces frente a la ferocidad de los indios y el paisaje peligroso. Determinado en seguir los pasos de su gobernador, y con tan sólo veintitrés compañeros, se internó en lo inhóspito.
En su avance, padecieron el hambre y los ataques de los indios en todo momento y hasta se pensaron perdidos y muertos, pero siguieron su camino, abandonando todo lo que llevaban consigo.
Cuando Francisco de Orellana alcanzó al gobernador en el valle de Zumaco, sólo algunos aún cargaban sus espadas y escudos.
Ni caballos ni pertrechos en esa irreal aparición. Muertos vivientes y salvajes surgieron de lo más profundo de la selva.
Ya junto con Pizarro, fue en demanda de su País de Canela. Su preciada canela.
Aclaro que la marcha dada por Orellana y sus compañeros aventureros desde Quito hasta donde nos encontrábamos no la presencié por estar yo en el real campamento con Gonzalo Pizarro, pero sí deben de saber que aquellos suplicios me los he informado de todos los que venían con aquel. De aquí en adelante, lo que proceda a relatar, será como testigo de vista y como hombre a quien Dios quiso dar parte en este tan nuevo y nunca visto descubrimiento.
Se llevó a cabo una pequeña ceremonia entre todos los jefes expedicionarios. Orellana ha sido designado, a partir de ahora, teniente general de Gonzalo Pizarro.
Hace ya tres días que he abierto el segundo sobre y la misma cantidad de días que no salgo de mi asombro; nadie podría… no creo ser capaz de cumplir con la tarea que se me ha encomendado. Mi hermano de orden tampoco puede saber de ella; estoy solo con Cristo, Mi Señor, en esta tan importante misión.
La espera
Gonzalo Pizarro decidió hacer una avanzada y partir con ochenta hombres para saber qué nos depara el oriente desconocido. Irán a pie, puesto que los caballos no pueden atravesar la enrevesada vegetación que aquí domina.
La lluvia cae tan fuerte y a toda hora que se convierte en un verdadero suplicio, como si los poderes del infierno se encontrasen invertidos y emanasen desde los cielos gobernados por Dios.
Los soldados bromean de Orellana y sus hombres malheridos; los miran y aseguran que no son más que resurrectos que la selva nos ha mandado para atormentarnos en nuestra marcha. Orellana y su legión de muertos. Algunos han bromeado con devolver esos demonios al infierno del que han logrado escapar; adquiriendo las ironías carácter probable con las borracheras y desesperanzas nocturnas.
Me es difícil de describir el olor de la selva cuando la lluvia deja de golpearla. Un sabor agrio como de muerte se funde y se confunde con un sentimiento de pureza virginal manifestado en el canto y grito de los animales. La tierra eleva su humedad en aire caliente y se agolpa en las hojas de los árboles y en nuestras ropas y se transforman en sudor; cargando la selva con cada paso que logramos dar. Llueva o no llueva, sentimos el acecho de los espíritus salvajes queriendo ingresar en nuestros cuerpos para confundir nuestra fe y provocar el fracaso de nuestra misión. De mi misión.
La segunda carta se encuentra protegida entre mis hábitos. Sé que debo destruirla, que no puede llegar a manos de ninguno de ellos y, sin embargo, algo hace que aún no me haya desprendido de ella.
Se mataron unos seis perros que venían acompañándonos desde Quito y los comimos en silencio, con la selva y Dios observándonos, envueltos en una comunión que sentí impura y pagana.
El teniente Orellana ha mandado soldados a internarse media lengua en la selva a buscar raíces y frutas. La comida es un apremio constante, una ironía de este entorno tan aparentemente basto y fértil.
Los compañeros del teniente recuperan su vitalidad poco a poco y los soldados de Pizarro que se han quedado aguardándolo